Miguel Huezo Mixco
Cuando le preguntaron al pensador francés Michel Foucault que era para él un libro, respondió: una caja de herramientas. Desde aquel momento hasta nuestros días, ha corrido mucha agua. El mundo del libro ha experimentado transformaciones inimaginables. Por ejemplo, Google books está construyendo una gigantesca biblioteca en formato electrónico a través de la Web, lo que lleva a muchas personas a hablar del “fin de los libros”.
Esta profecía no tendrá lugar: el libro es un artefacto insustituible... como una taza. Nunca va a desaparecer. Los libros, sin embargo, no existen por sí mismos. Nacen de la antigua tensión entre autores y lectores. La cuarta pata de esa mesa son los editores. Libros, autores, lectores y editores, los cuatro se necesitan unos a otros.
Pensaba estas cosas después de leer (Revista dominical, 20 de abril, 2008) las expresiones de dos personas vinculadas al mundo del libro en El Salvador. Por un lado, Brenda Guadrón, de Editorial Santillana, asegura que su niña de ocho años escribe mejor que muchos autores. Esta declaración podría ser entendida solo como la típica expresión de una madre fanatizada de amor, sino fuera porque ella representa en este país a uno de los mayores consorcios editoriales en lengua española.
Por su parte, en la misma publicación, Henry Marcel Vargas, de UCA editores, reitera la posición de la editorial universitaria de no publicar libros que no sean un potencial éxito de ventas. Las declaraciones de Vargas no dejan lugar a dudas de que hasta los “progres” han aprendido a razonar como los tiburones del mercado.
Me apresuro a decir que a nadie se le puede pedir que tire el dinero. Si recojo las expresiones de Guadrón y Vargas es solo para hacer evidentes las contradicciones que se viven hoy en el mundo del libro. Los argumentos de los editores citados respecto de la poca calidad y la nula rentabilidad de la mayoría de obras de autores salvadoreños llevan a pensar que los únicos libros que merecen publicarse son los que se venden bien. Lo cual nos deja culturalmente más pobres. La producción de libros no debe quedar solo en manos privadas.
Los bosques, por cierto, no son rentables, como no sea para hacer leña; sin embargo, la gente los necesita no sólo por la belleza del paisaje. Su valor suele hacerse evidente demasiado tarde, cuando los procesos de desertificación ya son difíciles de revertir. La literatura y las artes pueden compararse con los bosques. Y pese a que el proceso de desertificación de nuestra cultura se ha hecho más que evidente, con sus secuelas de violencia, crimen, autoritarismo, corrupción y colisiones sociales, pocos se imaginan que ese proceso de descomposición del estado de ánimo nacional tiene alguna relación con la ausencia de la enseñanza del arte en las escuelas y el casi nulo acceso a la lectura.
Las relaciones del mercado son un aspecto central de la vida, pero han mostrado ser incapaces, por sí solas, de asegurar la integración subjetiva de la sociedad y la creación de un “sentido común” colectivo. Aunque a los “liberales” más ortodoxos les suene a sacrilegio, hay que volver a insistir en que las artes y las letras no deben regirse solamente por la lógica del mercado. Una lógica, como se mira, que también ha penetrado hondo en el mundo del libro.
(Publicado en La Prensa Gráfica, 1 de mayo de 2008)
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