miércoles, octubre 29, 2008

Roberto Bolaño. Una estrella distante

Poeta y novelista chileno, fundador del movimiento poético infrarrealista surgido en un antro de la calle Bucarelli, en la Ciudad de México. Tuvo la gracia de morir joven, quizás no tanto, pero suficiente como para dejar la estela de un mito. En esta entrega, publicamos dos textos relacionados con algunas de sus manías: las bibliotecas y el exilio, y los personajes femeninos extravagantes.

Roberto Bolaño. Como perder una patria

Miguel Huezo Mixco

Decía Roberto Bolaño que la única patria para un verdadero escritor es su biblioteca, no importa que esta se encuentre en estanterías o dentro de su memoria. Yo perdí una patria durante la guerra: una biblioteca de unos dos mil volúmenes. Al terminar "el conflicto" la fui reconstruyendo poco a poco. Se convirtió en mi nueva patria y un poco en mi cruz, lo cual es una tautología porque la patria de uno también es su cruz.

Si mi biblioteca es mi patria yo he sido un expatriado impenitente. Por diferentes razones, en los últimos quince años he vivido en once casas diferentes. En ese mi exilio, que me ha llevado a andar por la vida como un perro que busca su hueso, casi nunca he tenido juntos a todos mis libros. Cuando he conseguido reunirlos, como por obra de una maldición, me veo forzado a dejarlos, con el riesgo de perderles, o se convierten en objetos de complicadas negociaciones.

Ahora, solo una pequeña parte de mi patria está conmigo. La otra, la más grande, vive en mi memoria mientras llega el momento en que todas esas voces --poetas, narradores, fotógrafos, pintores, filósofos, aventureros-- se reúnan en sus nuevos anaqueles como en derredor de una hoguera. Desde que recomencé mi expatriación, abandonando y recobrando mis libros, desde que me hice trizas, desde que me rejunté solo por pedazos, desde que me exilio en inesperados vecindarios, soy el habitante de una patria descuartizada.

Se me ocurre hablar sobre esto en medio de la lectura, quizás tardía, de la obra del chileno Roberto Bolaño, cuyo nombre, hasta hace poco, no significaba mucho para mí. Sabía quién era, desde luego. Inclusive, teníamos amigos en común. Pero su nombre para mí solo era el de alguien repentinamente exitoso --o exitosamente repentino-- que ilustraba las listas de precios de los catálogos literarios. Y así como me resisto a leer las novedades que emergen de los premios patrocinados por los grandes consorcios editoriales, con esa misma obstinación me negaba a leer a Bolaño. Ni siquiera su muerte en 2003, lamentada en todas las lenguas, consiguió decidirme a comprar uno solo de sus libros.

Hace poco sucumbí al encanto de su pluma. Por obra y gracia de una lectora de literatura latinoamericana, leí "Amuleto". Es esa breve novela Bolaño cuenta la historia de Auxilio Lacouture, una uruguaya exiliada en México, que conoció a la olvidada poetisa Lilian Serpas, y que durante la invasión del ejército a la UNAM, en 1968, escapó de los milicos escondiéndose, con los calzones en los tobillos, en los servicios sanitarios de la Facultad de Filosofía y Letras. Desde ese mirador, a donde su memoria vuelve, Auxilio mira pasar el torbellino del pasado como una exhalación de aire caliente, y escucha entonar un canto a una generación de jóvenes latinoamericanos que marchan al exilio y la muerte. Un canto que es un canto de guerra y un canto de amor.

He decido robarme ese libro. No el libro en sí, que es de María, y que se encuentra alojado, como huésped de honor, en un entrepaño de mi pequeña patria, mi patria descuartizada. Me he robado algo que tiene que ver con la pasión, con el coraje y el arrebato, y con la lealtad a asuntos intangibles, como la mayor parte de las cosas que valen la pena, y con la legitimidad de la aventura, y con el alivio de reconocer que nunca es tarde para nada.

(Publicado en La Prensa Gráfica el 30 de octubre de 2008.)

Oigo voces


María Tenorio

La señorita que me atendió en la librería se dirigió sin vacilar a un estante frente a la caja cuando le pregunté si tenía libros de Roberto Bolaño. En los segundos que duró su travesía, lancé de reojo a Miguel una mirada de sorpresa: tenía pocas esperanzas de encontrar títulos del autor chileno aquí en Sívar. Lo que jamás imaginé es que la mujer me mostraría un libro de mi héroe televisivo de infancia.

-- ¡No! --le dije con cierto énfasis.-- Busco libros de Roberto Bolaño, un chileno, no de Chespirito, Roberto Gómez BolañoS. El apellido no termina en "ese". No es BolañoS, sino Bolaño.

No había libros del sudamericano en inventario, según comprobó la vendedora en la computadora del local. Hace algunos años, bien lo recuerdo, los hubo en la extinta Punto Literario. De ahí es la viñeta con el código de barras de "Estrella distante" (1996), una novela corta que, a decir verdad, no recuerdo con particular entusiasmo ni cariño. Su narrador es un hombre y eso, como verán, hace una diferencia en mis lecturas de este autor.

Bolaño me ha hecho oír voces. Voces de mujeres. Imaginar que en las páginas blancas con letras negras de sus novelas "Amuleto" (1999) y "Una novelita lumpen" (2002) hay lenguas femeninas que hablan su mundo y recortan su historia con un principio y un final desde cuerpos que no son tales. Auxilio Lacouture, una uruguaya mayor, simpática y amorosa, es la protagonista de la primera novela. Bianca, una italiana joven bastante parca para hablar, de la segunda. Ambas me hacen cuestionarme por el artificio de las buenas letras para construir personajes creíbles y por la capacidad de ciertos escritores para dar vida a personajes de su sexo opuesto. Bolaño es, sin duda, uno de ellos.

Desconozco cuál sea su técnica para lograr el embrujo que me hace acercarme con placer a la novela y creérmela de pe a pa. La verdad, pienso que el artificio literario tiene que ver con algo más que meros recursos retóricos. No estoy hablando de alquimias o pactos, sino de verdades muy sentidas por quien escribe que subyacen al engaño de la letra escrita. Recuerdo una frase que nos decía Francisco Andrés Escobar, profesor de generaciones en la UCA: "en arte, lo contrario a lo bello no es lo feo, sino lo falso".

Escritores como Bolaño me hacen que oiga voces y siga consumiendo literatura. Busco en ella entretenimiento, meterme en un mundo que no es el mío pero que, como el mío propio, está formado de palabras encadenadas una con la otra. Que me cuente historias de cuerpos ausentes y quizás inexistentes en su materialidad, pero presentes en el lenguaje escrito. Que me permita imaginarme a Auxilio Lacouture como una mujer de voz enronquecida por el cigarrillo, los desvelos y las caminatas nocturas por Ciudad de México. Y, a Bianca como una italiana de pelo liso y sin facciones definidas, de mediana estatura y mirada vaga que pasea por las calles de Roma mientras yo escribo estos párrafos.

miércoles, octubre 15, 2008

Tirana memoria, de Horacio Castellanos

Miguel Huezo Mixco

La memoria no lo deja en paz. El pasado mes de septiembre, Horacio Castellanos Moya publicó la tercera de una serie de novelas que se ocupa de eso, de la memoria como soporte para la construcción de una historia familiar en un mundo imaginario que tiene como epicentro un país como este, llamado El Salvador.

La saga comenzó con “Donde no estén ustedes” (2003), siguió con “Desmoronamiento” (2006), y ahora se completa con una nueva obra con un título elocuente: “Tirana memoria” (2008). Más que jugar al historiador, la tentativa de Horacio es reconstruir los hilos emocionales de la vida de una familia –que, como puede adivinarse, es su propia familia— a lo largo del siglo XX.

Aunque los eventos históricos (la guerra civil, la guerra entre Honduras y El Salvador, y el alzamiento cívico contra el general Maximiliano Hernández Martínez) están presentes en cada una las obras mencionadas, aquellos son solo el telón de fondo donde se proyectan las emociones que cruzan la vida de sus personajes. Al final, la Historia, como género, es una rama muy desarrollada de la ficción.

La memoria no lo deja en paz, he dicho. Horacio mismo se encarga de hacérnoslo saber. En una poco conocida entrevista para Tele Bilbao (España) –disponible en nuestro blog-- el autor revela que su obra más reciente ya se anuncia en el Epílogo de “Donde no estén ustedes”, cuando el narrador concluye: “la memoria es una tirana”. En realidad, las tres novelas están salpicadas de sutiles alusiones recíprocas. Revelarlas no es el objeto de este texto.

“Tirana memoria” tiene lugar, principalmente, entre el 24 de marzo y el 8 de mayo de 1944. A través de la historia de un matrimonio, Horacio cuenta cómo las personas intentan poner a salvo sus vidas en un momento de crisis, y cómo sus vidas cambian en ese intento. Pericles, el hombre, es un periodista que se encuentra encarcelado por órdenes del “brujo”: un militar que gobierna el país con mano dura. Ese encarcelamiento empuja a Haydée, su mujer, a escribir un diario personal donde va narrando los eventos de su vida privada y los vertiginosos acontecimientos públicos en los que se mira cada vez más comprometida. Haydée, paciente esposa y madre de familia, que se transforma en una activista del movimiento cívico que terminará derrocando al tirano, es la gran personaje de la novela.

La novela cuenta también la fuga de los jóvenes Jimmy y Clemen, que son perseguidos a muerte por el “brujo” por su participación en el alzamiento armado de abril de 1944. Solo las circunstancias familiares y políticas hacen posible que dos seres tan distintos se junten en un drama que adquiere una dimensión cómica. Aunque resulta inevitable distinguir entre algunos de los personajes de la novela a algunos personajes “verdaderos” (el general Martínez, los escritores Salarrué y Alberto Guerra Trigueros, el periodista Crescencio Castellanos o el teniente Belisario Peña), unos y otros son, en definitiva, figuras que pertenecen a la imaginación del autor... y a la de sus lectores.

Mientras los alzados huyen, escondiéndose debajo de las piedras, un movimiento pacífico de empresarios, empleados, amas de casa e intelectuales termina derrotando al dictador. Los héroes, pues, tienen los pies de barro. Es fácil equivocarse si se piensa que esa es la “enseñanza” de la novela. Este nuevo libro de Horacio Castellanos Moya habla más bien de la valentía de vivir y del coraje que emana, no de las grandes convicciones ideológicas, sino de las contingencias de la vida, del amor y de la amistad.

Enlaces de interés:

Entrevista con Horacio Castellanos en Tele Bilbao:
http://www.lavisita.com/infusions/the_kroax/embed.php?url=44

Entrevista en el Salón del Libro, París, el pasado mes de septiembre:
http://www.ameriquelatine.msh-paris.fr/spip.php?article207

El autor leyendo en un concierto de Jazz:
http://www.youtube.com/watch?v=halrDqRzm7s

Postes

María Tenorio

En mi ciudad crecen postes. Del suelo brotan unitarios, en parejas o en manojos. Brotan al lado de los muros, dentro de los parqueos, frente a las casas o los supermercados, en medio de las ventas callejeras, en las cercanías de los pasos a desnivel, detrás de los árboles, en los arriates. Algunos trazan líneas rectas que conducen las miradas hacia el horizonte. Otros forman constelaciones que ningún astrónomo descifra desde los aires. Se yerguen hacia el cielo interrumpiéndolo con cables negros de variable composición y peligrosidad.

Los hay de distintos tipos, alturas y grosores. Pero siempre son grises, del color del cemento y del concreto. Algunos sostienen apenas unos cuantos cables; otros extienden uno o dos brazos hacia el cielo y los coronan con lámparas que encienden por las noches. En mi colonia hay unos postes que sostienen cilindros también grises, elevan luces y conducen cables entre las casas. Son postes sofisticados. En el bulevar Los Próceres algunos semejan delgados robots con cajas y extensiones mirando hacia el cielo. Son aun más sofisticados.

Su ubicación callejera, su instinto vertical y su tersa superficie convierten a los postes --junto a los muros y los mupis-- en superficies aptas para mostrar mensajes. La gente los pinta, creyendo decorarlos con florecitas o exhibiendo colores políticos. Pega pequeños anuncios de álgebras resueltas o de fontaneros o de internet inalámbrico. Otras personas con más recursos cuelgan pancartas o banners en las alturas para que se vean bien claro, bien de lejos. Algunos postes se dignifican con anuncios de congresos y bienvenidas a presidentes extranjeros que visitan la ciudad.

Como los trenes en el siglo XIX, los postes debieron ser en algún momento señal de modernidad. Más bien dicho, conductores de ella: la electricidad, el teléfono, la internet, la televisión por cable hacen breves escalas en cada poste para llegar a los hogares y las industrias. Hoy día, sin embargo, es más moderno el cableado bajo la tierra: hay barrios, ciudades, distritos o zonas donde el paisaje urbano prescinde de esos grises y delgados artefactos. En la Plaza de la Cultura de San José, en Costa Rica, me agradó sobremanera la sensación de limpieza y de pulcritud, de espacio abierto, que daba la ausencia de postes.

Un día me preguntaba el porqué de las constelaciones de postes: hay cinco juntos en una esquina de la Manuel Enrique Araujo. Entonces me dijo Miguel que algunas compañías no compartían postes porque les resultaba más rentable colocar el suyo propio. Invadir la ciudad con postes. Incrementar la densidad del posteado por kilómetro cuadrado. Colocar uno sano y no enderezar al enfermo que fue chocado por algún camión. O un poste chacho: amarrar un poste nuevo a uno antiguo y frágil que ya dio su vida útil. De seguro quitar postes no es lucrativo. Habría que crear un fideicomiso para eliminar a los inútiles.

Una noche soñé que los postes tenían vida, que los había machos y hembras y se reproducían. Y los postes hijos eran pequeños y juguetones. Y los postes adultos hacían proselitismo político. Unos iban con Rodrigo y otros con Mauricio. Se puteaban y buscaban derribarse a media calle, sin importarles los transeuntes ni los carros. Los postes estaban en vísperas de elecciones... Menos mal que desperté pronto. Aquello se estaba convirtiendo en pesadilla.

miércoles, octubre 01, 2008

Ver cine salvadoreño en la pantalla grande

María Tenorio

Pagué $2.75 en La Gran Vía, el sábado 20 de septiembre, para ver cinco cortometrajes salvadoreños: Parávolar, de Arturo Menéndez; Fumar no se puede, de Norman Badía; El beso que no quisiste recibir, de Miguel Villafuerte; Cihuatl: los mitos van a la ciudad, de William Carballo; y Tres segundos o la eternidad, de Luis Coto. El orden en que los he enumerado es el de mis preferencias. Pero permítanme hacer un par de reflexiones antes de opinar como espectadora sobre los audiovisuales.

En primer lugar, me parece muy pertinente pagar por ver cine salvadoreño. Si se quiere producir arte en el país, no se puede ofrecer de gratis. La producción de cualquier espectáculo --un concierto, una obra de teatro, una presentación de danza, un circo o una película-- conlleva muchos gastos; el público, aunque no sea el único que lo financie, debe poner su parte.

En relación con lo anterior, y en segundo lugar, el cine nacional debe crear su propio público: una audiencia que busque consumirlo. Esto lo digo porque intenté ir a la función inaugural, el viernes 19, pero no encontré aleros. Los amigos que esa noche tenían disponibilidad para salir carecían de entusiamo para enfrentarse con los cortos en la pantalla grande. Y son personas a quienes les gusta el cine. Sin embargo, la escasa experiencia que se tiene con los audiovisuales nacionales desencanta a muchos.

Ahora sí, mis comentarios muy informales sobre los cortos. Parávolar fue un regalo para mis ojos y se lleva el primer lugar. La luz y el color de los exteriores con que inicia el corto son muy bellos. Además, el Monumento del Hermano Lejano está muy bien usado estéticamente. La personaje del ángel mudo me gustó por su ternura. El argumento no es, a mi juicio, lo más fuerte del filme, pero se deja seguir con disfrute.

Fumar no se puede, mi segundo lugar, fue entretenido, aunque a ratos pasado de vulgar. La recreación del apartamento de un soltero que nunca limpia es excelente y la actuación de Leandro Sánchez --a quien varias veces he visto en teatro-- es bastante creíble. El beso que no quisiste recibir, por su parte, tiene un argumento más complejo que todos los demás. Una historia emotiva que, a mi gusto, llega a rayar en lo cursi. A decir verdad, sentí que podía haberse ahorrado o recortado algunas escenas.

Las dos que no me gustaron fueron Cihuatl y Tres segundos, y no sé cuál me gustó menos. A la primera le atribuiría el salvadoreño adjetivo de "bayunca" y a la segunda, el de oscura. Ambas tenían tramas demasiado predecibles. Cihuatl mostraba exteriores que me gustaron mucho --creo que en Santa Tecla. Tres segundos, en cambio, me cansó con su escasez de luz; el recurso de la candelita me pareció trillado.

Con todo, ver los cinco cortos salvadoreños me alegró y me encantaría ver más y más y más. Solo produciendo mucho se puede llegar a tener cine de calidad en el país. Y no se trata de que compitamos con Hollywood o Bollywood, sino de que los salvadoreños nos apropiemos de ese lenguaje audiovisual para representar la variedad de relatos y de identidades de las que estamos hechos como nación.

Enlaces recomendados:

Una opinión diferente en Cine salvadoreño-review

Sinopsis de los cortometrajes

Nota sobre cine centroamericano en La Prensa Gráfica

Fotografia de Paravolar, tomada de www.elsalvador.com

Carlos Monsiváis en Tijuana

Miguel Huezo Mixco

La garita de San Ysidro, en Tijuana, es una rendija entre dos mundos. Estuve allí el pasado fin de semana con colegas y amigos que habíamos llegado a Tijuana, México, para participar en el Encuentro de Latinidades II. El evento, organizado por el Convenio Andrés Bello, reunió a estudiosos de América Latina y España para dialogar sobre las transformaciones culturales protagonizadas por los migrantes latinoamericanos en todo el continente y en la Europa mediterránea.

Al final del encuentro algunos decidimos cruzar la frontera más transitada del mundo, ubicada a unos pocos minutos de nuestro hotel, al lado del fatídico “muro de tortilla”. En esa zona de la frontera se produce día y noche la migración salvaje, la de los "sin papeles" que buscan trabajo en Estados Unidos, entre los que se cuentan millares de salvadoreños. Para estos nuevos constructores de América no hay una puerta de oro, sino un muro. Esa barda almenada que domina el paisaje del norte de Tijuana, también está presente en las pesadillas de millones de familias a uno y otro lado de esa frontera. Ese muro está íntima y confusamente ligado al hecho mismo de ser “latino”. Yo tenía, pues, que tocar, oler, odiar esa frontera.

Pasar por aquel lugar fue una especie de peregrinación. Al momento de cruzarla, entre la multitud que caminaba hacia las ventanillas de control, como quien va en una romería, recordé las palabras que solo unos días atrás había pronunciado Carlos Monsiváis --uno de los más brillantes intérpretes de la cultura latinoamericana-- en la inauguración del evento: la travesía del migrante, aunque la haga a solas, siempre es un asunto relacionado con su tribu: los parientes, los amigos, el barrio, el cantón… En la garita de San Ysidro me sentí parte de esa tribu, y agradecí la lucidez del escritor mexicano.

Admiro la obra de Monsiváis desde mis días de estudiante. Por eso, cuando en el recinto del Colegio de la Frontera Norte (El Colef), sede principal del evento, me dijeron que Monsiváis había llegado, me escabullí con la intención ir a saludarlo. Hace algunos años tuve el honor de presentarlo en el Museo Nacional de Antropología (MUNA) de San Salvador y, poco después, cuando el Museo de Arte (MARTE) me encargó la curaduría de la exposición retrospectiva de la obra artística de Toño Salazar --el migrante salvadoreño más notable, fallecido en 1986-- Monsiváis respondió mis correos electrónicos donde le hacía preguntas relacionadas con la estadía de nuestro artista en México. Desde entonces supe que Monsiváis y yo tenemos un gran amigo en común.

Bajando las escaleras alcancé a verlo: grueso, pequeño, con el pelo blanco y revuelto. Me acerqué. “--Hola Carlos… ¿Me recuerdas?”, le dije, mientras le estrechaba la mano. Como no estaba seguro que me recordaba, me apresuré a decirle: “--Te mandé el catálogo de Toño Salazar…”. Monsiváis sonrió y respondió que sí, que lo había recibido y que me recordaba. “--Estuvimos en El Salvador”, me dijo, asertivo.

En ese momento, un avispero de periodistas se abalanzó sobre él con sus micrófonos y teléfonos móviles. Monsiváis les pidió, con un ademán, que esperaran un momento. “Oye”, me dijo en tono confidente, “finalmente conseguí algunas caricaturas originales de Salazar, entre ellas una de José Juan Tablada y otra de James Joyce”. Los pocos minutos que siguieron los dedicamos a hablar de nuestro común amigo. Me preguntó cómo estaban las cosas en El Salvador. Algo le dije, rápidamente. Los periodistas lo esperaban. Nos despedimos. Volví a mi asiento. Minutos más tarde, Monsiváis ingresaba al auditorio a hablar con las palabras de nuestra tribu.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 2 de octubre de 2008)

Enlaces sugeridos:

Conferencia magistral de Carlos Monsiváis

El Centro Cultural Tijuana