viernes, diciembre 26, 2008

Roque Dalton comienza a aburrir. (Cinco tesis sobre la imagen pública del poeta)

Miguel Huezo Mixco

Esto va a sonar como una herejía. Cuando me puse a pensar qué decir en ocasión del lanzamiento del tercer volumen de la Poesía Completa de Roque Dalton por parte de la DPI, debo confesarles que mi primera reacción fue sentir que Dalton ha comenzado a aburrirme un poco. Es probable que ustedes no compartan mi posición, pero al menos van a respetar mi punto de vista. A continuación amplio de manera muy breve mi perspectiva a partir de cinco tesis sobre la imagen pública del poeta en nuestros días.

Primera tesis: Dalton se ha convertido desde hace un buen tiempo en un clásico, y los clásicos están condenados a volverse aburridos. No quiero decir que su obra o su pensamiento se haya agotado y no tengan nada nuevo que aportar al entretenimiento o al conocimiento de eso que llamamos “el alma humana”. Pero los clásicos están recubiertos por una pátina que les otorga un carácter distante. Dalton ha ingresado, por su obra y por su tragedia, en el panteón de los grandes escritores salvadoreños de todos los tiempos, y eso, tenemos que decirlo, comienza a convertirlo en una especie de antigüedad.

Segunda tesis: Dalton goza, sin embargo, de muy buena salud en el estado de ánimo nacional. Dalton consiguió recoger extraordinarias representaciones de “lo salvadoreño”, como en el mil veces citado “Poema de amor”, donde considera a sus compatriotas –nosotros-- como muy trabajadores y creativos, además de ser muy pendencieros (dispuestos a sacar primero el cuchillo). Este tipo de representaciones lo convierten en un autor y una referencia imprescindible de una cierta idea de la “salvadoreñidad”. Su personalidad misma encarnó rasgos muy “salvadoreños”, y muy “masculinos”: irreverente, mujeriego y borracho. Características que nunca consiguieron opacar, sino más bien resaltaron, sus innegables talentos artísticos.

Tercera tesis: Dalton es uno de nuestros principales productos nostálgicos y un verdadero éxito comercial. La nostalgia se ha convertido en las últimas décadas en un producto muy rentable para la economía salvadoreña. El loroco, el achiote, la horchata, ya no digamos las pupusas, las fotos del monumento al Salvador del mundo y la bandera nacional, han cobrado un nuevo brío debido a que veinte de cada cien salvadoreños viven en el extranjero. Las necesidades de esa población (entre millón y medio y dos millones de personas) de constituirse en una comunidad diferenciada respecto de otras identidades (mexicanos, dominicanos, colombianos, etc.) presentes en los enclaves latinos en Estados Unidos, han hecho a los salvadoreños abrazarse a la nostalgia con fuerza inusitada. En el terreno editorial Dalton es nuestro principal producto nostálgico.

Cuarta tesis: El “establishment” le está pasando una alta factura a la rebeldía de Dalton. Dalton decía que su patria, El Salvador, era como un “mamá que para los pelos”. Esa madre horrible, agresiva, coscorroneadora, parece haber acogido finalmente a su hijo pródigo. Y lo está apretando contra sus grandes chiches, así como una madre entre abnegada y resignada aprieta a un cipote travieso, ese cipote que Dalton siempre quiso ser. Los que vivimos la prohibición y el peligro que entrañaba tener un libro de Dalton (y, en general, la sola tenencia de casi cualquier libro), no dejamos de sorprendernos cuando lo miramos convertido en uno de los productos mas apetecidos en las librerías y uno de los nombres obligados en los programas de estudio de los escolares. Estos hechos prueban que una parte importante de la cultura salvadoreño ha cambiado, y mucho. Esa nueva cultura lo ha acogido, pero su “venganza” consiste en imponerle esa aureola, algo vacua, destinada a los forjadores de identidad, que rápidamente asociamos con la imagen de “viejitos aburridos” y anacrónicos.

Quinta tesis: todo lo dicho parece un resultado inevitable del paso del tiempo. Parece irremediable que Dalton llegue a convertirse en lo más cercano a una estatua. Confieso que yo mismo me siento un poco --pero solo un poco-- responsable de ello, pues entre otras cosas ayudé a darle forma al proyecto de publicación de sus poesías completas, patrocinado por la instancia editorial oficial. Ese proyecto culmina ahora con el lanzamiento del tercer tomo de sus poesía completas, tituladas, casi como una dulce ironía… “No pronuncies mi nombre”.

Me siento invadido por un doble sentimiento. Por un lado, un alejamiento respetuoso respecto de Dalton. Por otro --y quisiera que esto quedara también muy claro-- de orgullo por haber sido testigo y parte de ese proceso que lo sacó de las catacumbas. Dalton seguramente va a comenzar a ser visto cada vez más como un 'viejo aburrido'. Pero el hecho mismo de que ya comience a aburrirnos, de que se vuelva demasiado habitual, excesivamente nombrado y unánimemente respetado, es prueba de que su obra --y no solo su obra, sino también su testimonio personal-- empujaron un cambio importante en la cultura salvadoreña del último siglo. Por una de esas paradojas de la vida, Dalton nos ha obligado a todos a ser un poco más tolerantes.


Imagen: Roque Dalton

Todos moriremos, no solo los cobayas

María Tenorio

Ocurrió esta mañana. O, más probablemente, en la madrugada. RR me llamó por teléfono a las 10 para comunicármelo. Su natural inexpresividad cedió ante la ingrata sorpresa de encontrar al pequeño roedor, blanco y tierno, decapitado en el jardín de mis padres. "Lo hallé cuando iba a darles de comer a los cobayas", me dijo. "El otro está muy asustado y se ve triste". Sin duda ha sido una pérdida para el sobreviviente que, nunca sabremos, pudo haber sido testigo del crimen cometido entre las sombras de la noche.

Desde el otro lado del teléfono, sin nunca ver el cádaver de la pequeña mascota, especulé sobre el asesino. Mi imaginario sobre animales domésticos me sugería que se trataría de un gato. "Lo extraño es que no había una gota de sangre", comentó RR, el guardián de la casa de mis padres. "Ha tenido que ser un animal grande... quizás alguna culebra", sentenció desautorizando mi inclinación felina. El chupacabras, dijo Miguel horas más tarde cuando le revelé el cobayicidio. "Por eso de que no hubo sangre."

Lo cierto es que un ser vivo atacó y mató al pequeño animal, blanco y tierno, en el lugar mismo donde mis sobrinitos se solazaban jugando con él y su otro compañero cobaya. Los niños no se han enterado, están fuera del país. Seguramente cuando vuelvan, mi madre --que tampoco lo sabe porque también está fuera-- habrá adquirido en alguna tienda de mascotas a otro pequeño, blanco y tierno cobaya o cuy o conejillo de indias, que cualquiera de esos nombres recibe la especie en cuestión. Mi madre, creo yo, lo haría para evitar que los niños sintieran tristeza por la pérdida de su mascota. Querría sustituir al extinto con otro animalillo de características similares: pequeño, blanco, tierno, con una manchita oscura en su ojo izquierdo.

Yo pensaría que es conveniente enfrentar a los niños con el hecho ineluctable de la muerte. Todos moriremos, no solo los cobayas. ¿Por qué no aprovechar esta oportunidad para hablar sobre evento tan natural en la vida? Imagino que, si mis sobrinitos reconocieran al cobaya impostor, se les diría que su verdadera mascota está en el cielo, tocando un arpa para cobayas en compañía de ángeles-cobayas, disfrutando de la paz y la calma eternas que todos los buenos cobayas merecen. Muchos adultos usan la metáfora del "cielo" para disfrazarles a los pequeños la realidad de la muerte, edulcorarles el sentimiento de pérdida y ayudarles a sobrellevar el duelo. Pero, bien mirado, el cielo es una nada sencilla abstracción que los niños aceptan de manera condescendiente, para no ver a sus padres en aprietos.

Es preciso, en este momento y con estas imaginaciones, hacer un mea culpa. "¿Qué hará con el cobaya muerto?", le pregunté a RR esta mañana, a las 10 pasaditas, luego de haber recibido la triste noticia. Me acuso de no haber evitado que su cuerpecito sin cabeza fuera depositado por RR en la basura para realizar su viaje fúnebre en un tren de aseo de la comuna capitalina. No hice nada por dar sepultura al occiso. Su cadavercito se convirtió en desecho sólido y orgánico, como una cáscara de guineo o la osamenta del chompipe navideño. El tierno, blanco y pequeño conejillo de indias, cuyo nombre no recuerdo, ha terminado en una vil bolsa de plástico negro, y no hay lugar en esta tierra para recordarlo con una crucecita y derramar alguna lágrima.

La ciudad es un lugar peligroso. No solo para los humanos.

sábado, diciembre 13, 2008

El texto vetado

Reproducimos el texto escrito por Sergio Ramírez, que prologaría la publicación de una antología de los poemas del nicaragüense Carlos Martínez Rivas, a cargo del diario El País, de España. Ni la obra ni el prólogo serán publicados como resultado del veto del Instituto Nicaragüense de Cultura contra el texto de Ramírez. La acción, en palabras del propio Sergio, "es un acto absurdo de represalia" por su papel crítico hacia las arbitrariedades del gobierno de Daniel Ortega. Ramírez ha recibido expresiones de apoyo de artistas, intelectuales y libre pensadores de todo el mundo, a las cuales se une nuestro blog.

Horno al rojo vivo

Sergio Ramírez

A la hora del desayuno de mis tiempos oficiales en el gobierno de la revolución ya estaba allí el correo de Carlos Martínez Rivas como si una mano invisible lo hubiera dejado sobre la mesa: un sobre de manila que había tenido antes otro uso, rotulado con su letra escolástica, firmes y elásticos arabescos de tiempos de empatador y tintero que enlazaban con sus rúbricas, como virutas, unas palabras con otras. Caligrafía de alumno díscolo del Colegio Centroamérica de Granada junto al Gran Lago de Nicaragua, mimado de los jesuitas, sobre todo del poeta navarro Ángel Martínez Baigorri, su mejor maestro, y mimado de las musas. Dóctor, se dirigí a mí en el sobre, o Doktor. Él era the poet, nada más el poeta.

Ya estaban allí también los informes oficiales, los recados tempraneros, los partes y las tiras de telex que ya no existen más, pero la avidez me llevaba de primero a rasgar el sobre de Carlos para encontrar, sino era otra vez su testamento ológrafo, porque varias veces fui su heredero universal honorífico y legatario otras tantas veces de su biblioteca, disposición esta última que llegó a anular bajo el temor, sic, de que “la convertiría en una biblioteca popular”, sus poemas aún envueltos en el dorado calor del horno: madeleines para mojar en la taza de te de tilo a la hora del asma en Combray, croissantes para comer de pie junto a la barra en los desayunaderos de piso cubierto de aserrín de la rue Monsieur-le-Prince, muy al alba aguardentosa, hora de la alta resaca, mareo nostrum, los tiempos aquellos en que Octavio Paz lo recuerda aparecer entre los amigos de la inquerida bohemia con una guitarra y una botella llena de ron.

Su casa de Managua en el barrio de Altamira, uno de esos colmenares construidos después del terremoto, era como una panadería. Aunque alguien dijera por allí, quizás nosotros dos mismos conversando en eterna risa que ya traíamos muertos de risa desde los años ejemplares que compartimos en la década de los setenta en Costa Rica, que él llamaba con risa Costa Risa, encerrados en mi oficina burocrática de San Pedro de Montes de Oca, o en su celda monacal del falso Hotel Sheraton de la Avenida Central de San José, nombre ampuloso para un albergue de media mala muerte que sus propietarios chinos habían inscrito en el registro de marcas y no había trasnacional del mundo que pudiera quitarles, o como una ocurrencia más de aquellas de las tertulias de anochecer discutiendo literatura con José Coronel Urtecho a la luz de lámparas tubulares en el corredor con barandas de la hacienda Las Brisas que daba al Río Medio Queso anegándose en tinieblas, aunque alguien dijera, digo, cualquiera de nosotros dos, que más que una panadería se trataba más bien de una cueva, la cueva de Altamira con sus bisontes en la pared y el minotauro hidrópico que era él mismo paseándose en pelota entre esos muebles que no eran de hogar, sino de oficina de impuestos porque casa y muebles se los había proveído el gobierno, para qué más servía una revolución sino para amparar a un poeta, acaso sobre su desnudez una robe de chambre amarilla como una capa pluvial esponjándose en el aire tibio de la mañana. Y el espejo y la navaja de afeitar cruzados sobre la bacía llena de espuma de jabón. Cueva, o torre.


Siga leyendo en: http://www.elnuevodiario.com.ni/especiales/34548

Foto: Carlos Martínez Rivas, archivo El Nuevo Diario, Managua.

miércoles, diciembre 10, 2008

¿Por qué somos consumistas?


Miguel Huezo Mixco

Hace unos días, mientras me encontraba en el extranjero en una encerrona de trabajo, mi hija mayor Mariana me dejó una “llamada perdida”. Le respondí con un mensaje de texto recordándole que no me encontraba en el país. Mariana me respondió con otro mensaje: "tengo apendicitis". Mi alarma fue enorme y comencé a idear la manera de regresar de inmediato a San Salvador. Intercambiando mensajes con mi hija (uno camino al hospital, otro en la sala de espera, uno más después de sus exámenes), seguí con detalle la evolución de su malestar y supe casi de inmediato, esa misma tarde, que el médico había descartado la apendicitis.

Momentos como ese me hacen sentir muy afortunado de tener un teléfono móvil. Se ha vuelto consustancial a mi vida. No soy la excepción. En 1997 en El Salvador operaban unos 20 mil celulares. En 2006 pasaron a ser más de 6 millones. El celular se ha expandido con la velocidad de una epidemia y suele ser citado como el mejor ejemplo de que nos hemos convertido en una “sociedad consumista”. Aparte de ser útil para responder a una emergencia y mantener vivos los lazos afectivos, el teléfono está moldeando nuestra vida social.

¿Por qué la austera sociedad salvadoreña, recién emergida de una dolorosa guerra civil, adoptó tan fácilmente el consumismo? En parte, porque no tuvimos otro camino. Las decisiones macroeconómicas emprendidas a principios de los años 90 necesitaban consumidores para impulsar las ruedas de la economía. Sus promotores tuvieron un enorme éxito: El Salvador es ahora el séptimo país con el consumo privado (como porcentaje del PIB) más alto en el mundo, y según el Banco Central de Reserva el año pasado el consumo agregado del país fue equivalente al 106% del PIB.

Empujados por aquellas políticas económicas, en pocos años dejamos de ser un sociedad de productores para convertirnos en una de consumidores. El orgullo de "consumir lo nuestro", promovido entre 1960 y finales de los 80, estuvo sostenido por una racionalidad económica que ayudaba a fijar las identidades en bienes exclusivos de una comunidad nacional. La economía "abierta" de los años 90 nos hizo entrar en una nueva racionalidad y en una nueva cultura. Una emblemática empresa salvadoreña que se dedicó por décadas a la producción y venta de zapatos, ahora prefiere traerlos, más baratos, desde China. La ancestral cultura del maíz también se modificó de forma drástica: el consumo de pan fabricado con trigo importado supera el gasto nacional en el consumo de derivados del maíz. Pese a que nunca antes hubo en El Salvador tanto dinero como ahora --en parte gracias a las remesas-- las tasas de ahorro de nuestros días se encuentran al nivel de hace tres décadas. Si el país quiere cambiar esas prácticas deberá apelar a algo más que a reproches moralistas y campañas de publicidad: tendrá que darle un nuevo rumbo a la política económica.

Todos experimentamos cierto malestar con el tipo de sociedad que somos. Sin embargo, como sostiene el sociólogo Z. Bauman, consumir se ha convertido en un camino para que los excluidos de ayer comiencen a sentirse socialmente incluidos. Aunque se le considera como el lugar de lo superfluo y un epítome de los pecados capitales (gula, pereza, soberbia, etc.), el consumo está moldeando nuestras identidades sociales y culturales. Lo que uno posee o es capaz de llegar a tener se ha vuelto una parte fundamental en la construcción de la nueva identidad salvadoreña.

(Foto "1000 mobiles" de Gaetan Lee, tomada de Flickr, bajo licencia de Creative Commons.)

La indeseable materialidad de las fotos


María Tenorio

"No es lo mismo que tenerlas en papel", dice el eslogan que nos invita a imprimir las fotografías digitales. Yo me resisto. No quiero más fotos impresas, ni hacer álbumes como libros. No quiero dedicar más cajas de zapatos ni otro baúl chapín a las imágenes que me sirven para recordar. Ahora soy una fotógrafa digital que cada día descubre más locuritas que hacer con sus fotos dentro del fascinante espacio de la computadora.

Hace unos ocho años, ante un evento familiar o algún viaje, me preparaba con rollos de 24 o 36 exposiciones. Los colocaba en el compartimiento de la cámara apenas con la punta enrollada para sacar dos o tres fotos más de las especificadas por el fabricante. Antes de disparar la cámara, me aseguraba de que el objeto estuviese en la posición deseada y con su mejor apariencia. Una mala toma era una fotografía que habría que romper y tirar al cesto de la basura. Y confieso que eso me dolía.

En mis años de cámara analógica, llevaba los rollos a alguna tienda fotográfica donde revelarían los negativos e imprimirían las fotos en papel brillante de 4X6 pulgadas. Un día después recogería un sobre de papel que abriría dentro de la tienda para ver su contenido camino al parqueo. Era emocionante escanear rápidamente cómo habían salido las fotos. Ya en casa, pondría la mayoría de ellas en algún álbum y a mano escribiría viñetas para identificar la ocasión, el lugar, la fecha, los personajes. Luego las enseñaría a las visitas.

Cuando me compré la primera cámara digital --una Olympus súper sencilla, pues no soy fotógrafa profesional-- comencé a usarla más o menos como la analógica. Sacaba fotos, con la inédita emoción de ver cada imagen en el segundo mismo en que la captaba; las bajaba en la computadora, borraba las malas, escogía las mejores y, en un CD, las llevaba a imprimir; entonces venían el álbum, las viñetitas, las visitas.


Letrero en el cementerio de Izalco


La cámara digital me ha permitido fotografiar escenas y objetos que jamás se me hubiese ocurrido con la analógica. Una abeja en pleno vuelo sobre una flor en el jardín de unos queridos amigos columbianos, desechos tirados por el mar sobre la playa El Tunco, una vela ardiendo o un letrero pintado a la entrada del cementerio de Izalco. Los disparos de la cámara se han multiplicado por decenas y hasta por cientos gracias a la capacidad de las tarjetas de memoria. Hoy la dificultad consiste en manejar el exceso de fotos, no ya en medirse para que todas salgan bien.

Un amigo a quien desde hace meses solo veo en fotos me pasó por correo electrónico un programa gratuito que todavía hoy me parece maravilloso: el Picasa. Además de organizar todas las fotos cargadas en mi computadora, el programa permite recortarlas, intensificar los colores, convertirlas a blanco y negro, darles otras texturas. Como soy usuaria de Google, desde Picasa cuelgo álbumes fotográficos, a los que puedo añadir viñetas y títulos, para que los vea todo el mundo en mi galería pública o solo un grupo de amigos. Recientemente abrí una cuenta en Flickr, un servicio que permite editar y colgar fotografías sin necesidad de bajar ningún software en la computadora.

Hoy día hago fotos con mi celular o con la cámara digital. Luego las descargo en la computadora y juego con ellas. Algunas las comparto con familiares y amigos. Otras van a Talpajocote. La mayoría están albergadas en el disco duro o en algún CD. Apenas he imprimido unas poquitas fotos en los últimos años para colocarlas en marcos. En definitiva, no es lo mismo. Mi relación con la fotografía digital es completamente distinta a la que tenía con las fotos de mi cámara analógica, las que precisaban de un cuarto oscuro para salir a la luz. Hoy día me siento más dueña de mis fotos. Y disfruto su inmaterialidad. Yo no quiero tenerlas en papel.