miércoles, marzo 18, 2009

Más cabeza, menos hígado

Miguel Huezo Mixco

A los políticos se les achacan las peores virtudes. Sin embargo, no son los únicos que las padecen. Aunque debemos apresurarnos a decir que hubo notables excepciones, la recién finalizada jornada electoral hizo que algunos columnistas y líderes de opinión comenzaran a ser calificados por la gente con expresiones muy similares a las que suelen emplearse para los políticos.

Una de esas expresiones sostiene que esas plumas no parecen estar preparadas para la concertación y la unidad nacional que, como lo vienen diciendo personas de todos los signos ideológicos, será fundamental para enfrentar los desafíos que el país tiene por delante. Debemos evitar que los llamados a la unidad del país se conviertan en un simple recurso retórico de los políticos y de los analistas y articulistas que publican sus opiniones en los medios de comunicación.

Si lo están haciendo los partidos políticos, ¿por qué las entidades de comunicación masiva no pueden repensar el papel que tendrán a futuro sus plantillas de columnistas, como parte de una renovada línea editorial? Nadie está pidiendo que los columnistas políticos pierdan colmillo crítico. Se les pide que orienten, que analicen y que esclarezcan. Que contribuyan a la cohesión social y no a la polarización. Que usen más la cabeza y menos el hígado.

Los columnistas de los periódicos no fueron los únicos protagonistas. Pero por el peso social que sigue teniendo en El Salvador la palabra impresa, algunos de ellos se colocaron en las primeras líneas de la confrontación. Muchos opinamos que sus encendidos alegatos terminaron haciendo daño no solo al ambiente político sino también a sus defendidos y hasta a los mismos medios.

Los medios de comunicación han gozado en los últimos años de una amplia credibilidad. Las transformaciones editoriales, y no sólo tecnológicas, que experimentaron después de los Acuerdos de Paz, en 1992, los convirtieron en entidades prestigiosas. A finales del siglo XX, en este país recién salido de una larga y cruenta guerra interna se disfrutaba por fin de una cultura de libertad de expresión completamente nueva. Obtenerla fue muy costoso. Por ello, aunque no podemos admitir restricciones a la libre expresión, tampoco podemos hacernos del ojo pacho ante los abusos que se cometen en su nombre. Esto, además, puede tener un efecto de bumerang contra los intereses empresariales de los medios.

En 2005, una investigación del IUDOP revelaba que 28 de cada cien encuestados consideraban a los medios de comunicación como entidades confiables, solo debajo de las iglesias católica y evangélica, y por encima del resto de instituciones nacionales. En 2008, los medios descendieron a un cuarto lugar, con una aceptación entre la población menor al 20 por ciento (IUDOP). A nivel regional, los medios salvadoreños ocupan ahora una de las posiciones más bajas (la 14 entre 18 países latinoamericanos analizados) en cuanto a la credibilidad que tienen entre la población (Latinobarómetro, 2008).

Esa credibilidad es el principal, sino el mayor activo de la prensa. Es un valor especialmente apreciado por los sectores medios urbanos que tuvieron un papel clave en los eventos electorales de este año. Esa credibilidad, que tanto les ha costado construir a los medios, y a la cual ha dado una importante contribución el talante plural de sus colaboradores y columnistas, podría verse erosionada si muchos de estos persisten en mantener una posición pública abiertamente sesgada.

Esto podría provocar una estampida no solo de compradores y suscriptores sino también de anunciantes, sobre todo en un contexto de crisis como el que está viviendo el país. Más cabeza, menos hígado.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 19 marzo 2009)

De turcos, mantenidas y oficios domésticos

María Tenorio

"Necesito un turco", concluyó esta tía luego de discurrir sobre las dificultades para insertarse en el mercado laboral, con cincuenta y tantos años de edad, los últimos dedicados al comercio informal. Hablábamos con ella sobre mujeres más jóvenes que se dedican a ir al gimnasio, tomar café en esta o aquella casa, y pasar en la vagancia, mientras las niñeras les cuidan a la prole y los maridos se ocupan en sus oficinas o empresas. "No hacen nada", me dijo cuando le pregunté qué hacían la fulana o la sutana, a quienes conocí en el colegio. Y entonces tomó forma el espejismo del marido echador de riata, que provee el hogar y mantiene a la mujer, el turco. "Ay, niña, es que la aquella está casada con un turco, de esos que tienen la filosofía de que el papel de las mujeres es gastarse el pisto que ellos se ganan en sus negocios. Uno así necesito yo".

Intenté argumentar mi rechazo a la posición de la mujer mantenida, animando a mi interlocutora a perseguir la autosuficiencia económica, diciendo que siempre "quien paga los músicos, escoge las canciones". Es decir, que los maridos no mantienen a sus esposas de gratis. Por muy sutiles que sean, siempre hay mecanismos de control de los hombres proveedores. Y control es dominación. Poder sobre el cuerpo y sobre el alma. Pero a esta tía poco le importaban esas consideraciones "banales". A su edad, encontrar al "turco" es un verdadero sueño de cuento de hadas, la versión reloaded del príncipe azul que llega en el BMW blanco. Too good to become true.

Me quedé pensando en mi rechazo a este tipo de relaciones de pareja. No me cuadra la idea de hombre proveedor/mujer mantenida. Me resulta anacrónica e inaceptable. De repente me sentí muy intransigente al respecto. Pensé que sería porque no tengo hijos que cuidar. Seguí dándoles vueltas y, además de indagar en las razones de mi rechazo, he visto que mi postura reproduce prejuicios muy arraigados en nosotros, hombres y mujeres. A ver si me explico.

"No hago nada". Eso dicen muchas mujeres que permanecen en sus casas, ocupadas en los oficios domésticos o dirigiendo a las empleadas que los realizan. Esa expresión aparentemente tan inofensiva entraña una desvaloración del trabajo doméstico. En primer lugar hay que afirmar que es "trabajo". En segundo, que se trata de tareas imprescindibles para la reproducción de la sociedad: para que los maridos y los hijos y las hijas vayan al trabajo bañados y desayunados, para que haya cena que comer, para que la ropa esté limpia y lista para ser usada. Estos oficios son labores delegables en terceras personas (empleados de servicio doméstico), y caen en la categoría económica de trabajo doméstico no remunerado o trabajo reproductivo.

Históricamente, las sociedades han encargado a las mujeres de estas tareas. Para obligarlas a permanecer en casa, se han puesto a funcionar múltiples mecanismos culturales, haciéndolos parecer naturales para que la aceptación del rol doméstico femenino caiga por su propio peso. "La mujer debe cuidar a los hijos, porque ella es quien los amamanta". "El lugar de las mujeres es la cocina". "Es peligroso que una mujer sola ande en la calle". "Las mujeres son más limpias y ordenadas". Como ese tipo de trabajo lo hacen compañeras e hijas sin percibir ganancia, carece de valor monetario y, por ende, se construye socialmente como desvalorizado. Cuando se delega en una tercera persona, la remuneración es de las más bajas del mercado laboral, sin mencionar que carece de cobertura de seguridad social.

Ahora bien, en cuanto a mi intolerancia de la dupla proveedor/mantenida, lo que no me parece es que la mujer sea la destinada a permanecer en casa, haciendo mucho, poco o nada, mientras el hombre debe salir. Menos aún me parece que los espacios estén repartidos de antemano. Soy de las que creen, esquemáticamente quizás, que trabajar por una remuneración es liberador. O que todos, hombres y mujeres, deberíamos tener opción de salir a laborar o de hacer las tareas domésticas. De ahí paso a que ganar dinero, da poder: poder de elegir en el tiempo y en el espacio. Y conseguirse un marido turco, cree aquella tía, le daría eso.

miércoles, marzo 04, 2009

Elecciones. El peor mes de febrero

Miguel Huezo Mixco

Veo en la televisión a Barak Obama descendiendo por la escalerilla del avión presidencial, en el aeropuerto de Denver, y me digo que hay cosas que puede tomar mucho tiempo para cambiar pero que al final terminan cambiando. La fuerza de los hechos termina imponiéndose, aunque a veces se paguen altos costos.

Hace solo unos pocos días, el presidente Obama dijo –palabras más, palabras menos-- que si de alguien hay que salvar al libre mercado es de sí mismo. Hasta hace poco esa frase hubiera sonado como una herejía.

“Salvar al libre mercado de sí mismo” no será tan fácil. Algunos no podrán abandonar la idea de que el progreso de las naciones se sustenta en el enriquecimiento desmedido de sus élites, y de que el mercado se regula y se salva por sí mismo.

Para la gente en Estados Unidos los hechos no dejan lugar a dudas. El recién pasado mes de febrero fue el peor mes de febrero --que ha seguido al peor mes de enero-- de toda la historia de Wall Street. Hasta los menos pesimistas coinciden en decir que la economía norteamericana “tocará fondo” a partir de mediados de este año, en julio, con una secuela de graves problemas para la economía familiar de millones de personas, incluyendo a los salvadoreños.

Hay cosas que cambian con el tiempo. Otras cambian de manera paradójica. Después de las primeras y desesperadas operaciones de rescate al sistema financiero que emprendió el gobierno de Estados Unidos, Nouriel Roubini, el célebre profesor de la Universidad de Nueva York, dijo con un poco de burla que Bush había transformado “a los Estados Unidos de América en la Unión de Repúblicas Socialistas de América”. La crisis financiera y la forma en la que los gobiernos de Estados Unidos y Europa están intentando contenerla han vuelto muy difusa la línea ideológica entre derecha e izquierda en términos económicos.

En este contexto, las elecciones presidenciales salvadoreñas se parecen a un gran delirio colectivo. Las “soluciones” que ofrecen los políticos no parecen salidas de una mesa de expertos sino de un gabinete de creativos publicitarios. El negocio consiste en vender ilusiones y en destilar veneno contra sus adversarios políticos.

En medio de toda esa exacerbación de las identidades políticas, la crítica pública, honesta, auténtica, no partidaria, ha sido la gran ausente de esta jornada. Pocos, muy pocos, están demandando que El Salvador mire de frente la realidad que tenemos enfrente. Es lamentable decir que, como país, no podremos cambiar esa realidad con el tipo de políticos que dominan la escena salvadoreña.

Siempre que le cerramos las puertas a la realidad, esta suele entrar por el tejado. Cuando eso ocurra, el país necesitará del concurso de todos los salvadoreños: blancos, azules, rojos, verdes o amarillos. Todo ese carnaval de agresiones e insultos que hemos venido presenciando en la campaña, que incluye graves ofensas al honor y a la vida privada de las personas, puede volver más difícil el encuentro de soluciones consensuadas, y volverá más difícil el trabajo no solo para quien gane la presidencia del país sino también para el país entero. Pero, hoy por hoy, dentro de la burbuja infecta de la política, eso no importa.

¿Hasta cuándo seguiremos renovando esa extraña capacidad de reinventarnos como una comunidad imposible? Pasado el peor mes de febrero, parece que nos espera un todavía peor mes de marzo.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 5 marzo 2009)

Intérpretes, no me malinterpreten

María Tenorio

Intérpretes. No me refiero con esta palabra a José José, cantando una de Manuel Alejandro, o a Fugga, interpretando una de Soda Stereo. Me refiero, más bien, al arte y a la técnica de la traducción simultánea. ¡Pobre experiencia he tenido con esta en los últimos días!

Quizás usted también la ha sufrido. ¿Vio la entrega de los Óscar de la Academia por el canal 6 en el territorio salvadoreño? A esta frustración se unió la de una conferencia en vivo, sobre el sempiterno tema del amor en un auditorio de esta capital. En ambas ocasiones me sentí muy decepcionada en mi calidad de audiencia y de consumidora. Sirva este texto para llamar la atención sobre la necesidad de mejorar los servicios de interpretación en este país.

La traducción simultánea es una profesión. Aquí --y estoy segura de que en otras latitudes también-- no se ha visto así: ha bastado con que una persona sea bilingüe para crea que puede desempeñar la función de intérprete en un acto público. Error. Transitar de una lengua a otra con fluidez es apenas una condición básica para ejercer el oficio. El bilingüismo por sí solo no ofrece los rudimentos técnicos necesarios para traducir simultáneamente a una lengua lo que alguien está diciendo en otra lengua distinta. En otras palabras, hay que estudiar para eso. Mi amiga Rut, no puedo evitar recordarla en este momento de mi escritura, obtuvo una maestría en traducción e interpretación... en España, debo agregar.

Hasta dónde sé, en este país no hay escuelas o cursos en traducción simultánea. Tampoco intérpretes profesionales. Ahora bien, esto no obsta para pedirles un tanto de sentido común a quienes traducen en actos públicos en El Salvador. En mi calidad de público, solicito a los intérpretes que, por una parte, traduzcan todo lo que se dice en la lengua original y, por otra, se limiten a traducir precisamente eso. Voy a los Óscares: cuando un actor o una actriz sube al escenario a recibir un premio, que los intérpretes traduzcan lo que se dice sin comentar sobre el vestuario, las emociones, la forma de caminar o las relaciones de parentesco con algún famoso.

En suma, no me malinterpreten. Estudiar, prepararse, adquirir la técnica caería muy bien para mejorar la calidad del trabajo de traducción simultánea, central para la correcta recepción de los mensjes y el disfrute de los eventos que nos llegan en vivo o a través de la pantalla. Les aseguro que la charla sobre el amor o la entrega de los premios de la Academia habrían sido experiencias mucho más ricas, fluidas y agradables si hubiesen contado con buenos servicios de interpretación.