miércoles, enero 21, 2009

Rubem Fonseca. Una prueba de amor

Miguel Huezo Mixco

Ay, la justicia no existe. Ni la piedad. Quizás ni el amor. El mundo es un agujero siniestro, áspero y violento, pensé el domingo en la noche después de leer la narración "Ciudad de Dios", del escritor brasileño Rubem Fonseca. Me levanté de un salto. Busqué un cigarro, pero no encontré ni uno. Quería llamar a mis amigos y amigas para contarles el cuento, pero ya me quedan tan pocos, y están todos tan lejos y tan ocupados, que decidí escribirles este texto, muy breve, como el cuento de Fonseca, que tiene poco más de dos páginas.

Fonseca tiene 84 años, es escritor y guionista de cine. Estudió para abogado, pero eso es irrelevante. Como consta en el registro del 16º Distrito Policial, en São Cristóvão, Río de Janeiro, antes de dedicarse a la literatura Fonseca fue policía. No fue uno de los duros, de esos que entran enmascarados, metralleta en mano y radio transmisor al cinto, derribando puertas y cazando muchachos tatuados. Fue un policía de oficina. Sin embargo, conoció el mundo de marginales, asesinos, prostitutas y miserables que viven en sus libros.

"Ciudad de Dios", el cuento del que les hablo, forma parte de una serie de relatos titulada Historias de amor, publicada en un solo volumen con su reconocida novela Del fondo del mundo prostituto solo amores guardé para mi puro (Cal y Arena, 2004). Ciudad de Dios, como sabemos, es el nombre de aquella favela de Río, pedazo inmundo del Brasil, que se hizo célebre gracias a la película homónima de Fernando Meirelles, y que tiene como personajes a un ejército de niños pistoleros. Pues bien, allí mismo, y mucho antes de que la película fuera película, tiene lugar la historia de amor que voy a contarles.

El personaje se llama Joao Romeiro. Pero en Ciudad de Dios, donde dirige el tráfico de drogas, lo conocen como Zinho. Vive con su novia Soraia en un condominio de clase media alta en Barra de Tijuca, haciéndose pasar como un próspero hombre de negocios. Un día, cuando vuelve a casa después de distribuir cocaína, su mujer le pregunta si sería capaz de matar a una persona por ella. "Cariño, si mato a un fulano porque me robó cinco gramos, ¿no voy a matar a un tipo si tú me lo pides? Dime quien es", responde.

"Es un niño de siete años", le dice. Zinho le pregunta por qué quiere matar al chavito. "Para hacer sufrir a su madre", le contesta. "Ella me humilló, me robó a mi novio Rodrigo y le ha dicho a todo mundo que soy una estúpida... Quiero hacer que esa mujer sufra mucho", le dice. Al día siguiente, Zinho se va. Vuelve a casa dos días más tarde. Soraia le pregunta si hizo lo que le pidió. Zinho le cuenta que su gente agarró al niño cuando iba a la escuela y que lo llevaron a Ciudad de Dios, donde le quebraron los brazos y las piernas, lo estrangularon y lo hicieron pedazos, para luego arrojarlo en la puerta de la casa de su madre. "Ya olvídate de esa mierda", le dice, y se tumba en la cama a dormir.

Soraia oye roncar a su amante, se levanta y saca un retrato de su antiguo novio que mantiene bien escondido. "Siempre que Soraia miraba el retrato sus ojos se llenaban de lágrimas", dice el cuento. Pero ese día, sus lágrimas fueron más abundantes. "Amor de mi vida", exclamó la mujer, apretando el retrato de Rodrigo contra su sobresaltado corazón.

Ilustración por Daniel Córdova Tenorio

(Publicado en La Prensa Gráfica, 22 enero 2008)

Ríos de lágrimas

María Tenorio

Todo limpito y peinado con su camiseta de "gol" y su nueva lonchera posó para la cámara. Chiiiis, le dijo su madre. Chiiiis, su hermana mayor. Vamos al kínder. Es el primer día. Un año cinco meses y kínder. Van los tres juntos en el carro y cuando llegan frente a la puerta del centro educativo, cruza las piernitas sobre el asiento y las entiesa. Ay. No se quiere bajar, comentan madre y hermana. A la fuerza, para afuera. Y los pasitos entre las primeras lágrimas de aquella mañana que serán dos horas continuas de llanto con esas desconocidas, las mises, las profes. Vomita y la mis, con el auricular en la mano derecha, señora, venga a recoger al niño que se ha puesto mal. Ay. Qué tortura, pero es lo mejor para él.

Lo mejor para todos los críos que esa mañana de lunes preelectoral derramaron ríos de lágrimas. Rito de paso. Dejar la casa, dejar la pacha. Las madres trabajan, las empleadas domésticas no dan abasto, los niños deben integrarse a la fuerza estudiantil. Las mises, de locura, limpiando lágrimas, limpiando mocos, pámperes untados, vómitos de distintos sabores. Los trapeadores tras tras. Y no llore mi niño que su mami vendrá más tarde por usted. Prematernal, maternal, prekínder, kínder y cuando van a prepa ya son "bachilleres" y se gradúan. Tienen años de experiencia. Y les esperan doce o trece más para que queden hartos de la vigilancia y del control de las cárceles educativas. Ay. Es lo mejor para todos.

Si se divierten, niña. Pasan rebién. Les encanta. Fulatino ama su kínder y la Sutanita llora cuando tiene vacación. Pasan jugando, no creás que los ponen a estudiar. Hoy ni a leer les enseñan tan luego. Apenas a contar del uno al diez, en español y en inglés. La mis es bien cariñosa, cómo la quieren, todos la rodean. El mío lloró todo el primer mes. La mía lloró apenas una semana. Ya verás que rápido se acostumbra. Hoy se comió sus dos sangüichitos, que llevaba en su lonchera. Iba tan lindo, pero regresa tan sucio, todo revolcado. Le cambiaron de ropa. Vuelve agotado a la casa, hace una siesta larga y pasa toda la tarde cansado. Ay. Ya llora mucho menos.

Mises con mandiles de colores los reciben en la mañana y los despachan de regreso a casa al mediodía. Muros pintados con miquimauses de todos colores, palacetes, princesas y muñecos de palitos decoran las prisiones de infantes. Divertidos juegos plásticos en los patios, en los cuartos de las casas que hacen de kínderes. Papel bond y papel periódico, goma blanca y lana gruesa. Agujas capoteras para las mises y tijeras tris tras tris para recortar figuras de caballos, leones y dinosaurios. Vaya, miamorcito, hoy vamos jugar a los animales y vos eras un delfín y vos un tiburoncito. Pero ya no llorés, papito, que tu mami va a venir por vos dentro de un rato.

Ilustración por Ana Lucía Starr Tenorio

miércoles, enero 07, 2009

De visita en Catedral metropolitana

Miguel Huezo Mixco

La visita al centro de San Salvador --colmado de historia, memoria y olores-- es una de las estaciones del tour que ofrecemos a los amigos que vienen al país. Esto incluye, desde luego, la visita a la cripta de Oscar Romero, el obispo mártir, una de las personalidades más sobresalientes de la historia salvadoreña.

Repetimos la visita este domingo, con George Yúdice y Sylvie Durán, que llegaron el 1 de enero para celebrar aquí el nuevo año. George es una referencia obligada en los estudios sobre la cultura en el mundo entero. Sus padres, salvadoreños, emigraron en la década de los años 40 a Nueva York. Ese paseo por el centro era para él, en muchos sentidos, saltar de las imágenes de la televisión y de las postales al mundo real.

La ciudad comenzaba a desperezarse después de la resaca de la fiesta. En las calles, los promontorios de basura lucían como una pesadilla futurista. Cuando ingresamos a la cripta, tuve la clara sensación de que en ese lugar existen dos iglesias. Una es la iglesia de arriba, la de los altares bañados en pan de oro, coronada por una cúpula extravagante donde alcanzan a distinguirse algunos indios emplumados presentando ofrendas. La otra es la iglesia de abajo, la cripta de Romero, a la que se accede como descendiendo por la boca de un metro: medio abandonada, medio oscura… Paradójicamente, allí descansa uno de los seres más luminosos que ha dado este pueblo.

Son muchos los que aseguran que Romero hace milagros. Milagros pide el pueblo desesperado: curaciones (hacer andar a los tullidos y aliviar zozobras: soplos cardíacos que no son solo de amor). Pide también prodigios sociales. Esa tarde, leímos con cierto estremecimiento un mensaje, dejado sobre el féretro de Romero, en donde una madre le pedía el milagro de conseguir un empleo para su hija.

Subimos a la iglesia de arriba, caminamos entre los feligreses que llevan sus veladoras hasta la imagen de un Cristo tocado con la bandera nacional. Asediados por las preguntas de nuestros huéspedes, salimos a la calle bajando por la escalinata que un 8 de mayo, en 1979, se entintó de sangre. Desde allí, mirando la Plaza Barrios y el Palacio Nacional, fue inevitable recordar la marea humana escapando de las balas, aquel Domingo de Ramos del año 1980, durante los funerales de Oscar Romero.

De Catedral salimos en busca de uno de los mayores tesoros arquitectónicos del país: la iglesia del Rosario. George recordaba haber visto, durante una visita que realizó a El Salvador cuando era un niño, una iglesia “horrible” al lado de la Plaza Libertad. La plaza estaba colmada de gente. Una bandera nacional, desteñida y hecha jirones, papaloteaba decrépita al lado del monumento. “¡Esa es!”, exclamó George al ver la fachada de la iglesia. Cruzamos la calle en medio de un inconfundible olor a pipí.

La fachada luce triste y deteriorada. Hace mucho que no recibe una mano de pintura, por lo cual todavía es posible leer, aunque con dificultad, las pintas de las organizaciones sociales que se acuartelaron allí en los años 80. Sylvie no dejó de sorprenderse cuando reconoció, en la entrada, el emblema internacional que sirve para marcar los bienes culturales que deben salvaguardarse en caso de conflicto armado. Al cruzar la entrada quedamos arrebatados por el juego de luces de los vitrales. Un detalle de color en la tarde salvadoreña, emplomada con los altoparlantes de un vendedor de Cd pirateados. Todos tenemos la oportunidad de brillar, me dije. Así cerramos el primer tour del año 2009 por San Salvador.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 8 de enero de 2009)

Flores para un paisaje


María Tenorio

"¿Y por qué se llama Ruta de las Flores?", preguntó nuestro amigo norteamericano cuando nos desplazábamos en carro por la limpia Salcoatitán alrededor del mediodía. "Lo mismo nos hemos preguntado nosotros", respondimos mientras apreciábamos, no sin cierta vergüencita, la escasez de flores a orillas del camino. La carretera de entrada a Juayúa poblada de veraneras rojas justificó, pobremente, la denominación de esa ruta turística salvadoreña.

En el recorrido por las localidades de Nahuizalco, Salcoatitán, Juayúa, Apaneca y Ataco, en el occidente del país, domina la topografía montañosa con variedades de verdes y ocres. Esa región cafetalera ofrece al visitante un paisaje muy hermoso. El clima privilegiado y la seguridad hace que muchos capitalinos viajemos casi dos horas para ir a alguno de los restaurantes de la zona y caminar por los pueblos. Sin embargo, el nombre de "Ruta de las Flores" resulta bastante forzado. Tanto que se ha recurrido a pintar flores en los postes de concreto para compensar la carencia de flores de verdad.

"¿Qué tal si sembráramos flores a orillas de toda esta carretera?", dije en voz alta expresando un nosotros nacional cuasi decimonónico. Y empecé a imaginar una profusión de veraneras de todos colores, claveles rojos, flor amarilla, san josés, san fraciscos, lenguas de vaca, rosas, campanillas moradas y hasta girasoles, contrastando con los verdes de aquel camino. "¿Y quién riega estas flores?", preguntó Miguel sacándome de mi sueño floral saturado de colores y haciéndome pensar que el paisaje no es algo meramente natural, sino que debe ser construido y mantenido por manos humanas. Qué sería de aquellas flores sin agua, me dije.

El paisaje de calidad, dicen los entendidos, es un elemento que da valor agregado a un territorio para su desarrollo turístico. Es uno de los motivos para desplazarse hacia un lugar más o menos lejano para pasar el tiempo libre. Un paisaje bien cuidado, agradable para la vista, peculiar, que sabe aprovechar la belleza natural es un activo cultural del que pueden beneficiarse los pobladores ofreciéndolo a los turistas como producto original. No basta con que una región sea natural o históricamente "bella"; su atractivo debe potenciarse para convertirlo en un recurso turístico.

"¿Quién le puso Ruta de las Flores?", preguntó hoy nuestro amigo, luego de que le conté sobre este texto que estaba escribiendo para Talpajocote. Ni su esposa, que ha estudiado las rutas turísticas en Centroamérica, ni Miguel ni yo supimos responderle. Pero sí atinamos a decirle que se trataba de una denominación reciente. (Hace unos quince años recuerdo que yo iba a Apaneca con cierta frecuencia y nada de ruta de ninguna flor.) Sin duda se trata de un nombre oficial: está recogido en letreros azules y en el website del Ministerio de Turismo. Ha sido un nombre exitoso, a pesar de su frágil conexión con la realidad.

Pedir nada cuesta. Intervengamos con flores la Ruta de las Flores para que la realidad coteje con la ficción del nombre.