miércoles, febrero 16, 2011

Los pasos del cielo

Leandro Arellano es un ser curioso. Pertenece a esa especie de personas capaces de descubrir y recubrir con emociones los eventos de la vida cotidiana. No hay nada que parezca escaparse de su mirada ávida. Viajero infatigable, apasionado por la literatura, el arte, la música, el cine, el teatro y la gastronomía, Leandro posee, además, el don de la escritura. Sus libros “Guerra privada” (2007) y “Los pasos del cielo” (2008) lo muestran como un hombre de letras hecho y derecho.

Desde julio de 2009 es el embajador de México en El Salvador. Además de sus misiones en numerosos países del mundo, ha sido Representante permanente alterno ante la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (ONUDI), y Ministro para asuntos económicos en la Misión permanente de México ante la ONU. Con todo, Leandro Arellano es la contracara del funcionario internacional frívolo y ocioso.

Conocí a Leandro por intermedio de un amigo común, el maestro Hugo Gutiérrez Vega, poeta, dramaturgo, diplomático y director del conocido suplemento La Jornada Semanal, de Ciudad de México. “No te separes de Leandro”, me mandó decir. Y así ha sido. Desde su llegada al país hemos intercambiado libros y celebrado amenas conversaciones sobre literatura y la actualidad política.

Dice Gutiérrez Vega que “Leandro Arellano es uno de esos viajeros inteligentes e informados que se involucra con lo que sucede en los países donde vive y sabe las maneras justas de amar a una ciudad y un país, con la distancia exigida por sus tareas diplomáticas y la cercanía necesaria para cumplir su función de testigo y de escritor”. En efecto, Leandro conoce cada vez mejor a este país no solo desde la perspectiva política sino también desde sus artes y letras. Además, ha reinaugurado el Centro cultural de su embajada con actividades que han tenido excelente convocatoria.

Añadiré unas palabras sobre sus libros. “Los pasos del cielo”, su más reciente publicación, nos ofrece una serie de crónicas sobre su estancia en varios países de Europa y el Oriente. Su texto Drácula de sangre y hueso, mi favorito, es un ejercicio de erudición que nos interna en el mundo del más célebre de los vampiros. “Guerra privada” consta de trece relatos. El cuento que le presta nombre al volumen trata sobre las labores de un grupo de soldados de fortuna y revela, a través de una trama impecable, la brutalidad de la guerra.

Nuestro amigo acaba de pasar por una terrible experiencia personal. En las primeras horas de la mañana del sábado 5 de febrero, mientras se ejercitaba, fue arrollado en la calle El Mirador de la colonia Escalón por una camioneta Mercedes Benz conducida por un joven cuya identidad ha sido mantenida hasta ahora en total secreto.

Leandro fue llevado de emergencia, manando sangre del rostro, a un centro privado, e ingresado de inmediato a una unidad de cuidados intensivos donde permaneció por una semana. En el momento del accidente Leandro se encontraba preparando la visita del gobernador de Chiapas Juan Sabines Guerrero, quien pidió perdón público por las numerosas violaciones a los derechos humanos que sufren los migrantes salvadoreños que cruzan el territorio mexicano. Si de algo sirve ese gesto, sin duda que algo le debe al trabajo del embajador Arellano.

Leandro Arellano es un tipo fuerte y entusiasta que sabe bien que en la vida es necesario tirar los dados cada día. En esta ronda le tocó la parte más dura. Pero no hay duda de que saldrá exitoso de la prueba que ahora atraviesa.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 17 de febrero de 2011)

Por qué no leo a los clásicos

María Tenorio

Aunque los libros clásicos, como cualquier producción literaria, son dignos de ser estudiados, no son para mí una opción de lectura por placer. Así como evito el cine hollywodense que promueven los periódicos y la televisión, mi consumo de literatura huye también del mainstream culto y consagrado. De dónde me viene esa rebeldía exactamente no lo sé. Sin embargo, una palabra resulta clave para entender el meollo de mi rechazo: universalidad.

De los libros clásicos se dice que cuentan historias o dibujan imágenes que trascienden la época en que fueron producidos, y que hablan de conflictos y sentimientos humanos de carácter universal. Se subraya su innegable calidad de modelo literario de todos los tiempos. Así, son propuestos como fuente de sabiduría en la que siempre habrá agua fresca para beber. Ítalo Calvino, en su Por qué leer a los clásicos, afirma que “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. No pasan de moda, se dice de ellos.

Aunque lo dicho en el párrafo anterior fuera cierto, esos valores no están contenidos de forma intrínseca en las obras clásicas. Son características atribuidas desde fuera. Los clásicos han sido “construidos” como tales en el tiempo y en el espacio. Durante décadas y durante siglos una sucesión de editores los ha publicado; una cadena de críticos los ha alabado; escuelas de académicos los han estudiado; incontables maestros los han enseñado y muchos intelectuales han contribuido a divulgarlos. Todas esas operaciones, sin las cuales los clásicos no serían tales, han dado forma al canon de la literatura occidental (que se hace llamar “universal”).

La supuesta “universalidad” de los clásicos ha sido proclamada desde un punto del planeta que mira a todos los demás hacia abajo y que se abroga el derecho de decir cómo debe ser y hacerse literatura: cómo se debe contar historias, cómo se debe plantear conflictos, cómo deben ser los personajes y los narradores, etc. Los modelos que ofrecen los clásicos son, aunque muy ricos y variados, eurocéntricos y, en ese sentido, nos enseñan a vernos a nosotros mismos --tercermundistas-- desde una perspectiva ajena.

Estoy consciente de que la lectura y el conocimiento de los clásicos han sido transmitidos de generación en generación como un acervo que identifica y distingue a una cultura, una sociedad o un grupo determinado. Así, por ejemplo, los clásicos ingleses forman la matriz del canon literario de la Gran Bretaña y del mundo angloparlante. Sin Charles Dickens, el autor de Oliver Twist, la cultura inglesa no sería la misma. Piénsese también en España e Hispanoamérica sin el Quijote, o en Italia sin La divina comedia. Los libros clásicos forman parte de los símbolos en los que se reconoce una cultura. Son, además, esos textos que no hace falta leer para estar al tanto de qué tratan: el cine, las artes plásticas, la música, la tradición oral culta y los resúmenes, entre otros, nos familiarizan con sus personajes, anécdotas y autores.

Ahora bien, sin negar el valor simbólico e histórico de los libros clásicos, me resisto a pensar que me convenga leerlos o, más aun, que debería hacerlo para ser culta, para adquirir vocabulario o para tener temas de conversación. Si un clásico me reportara placer, sin dudar lo leería; sin embargo, su aura de obra maestra universal en vez de atraerme, me disuade. 

Ilustración: Las señoritas de Avignon, de Pablo Picasso
(Publicado en Contracultura)

miércoles, febrero 02, 2011

Visita a la casa de Farabundo

Miguel Huezo Mixco

“Ayer cumplió un año de muerto Agustín Farabundo Martí. Queremos dedicar a su memoria estas breves líneas; primero, porque fue nuestro amigo y varias veces estuvimos a solas conversando de las cosas del espíritu, cosas que han movido nuestras naves, cada una por su ruta”. Quien escribe estas palabras es Salarrué, aquel gigantón de ojos azules, pintor, poeta y narrador, amigo de los viajes astrales, y a quien nadie se atrevería a señalar como un hombre violento.

Como nada, se cumplieron 78 años del fusilamiento de Martí y de los estudiantes Alfonso Luna y Mario Zapata, ocurrido un día 1º. de febrero, en uno de los costados del Cementerio general de San Salvador. 78 años y en El Salvador la sola mención de su nombre todavía levanta polvo. No es algo que nos deba extrañar. Nuestro libro de historia se ha cosido a balazos, a menudo frente a un pelotón de fusileros. Si no, allí están para probarlo Francisco Morazán, Gerardo Barrios y Víctor Marín, el héroe del levantamiento de 1944 contra Martínez.

Más allá de las circunstancias específicas en que ocurrieron, y de las intrigas y decisiones políticas que las provocaron, aquellas muertes elevaron a sus víctimas a la categoría de héroes; héroes polémicos, como debe ser.

Al acercarse la efeméride, a sugerencia de un par de amigos, fui a conocer la casa de Martí. El viajero solo necesita tomar la carretera del litoral en el puerto de La Libertad y avanzar hacia occidente. Después del tercer túnel, al llegar a la playa La Perla, podrá leer el rótulo que indica, en dirección norte, el desvío a Teotepeque.

Se asciende por una calle en buen estado que serpentea entre colinas y árboles centenarios. Teotepeque está enclavado en medio de la cordillera del Bálsamo, a más de 500 metros sobre el nivel del mar. La casa de Martí está a un lado del parque principal. Imposible perderse. Es un caserón de madera ennegrecida por el tiempo. Además, al frente hay un busto de Martí. Algún vándalo (o adversario) le arrancó a golpes la mitad de la nariz, lo que le otorga un aire entre ridículo y sufriente. Eso, y nada más. Parece otra de esas operaciones de olvido, a la salvadoreña.

En ese lugar nació, el 5 de mayo de 1893, Agustín Farabundo, hijo de Pedro Martí y Socorro Rodríguez. Al llegar a la adolescencia abandonó la casa, primero, para estudiar en el colegio salesiano Santa Cecilia, y luego en la Universidad de El Salvador. Después vinieron la cárcel, los exilios, la guerrilla de Agusto C. Sandino, el regreso y el paredón.

“El sembrador desconocido”, lo llamó Salarrué en aquel texto olvidado, que debió redactar un año después de su fusilamiento, en medio de la cacería de brujas que siguió al alzamiento y la matanza de 1932. Salarrué tenía entonces 35 años y aun no había publicado sus célebres “Cuentos de barro” (1934). Su franco retrato de Martí nos dejar ver a un personaje distinto a la imagen de demonio rojo promovida por sus adversarios, y también distinto de los clichés utilizados por quienes se reconocen como sus seguidores. “Martí, por su calidad de hombre de ideal, de renunciador, de héroe, no por sus ideas, sino por su entereza e inegoísmo para sostenerlas, se merece la admiración de todo hombre bueno”, dejó dicho Salarrué.

Me acerqué y toqué la puerta. Por supuesto, nadie abrió. Hicimos las fotos de rigor, dimos una vuelta por el pueblo y nos encaminamos de regreso a la carretera.

(Publicado en La Prensa Gráfica 3 febrero 2011)

Fotografías de la casa de Martí, en Teotepeque, La Libertad

Espejismo

María Tenorio

Caminé hasta la estación Pirámide cuando pasó la lluvia mañanera. Muchos vendedores de baratijas estaban instalados en los amplios pasillos, cubiertos con propaganda del movimiento Tecleños de Corazón. En el quiosco del Sin Rival me compré un sorbete de mora y leche en barquillo; unos pasos más adelante deslicé mi abono mensual y luego esperé en el carril con dirección al centro de San Salvador. El cronómetro marcaba 2 minutos para el próximo tren.

El vagón al que subí no iba demasiado lleno. Ocupé un asiento junto a un hombre mayor que llevaba audífonos y una mochila. La señora de enfrente --pelo teñido de remolacha profundo-- pareció confundirme con alguien conocido: “¿Cómo está, comadre Geña?”, me dijo. Negué con la cabeza y me cubrí tras la sección cultural de El Diario de Hoy que hablaba sobre un proyecto de grafiteros en el Museo de Arte que se desarrollaría con el apoyo de las Naciones Unidas. A los pocos segundos el metro arrancó casi sin zamaquearse.

Alcancé a leer una nota de Carmen Molina Tamacas sobre un descubrimiento arqueológico antes de detenernos en la siguiente parada: “Estamos en estación Gran Vía”, decía la sensual voz femenina en el altoparlante, “con conexión a Santa Elena y redondel Masferrer en la línea naranja”. ¿Será la voz de Aída Mancía?, me pregunté. Permanecí sentada leyendo el periódico mientras unos abandonaban y otros ocupaban el vagón.

La pantalla de TV del vagón atrajo mi atención cuando anunciaba un festival de cortometrajes producidos con el auspicio del Centro Cultural de España en San Salvador. En los próximos días se presentarían ahí, en el metro del AMSS, trabajos de Jorge Dalton, el Chino Figueroa, Arturo Menéndez, Ardhanari Zometa, Franklin Quezada y Tomás Guevara, entre otros. Recordé la pieza de Ardhanari y María Teresa Cornejo que tanto me gustó el año pasado en el Premio de Arte Joven, donde presentaban bailarinas vestidas de insectos.

La puerta se cerró frente a mí y seguimos el viaje. “Estación Ceiba de Guadalupe”, informaba la supuesta Aída Mancía; y unos minutos después “estación Cifco, antigua Feria Internacional”. Gran debate se montó en Facebook hace unos meses en relación con incluir el alias de Cifco en el nombre de esta estación del metro, recordé. “Estación Salvador del Mundo”, “estación Parque Cuscatlán”, “estación Catedral”. “La toallona”, dijo un tipo que había abordado el vagón en el parque Cuscatlán distrayéndome de la lectura de los clasificados del periódico. En Mercado Central, la próxima estación, me bajaría del metro.

Salí a la calle cerca del pabellón número 1, el que mejor conozco. Atravesé los puestos que rodean el mercado, subí las escaleras, pasé por el chorro donde llenan cántaros plásticos con agua, volví a ver la iglesia del Sagrado Corazón, y entré al pabellón por el lado de las lanas y los hilos. Ahí me detuve a comprar un par de delantales blancos de algodón: cumplido el primer objetivo de mi visita al mercado esa mañana.

Caminé hacia los baños, donde hay uno de mujeres y otro mixto; vi a la señora que vende mangos pelados y pregunté, como siempre, dónde venden animales, pues jamás he logrado ubicar esa sección. Me indicó una mujer que siguiera por el pasillo de la derecha: “el tufo la va guiar”, me dijo. Llegué donde había una jaula de tortugas, otra de patitos y varias de periquitos australianos. Pedí 10 libras del alpiste mixto y pagué con un billete de diez dólares: tenía en mis manos el segundo ítem que me llevó a mi lugar de compras favorito.

Solo me quedaba pasar a ver si había nuevos vestidos para las barbis de las niñas cerca de las ventas de quesos. Luego volvería al pabellón 1, saldría del mercado, pasaría rápidamente a dar una miradita a las novedades de la tienda Morena y, después, de regreso desde Mercado Central hasta Pirámide.