miércoles, mayo 27, 2009

Los idiotas


Miguel Huezo Mixco

Miré hace unos días en casa “Los idiotas” (1998), la película del danés Lars von Trier. Cuando terminé de verla concluí que el mundo es irremediablemente idiota... Intentaré explicarme.


“Los idiotas” cuenta la historia de una comuna cuyos integrantes tienen la utopía de construir un hogar donde puedan darle rienda suelta al “idiota que llevan dentro”. Fingen ser deficientes mentales y así se comportan dentro de la casa, en su vida íntima, en restaurantes y en paseos.


Babean la comida de sus vecinos de mesa, los varones entran a los baños de mujeres mostrando "sus vergüenzas" y las mujeres se desnudan en público untándose crema batida en los senos. Su fin es sacar de onda a la gente “normal”, que los mira con una mezcla de pánico y compasión. Pero, como en la vida, todo tiene sus límites (incluso la idiotez), aquel grupo terminará disgregándose.




La película parece un documental de bajo costo. En realidad, la cinematografía es resultado del canon creativo "Dogma 95", adoptado por von Trier, una suerte de “voto de castidad” que rechaza las escenografías armadas en estudios, y obliga al uso estricto de la cámara de mano (no trípodes, no grúas, no rieles) y la grabación con sonido directo, sin musicalizaciones ni luces especiales (Wikipedia dixit).




Von Trier no es completamente desconocido en El Salvador. Algunos de los lectores estarán familiarizados con su película “Dogville” (2003), que se exhibió en cines del país hace unos años. Esta película se desarrolla sobre una escenografía extremadamente simple: no hay paredes, ni paisajes, solo el croquis del pueblo y las casas pintado en el suelo, incluyendo la silueta de un perro echado. Dogville –-tal es el nombre del lugar-- es un sitio miserable. Pero lo que allí le ocurre a Grace Mulligan (interpretada por Nicole Kidman) resulta ser una historia muy inquietante.




“Los idiotas” no tiene el ambiente asfixiante de “Dogville”. Aquí, la provocación continua, con escenas de asco y un poco de escándalo, sazonado con desnudos y unos granitos de sexo grupal, la vuelven una película que lleva de la risa hilarante a la estupefacción.


Poco a poco, las distancias entre los idiotas y los no-idiotas se van borrando. Exhibicionismo, crueldad, arrogancia, superficialidad, frustración, soledad... ¡Que bien imitan los idiotas a los cuerdos! El personaje que se sube a una tarima y es cargado en hombros –para luego caer estrepitosamente en medio de risas-- poco se diferencia del líder político, del fervoroso ministro religioso o el rutilante rockstar. El poder, no hay duda, es una de las cosas que más contribuyen a sacar el idiota que llevamos dentro.




Como se mira en alguna secuencia, el personaje que maneja enloquecido en reversa a punto de tumbar paredes, no es muy distinto del que hace roncar el escape de su carro viejo cuando pasa frente a un grupo de señoritas. La que quiere tener sexo como loca, la adicta a las pastillas que se vuelve loca por llorar, o el pobre hombre que parece locamente enamorado, resultan demasiado familiares.


Ahora mismo, mientras escribo, escucho los gritos frenéticos que profieren mis vecinos mientras hablan de fútbol... Una escena que merecería ser filmada en el mejor estilo de Dogma 95. No hay más remedio que pensar que los verdaderos cuerdos son los idiotas. O, mejor, que son los cuerdos los idiotas.



(Publicado en La Prensa Gráfica, 28 de mayo de 2009)

miércoles, mayo 13, 2009

Con los indígenas en Otavalo

Miguel Huezo Mixco

El pasado 3 de mayo asistí por casualidad a la celebración de la victoria electoral del alcalde indígena Mario Conejo, en el cantón Otavalo, al pie de los Andes ecuatorianos. Unas 200 personas, incluyendo al propio alcalde, bailaban y bebían ron a la luz de los faroles del alumbrado público. El licor circulaba de mano en mano en pequeños vasitos plásticos y todos abrazaban efusivamente a propios y extraños. Allá, la influenza H1N1 era solo un peligro lejano. La verdad es que el traguito cayó bien para el frío de la noche, y la bailadita ayudó a desentumecer los huesos.

Heredero de una cultura milenaria, anterior a la de los Incas, mundialmente famoso por su espectacular paisaje y sus creaciones artesanales, Otavalo es ahora un gran laboratorio de transformaciones sociales y culturales. Está muy lejos de ser la típica estampa postal del plácido pueblecito al pie de los picos nevados.

Mi primera impresión fue un poco confusa. Lo confieso: esperaba encontrame una versión andina de Antigua Guatemala. Al bajarnos del autobús fuimos recibidos por la música estridente que salía de los automóviles conducidos por jóvenes indígenas. En lugar de la esperada arquitectura colonial encontramos numerosos pequeños palacios de cemento con puertas de hierro. Muchas de las residencias o almacenes en la zona comercial tienen grandes ventanas de vidrios azules, parecidas a las casas de los migrantes exitosos de numerosos poblados del oriente de El Salvador.

Allá se está produciendo una mezcla cultural insólita. En la Plaza de los Ponchos uno se encuentra con tapices y textiles, máscaras, pulseras y trajes de gran belleza y colorido. Existen no pocos almacenes destinados a la venta de los vestidos típicos de la mujer otavaleña, al lado de butiques donde se venden cosméticos y ropa "occidental". No todo lo que se mira en las ventas es hecho en Otavalo y sus alrededores. En las tiendas se encuentran también artesanías bolivianas y guatemaltecas, y hasta juguetes chinos.

Para el alcalde Conejo, la cultura otavaleña tuvo un cambio drástico en 1996 cuando los kichwas presentaron por primera vez a una candidata a reina de belleza. En ese momento, muchos reaccionaron con espanto. Las cosas han ido cambiando. Ahora, la mayor parte del casco urbano, incluyendo casas, hoteles y establecimientos comerciales, es propiedad de indígenas. Y estos contrataron mano de obra mestiza para construir sus casonas.

En una entrevista publicada en www.otavalo.com, Conejo explica que todo esto es un fenómeno que sacude a una sociedad “que todavía no alcanza a entender esta desgracia de que los indios comienzan a vivir al lado mío”. Descendiente de una familia de artesanos y comerciantes, Conejo participó en su juventud en las luchas revolucionarias por la tierra. Estudió sociología y está casado con una mestiza. Para Conejo lo que está pasando en Otavalo ha roto los “esque­mas del indio tonto, el indio bruto, el indio ignorante, el indio incapaz, el indio ladrón”, fortaleciendo la autoestima y la identidad indígena.

No todos lo miran así. Un funcionario del Ministerio de Cultura ecuatoriano, indígena y con preparación universitaria, nos habló de su estupor cuando descubrió que su hijo puso a un lado la zampoña que aprendió a tocar en la escuela y se hizo fan de los Jonas Brothers. Los quichuas, sin renunciar a sus arraigadas tradiciones, se han convertido en un punto de encuentro de las hibridaciones del siglo XXI. Esta breve visita al mundo ancestral de Otavalo resultó ser un inesperado viaje al mundo del futuro.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 14 de mayo de 2009)

Imagen: colección de Oswaldo Guayasamín, La capilla del Hombre, Quito.

Quito, no te quites


María Tenorio

Chateaba con mi amiga Elena hacia el final de la tarde de un sábado que la vida nos había llevado a Quito, capital de Ecuador, y al mismo tiempo buscaba, en la web, lugares qué visitar en esa ciudad... No se me habría ocurrido que el centro histórico era una opción para una noche... pero encontré en Flickr unas fotos de cúpulas, iglesias y plazas iluminadas que eran toda una tentación. Se las mostré a Miguel y, hacia las 7:30 de la noche nos dirigimos en taxi hacia la Plaza Grande.

El taxista nos advirtió que el centro era peligroso, que no nos alejáramos mucho de las plazas Grande y de San Francisco, que no nos quedáramos muy noche. En fin, trataba de meternos miedo a nosotros que somos expertos en esquivarlo para poder vivir a gusto en una ciudad tan "amigable" y "segura" como San Salvador. Descendimos del taxi en pleno parque central, a un ladito de Carondelet --la casa de gobierno-- donde nos sorprendió ver apenas un par de policías y ningún cordón de seguridad que mantuviera alejados a los caminantes.

Cámara y trípode en mano comenzamos a hacer fotos de calles y edificios. La iluminación del centro histórico ha sido hecha con criterio estético. El espectáculo nocturno es para no perdérselo. Aunque los quiteños advierten que no es seguro recorrer esas calles a la luz de la luna, nosotros nos sentimos de lo más tranquilos. Ahí había gente vestida de fiesta que se dirigía a una boda dejando sus 4X4 en las callecitas aledañas, turistas armados con cámaras fotográficas y ciudadanos de a pie.

En aquel ambiente tan disfrutable, nos metimos en Papaya.net --un ciber bar y café decorado en colores tierra con lucecitas de velas-- para tomarnos un par de cervezas y picar algo. Luego de la primera bebida hicimos nuestras respectivas visitas al baño y, oh sorpesa, nos dimos cuenta de que estábamos en el centro comercial del Palacio Arzobispal. Un edificio colonial, con patio central, habilitado con heladerías, fondas, ventas de artesanías, boutiques y cafeterías de comida rápida.

Cuando tomamos el taxi de regreso, a eso de las 10 de la noche, nos hicimos la promesa de volver al día siguiente para entrar en las iglesias y los edificios públicos, y verle la cara diurna al centro histórico. Es también lindo y muy concurrido con luz de día. Lleno de gente que va a misa, de compras o a ver las exposiciones del Centro Cultural Metropolitano. Además, como era domingo, estaba habilitado el Ciclopaseo, el cierre de las calles para poder pasear sobre ruedas. Frente a la Catedral se agolpaba una multitud viendo un espectáculo, mientras vendedoras ambulantes ofrecían chocobananos a diez centavos de dólar (Ecuador está dolarizado, como nosotros).

Nos contaban que el centro histórico de Quito --bastante mayor que el nuestro, con edificios que datan desde tiempos coloniales-- llegó a estar invadido por ventas informales, quizás como el nuestro. Pero hubo un alcalde, dicen, que construyó mega centros comerciales para reubicar a los vendedores. Tuvimos la oportunidad de ver esos centros en El Tejar. Son grandes complejos, bastante cuidados y con mucha actividad, tan solo a unos pasos del casco histórico de la ciudad.

Desconozco el proceso de "recuperación" del centro quiteño, pero doy fe de los resultados. Los dos breves paseos que dimos por sus calles y edificios nos dejaron con muchísimas ganas de volver.
Vitral de la heladería Caribe en el Centro Histórico de Quito, Ecuador
(Para ampliarla haga clic en la imagen)