jueves, marzo 31, 2011

Roberto Bolaño en El Salvador. Supremo Jardín de la guerra florida



































Miguel Huezo Mixco

(A María, que me empujó a leerlo)

"...en el triste folclore del exilio más de la mitad de las historias están falseadas o son sólo la sombra de la historia real". Roberto Bolaño - Estrella distante

Roberto Bolaño pasó alguna vez por El Salvador. Parece que venía espantado. La leyenda dicta que el viaje entre Santiago de Chile y la Ciudad de México lo hizo por tierra, abordando autobuses y pidiendo aventones. En esa ruta paró en San Salvador. Aquella brevísima estancia en la capital salvadoreña, que tuvo lugar en una indeterminada fecha de 1974, ha dado lugar a una serie de equívocos que ahora forman parte del mito Bolaño.

Comenzaré por decir que la decisión de Bolaño de cruzar por estos lares no tuvo que ser deliberada. El Salvador es como un grano solitario que el azar ha dejado a un lado de la Panamericana, la carretera más larga del mundo, que se extiende desde la Patagonia hasta Alaska por más de 25 mil kilómetros. Un grano purulento al que no hay más remedio que mirar.

Devoro todo lo que encuentro sobre Bolaño. En una de esas búsquedas, hace un tiempo, me encontré una brevísima reseña sobre Los detectives salvajes publicada en el sitio web de la tienda Barnes&Noble, donde se pregona que Bolaño estuvo en El Salvador con el poeta Roque Dalton y que conoció a sus asesinos. Pero esta afirmación, que uno se encuentra por doquier, no pasa de ser una fantasía.

Ir, volver

La familia Bolaño-Ávalos decidió emigrar de Chile a México en 1968. Este año sería recordado por los chilenos como el de la Gran Sequía. El desempleo empujó a miles de trabajadores a emigrar a los países vecinos. Algunos, como quizás fuera el caso de los Bolaño, se fueron todavía más lejos. Roberto Bolaño tenía 15 años. Abandonó sus estudios. Se dedicó a escribir y a ejercer variados oficios y actividades (incluyendo robar libros).

El año de su arribo al D.F. coincidió con la celebración de los Juegos Olímpicos --la olimpiada del “Black Power”-- que lanzó al mundo las imágenes de los deportistas negros subiendo al podio a recibir sus medallas con el puño en alto. Pero el 68 mexicano fue un año increíble por muchas otras razones. El 26 de julio, la policía apaleó una manifestación universitaria en la avenida Juárez. En los días que siguieron, los muchachos se lanzaron a protestar en las calles y se tomaron numerosos centros de estudio. El conflicto se escaló el 18 de septiembre con la ocupación militar de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México). Luego, en Tlatelolco, el 2 de octubre, el ejército disolvió a tiros una multitudinaria concentración de estudiantes, profesores, obreros, empleados y curiosos. Los pormenores me los contó años después en el D.F. el poeta Uriel Valencia, que vivía en El Salvador cuando ocurrió la matanza, pero conocía todos los detalles como si hablara de una masacre salvadoreña: “aquí cayeron… desde allá disparaban… allí murieron”.

Cinco años más tarde, en 1973, en un arranque de idealismo Roberto Bolaño decidió volver a Chile. Si nos atenemos a sus narraciones, esta travesía, que llamaremos el viaje al Sur, la hizo por tierra y mar. En Amuleto, el narrador refiere las andanzas de Arturo Belano (el alter ego de Bolaño) por Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá. En este último país, Belano toma un barco con destino a Chile. Carolina López, su esposa por 19 años, describe a Bolaño como un hombre entregado al sueño de la revolución, que viajó a Chile “para vivir la transformación de su país”. Bolaño estaba convencido de la necesidad de sumarse, en sus propias palabras, a la guerra florida: “la lucha armada que nos iba a traer una nueva vida y una nueva época”.

La guerra florida --batallas rituales organizadas por los antiguos pueblos mesoamericanos a fin de obtener prisioneros para los sacrificios humanos-- fue una de sus metáforas favoritas. La figura aparece en su novela Estrella distante (1996) y en su discurso de recepción del Premio Rómulo Gallegos (1999). Es la misma guerra que llevó al sacrificio a millares de muchachos, como repite en Amuleto (1999). En Tres (2000) declama: “Soñé que los soñadores habían ido a la guerra florida. Nadie había regresado. En los tablones de cuarteles olvidados en las montañas alcancé a leer algunos nombres. Desde un lugar remoto una voz transmitía una y otra vez las consignas por las que ellos se habían condenado”.

Bolaño parecía poseído por una enorme determinación de pelear. En 1998 ofreció a Lateral un vívido relato de los acontecimientos del día del golpe. Cuenta que Jaime Quesada, un amigo de su madre en cuya casa se estaba quedando, lo sacó del sueño con la nueva de que los militares estaban derrocando a Allende, Bolaño habría respondido: “--¿Dónde están las armas?, que yo me voy a luchar”. Sale a la calle. Toma contacto con una célula comunista. Sus integrantes han concebido el absurdo plan de derribar puentes con bombas molotov. Le dan un seudónimo, un santo y seña y una bicicleta. Le indican que se presente ante una célula mayor. Aquello, recuerda, era “como una película de los hermanos Marx. Órdenes, contraórdenes, nadie se aclaraba”.

El chileno Bruno Montané (Felipe Müller en Los detectives salvajes) asegura que el golpe cogió a Bolaño en el sur del país, en Chillán o Mulchén (El Hispano, 2005). “Al verlo con veinte años, bigote, pelo largo y además oírlo con acento mexicano a los pacos les vino la paranoia y lo bajaron del bus”. Bolaño cuenta que se sintió hombre muerto. Pudo salir del apuro ocho días después, gracias a dos milicos, ex compañeros de escuela, que al reconocerlo lo dejaron ir. Tras el golpe, vino el estado de sitio y los fusilamientos; los estadios se convirtieron en prisiones, las bibliotecas en hogueras. “Me dedique a recorrer las librerías de Santiago como una forma barata de conjurar el aburrimiento y la locura”, dice. El sueño se había derrumbado. Aquella participación suya en la resistencia lo hace aparecer como un chaval blandiendo una espada de madera. Decide escapar. No fue el único. Un millón de chilenos huyeron de Pinochet.

De vuelta a México

Bolaño volvió a subirse en la carretera más larga del mundo. Es fácil imaginar las dificultades de una empresa como esa. Antes de alcanzar su destino, debió pasar por al menos 10 países atravesando pampas, valles, montañas, selvas, desiertos e incontables ciudades y microclimas. La Panamericana se interrumpe en el Tapón del Darién por 87 Km. de espesa selva poblada por indios chocoes y kunas, y donde se dice que moran los “indios rubios”, supuestos descendientes de antiquísimos exploradores noruegos. En este punto, el viajero debe seguir el trayecto en panga o ferry entre parajes de extraordinaria belleza, y seguir adelante contemplando inmensos lagos donde un país entero, El Salvador, por ejemplo, podría sumergirse como un pedazo de galleta. Volcanes humeantes, arrozales, bosques, cañaverales, atardeceres color rosa y cloaca, y, por doquier, manchas de gente empobrecida: tullidos, limosneros, hambrientos, emergiendo entre la basura.

De esa grande expedición --más extendida que la campaña libertadora de Bolívar a través del Páramo de Pisba-- no hay rastro visible en la obra de Bolaño. El único país que Bolaño mencionó públicamente fue El Salvador. Comencemos por despejar que no vino a buscar a Roque Dalton, sino a Manuel Sorto. “Meme” Sorto es un personaje de la vida real --si esto existe--. Aparece fugazmente en Amuleto, en el tramo donde el narrador recuerda el viaje de Belano a Chile y su regreso a México convertido en otra persona: un veterano de las guerras floridas, o quizás “un pavo real presumido y tonto”, como lo describe Laura Jáuregui en Los detectives salvajes.

Para reconstruir la estancia de Bolaño en El Salvador busqué a Manuel Sorto. Este poeta, dramaturgo y cineasta salvadoreño, nacido en 1950, ha fijado desde hace años su residencia en Bayona, Francia. Sorto era un pequeño genio. A los 18 años de edad había interpretado el papel de Clov, de Final de partida de Samuel Beckett y publicaba poemas en la revista de las Brigadas La Masacuata. Entre los integrantes de este colectivo estaba el poeta Eduardo Sancho, que llegaría a ser uno de los fundadores del movimiento armado salvadoreño. En 1971, Sorto publicó poemas en la antología Las cabezas infinitas, un libro de culto entre los poetas jóvenes salvadoreños, que incluía poemas de Ricardo Lindo, Roberto Monterrosa, Mauricio Marquina, Ricardo Castrorrivas, Ricardo Humano y Eduardo Sancho.

A través de numerosos mensajes electrónicos y conversaciones por Skype, Sorto me proveyó de información suficiente para despejar el mito construido en torno a la estancia de Bolaño en El Salvador.

Mirar el mundo

La conexión entre Bolaño y Sorto ocurrió en 1971 gracias el poeta chileno Jaime Quesada, el mismo que ya hemos visto arriba. Ese año, Quezada venía de Chile a México y se detuvo en El Salvador. Aquí, toma contacto con Manuel Sorto, cuyas coordenadas le ha dado alguien de Nicaragua. Le cuenta que va a México a la casa de una amiga chilena, Victoria Ávalos, y del hijo de esta: Roberto, que también es poeta. Si vas a México, búscalo, le dice. Le entregó el número de su teléfono. Poco después de la partida de Quesada, aprovechando el viaje a México de Guido Arias Bojórquez, Sorto hace maletas y se sube como copiloto en el carro de su amigo. Es la primera gran aventura de su vida.

Sorto recuerda al D.F. como una ciudad a la que no se le miraba fin. Fue a parar a Bucareli cuyos bares, en especial el café La Habana, eran puntos de encuentro de periodistas, poetas y escritores. Allí conoció allí a la poeta salvadoreña Lilian Serpas (que aparece en Amuleto) por intermedio de la uruguaya Alcira Soust Scaffio (Auxilio Lacouture), y tomó contacto con Humberto Musacchio, que dirigía el suplemento juvenil Nuestra Onda, de El Universal. Inclusive publicó una pequeña antología de la poesía joven de El Salvador en la Revista Mexicana de Cultura de El Nacional que dirigía Juan Rejano.

Una noche de bohemia, en el bar El Universo, con los poetas del Taller de poesía de Juan Bañuelos, a Sorto le estalló una úlcera. Debido a la emergencia se decidió a usar el número telefónico que Quesada le había entregado: el de Bolaño. Discó. Responde el teléfono Roberto. Manuel se identifica y le explica su situación. Roberto le dice que sabe quien es y que puede venirse a su casa. Le indica dónde tomar un pesero: en El Caballito, en Reforma y Bucareli. Bolaño vivía muy cerca de la Villa de Guadalupe, junto con su padre León, su madre Victoria, y su hermana Salomé. Sorto recuerda que le trataron bien: “Victoria compraba un litro de leche extra solo para mi úlcera”. Se hicieron amiguitos. Charlaban, vagaban y se hacían confidencias.

Sorto permaneció en la casa de los Bolaño desde noviembre de 1971 hasta febrero o marzo de 1972, cuando volvió a El Salvador. Pero su errancia apenas había comenzado. Meses después tomó un bus para Ciudad de Guatemala donde vivió un tiempo en la casa del poeta Francisco Morales Santos. Allá desplegó una intensa actividad durante buena parte del año 1973: trabajó como profesor en la Escuela de Teatro, Cine y Televisión de Guatemala, colaboró con el periódico El Gráfico y publicó su libro Frutos para Ana (1973). Regresó a San Salvador en 1973. No tiene un recuerdo exacto de si el 11 de septiembre de ese año, cuando ocurrió el golpe de Estado en Chile, todavía se encontraba en Guatemala. En cualquier caso, contra lo que algunos han dicho, Sorto ni siquiera se enteró cuando Roberto Bolaño pasó rumbo al Sur.

Para finales del 73 Bolaño había puesto fin a su corta experiencia como resistente y volvía a México “on the road”. Aunque no tengo registros, antes de llegar a San Salvador Bolaño debió detenerse en numerosos lugares. Por ejemplo, en Nicaragua. El escritor salvadoreño Jaime Barba --quien tomó contacto con el chileno a través de Daniuska González, de la revista Ateneo-- considera que el chileno “se abrazó” en Managua con el poeta Beltrán Morales (Casa de las Américas, 249). En efecto, Marcia Ramírez, la viuda de Morales y hermana, a su vez, del novelista Sergio Ramírez, confirmó por medio de un correo electrónico que su marido atendió a Bolaño en Nicaragua. Añadió: “Si mal no recuerdo hasta lo llevamos a Masatepe”, en el departamento de Masaya, el pueblo de donde son originarios los Ramírez. Bolaño tuvo especial admiración por la poesía de Morales. Este figuró más tarde en la antología Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego (1979) preparada por Bolaño. Y en 2001, cuando Barba le sugirió la publicación en San Salvador de una antología de sus relatos, Bolaño le respondió por e-mail: “en lugar de publicar algo mío, tendrías que publicar una antología con la obra de Beltrán Morales”.

A raíz de un episodio contenido en Los detectives salvajes, se suele decir que Bolaño fue recibido en algún momento, en Nicaragua, por el poeta Ernesto Cardenal. Pero este encuentro pertenece al orden de la ficción. Cardenal mismo, a través de Claribel Alegría, se encargó de aclararme que “nunca lo conoció”.

El violento jardín

Un día indeterminado, en derredor al mes de abril de 1974, Manuel Sorto recibió una llamada telefónica: era Bolaño. Le dice que está en San Salvador. Sorto recuerda: “llegó en bus, con mochila y no se quedó más de una semana”. Al parecer Bolaño dio con él preguntando en la Dirección General de Cultura del Ministerio de Educación, donde Manuel ya era muy conocido. Los dos amigos se encontraron y fueron directamente por el equipaje de Roberto a una pensión barata ubicada en el Centro Histórico de San Salvador, en las proximidades del parque Libertad. De allí se fueron al barrio donde Manuel residía con su madre y su hermana, en el pasaje 1, casa número 9, de la colonia Atlacatl, un punto de paso de pintores, escritores y cineastas. Cuando nos conocimos, en 1978, Sorto seguía viviendo allí con Lynn Geary, su mujer, una inglesa de Liverpool. Manuel dejó esa casa cuando tuvo claros indicios de que su vida corría peligro, y salió al exilio.

Durante esos días Roberto Bolaño apenas tuvo contacto con algunos amigos de Sorto. La mayoría de los integrantes de La Masacuata ya estaba operando clandestinamente. Estos eran Alfonso Hernández, Rigoberto Góngora, Salvador Sillis, Luis Felipe Minhero y, de nueva cuenta, Eduardo Sancho. Tuve la suerte de conocerlos a todos en tertulias literarias o, más tarde, en las zonas guerrilleras del norte del país. Con excepción de Minhero y Sancho, todos encontraron la muerte en la guerra civil. Como Bolaño, todos habían nacido en derredor a los años 50.

Entre los integrantes de aquellos núcleos guerrilleros iniciales, uno de los mayores era Roque Dalton. El poeta, quien ya era una leyenda viva en el país, había ingresado en secreto, con papeles falsos, bajo estrictas medidas de seguridad, el 24 de diciembre de 1973. Venía investido con el cargo de asesor de la dirigencia del naciente Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). La noche de Navidad la pasó en el apartamento del que luego sería el autor intelectual de su asesinato, Alejandro Rivas Mira (Sebastián). Ese lugar estaba ubicado en los alrededores del parque Libertad, a corta distancia de la pensión donde se hospedaría, meses después, Roberto Bolaño. Esto es lo más próximo que ambos estuvieron en toda su vida.

La parte de Dalton

Me apresuro a decir que, hasta donde conozco, Bolaño nunca dijo haber conocido a Dalton. Es muy difícil establecer el origen de esta falsedad que más parece concebida como parte de la producción mercadológica de Bolaño. Lo que sí dijo es que vivió en El Salvador y que conoció a los asesinos de Dalton.

Dice: “Yo conocí a varios de los que mataron a Roque Dalton. Viví en El Salvador antes de que comenzara la Guerra Civil (...) Quien me presentó a esta gente fue Manuel Sorto, que era el cineasta oficial de la guerrilla, el que filmaba las películas, a riesgo de su vida, que luego se exhibían en todo el mundo. Fue una persona muy ética. Pero, por ejemplo, Cienfuegos, que es uno de los que dieron la orden de matar a Roque Dalton, yo me pregunto si, incluso, no hay allí una enemistad literaria (...) [De] los diez comandantes principales cuatro eran escritores. Y a dos de ellos los conocí. A uno que se llamaba Cienfuegos y a otro que no sé cómo demonios se llamaba”.

Añado una cita asaz candorosa: “Roque Dalton se oponía al levantamiento armado y los comandantes decían que ya era la hora y que había que empezar la revolución. No llegaron a ningún acuerdo; Roque Dalton se fue a dormir, los comandantes siguieron discutiendo y dijeron: hay que matarlo. Como si fuera una banda de gángsters. Y dijeron, matémoslo ahora que está durmiendo, porque es poeta, para que no sufra. Palabras literales”.

Vayamos por partes. Lo primero: es improbable que el autor de 2666 haya conocido a los matadores del poeta. Durante los pocos días que permaneció en San Salvador, Bolaño se reunió con algunos amigos de Sorto, pero, como he dicho, los poetas de La Masacuata ya se encontraban viviendo en los rigores de una sociedad secreta. Era muy difícil que los llegara a conocer. Además, ninguno de ellos formó parte del “comité” que participó en el asesinato de Dalton en 1975. El único que estuvo en el perímetro de aquel horrendo crimen fue Eduardo Sancho. Su seudónimo era Fermán Cienfuegos, y es el comandante al que Bolaño alude líneas arriba. Cienfuegos fue el jefe inmediato de Dalton hasta su muerte. Pero, al contrario de lo que dijo Bolaño, fue el único miembro de la dirigencia del ERP que se opuso al asesinato del poeta.

Dalton fue acusado de alta traición y de ser un doble agente trabajando para la CIA y la inteligencia cubana. En su libro Crónicas entre los espejos (2002), Cienfuegos cuenta que Lil Milagro Ramírez, miembro del núcleo guerrillero, urdió un plan para que Roque, Sancho y ella misma se evadieran. Para su sorpresa, Roque no aceptó.

Como lo establece la antigua tradición de las guerras floridas, Dalton fue llevado al sacrificio, en este caso por sus mismos camaradas-enemigos. Aquel crimen partió en dos al ERP. Cienfuegos tuvo después un papel clave en la organización de un nuevo grupo armado, la Resistencia Nacional (RN) que en 1980 formó parte del Frente Farabundo Martí. Sobre las circunstancias en que se produjo la muerte de Roque Dalton existe abundante literatura y no hay nada que indique que la pugna al interior de aquel naciente grupo armado tuviera motivaciones literarias. Tampoco hay un solo hilo que conduzca a responsabilizar a Cienfuegos del hecho.

Pero vayamos al punto central. ¿Existió alguna posibilidad de que Bolaño se entrevistara con Dalton en 1974? En el compartimentado mundo de aquella sociedad secreta, a Dalton solo podía accederse a través de Cienfuegos; y Bolaño solo pudo haber tomado contacto con este a través de Manuel Sorto. De acuerdo con Sorto, esto jamás ocurrió. Sorto, además, nunca conoció a Dalton.

En el transcurso de la escritura de este texto, en febrero de 2011, le pregunté a Cienfuegos si recordaba un posible encuentro, en 1974, con el joven escritor chileno Roberto Bolaño. Respondió que no. Cienfuegos tenía bastantes razones para no andar en la tertulia: la policía le había puesto precio a su cabeza tras acusarlo de haber participado en el secuestro y posterior asesinato del industrial Ernesto Regalado Dueñas, miembro de una de las más prominentes familias del país, a manos de una célula del recién surgido ERP. En El Salvador la cosa estaba ardiendo.

-- ¿Habría sido posible un encuentro de Dalton con Bolaño? --insistí--.
-- Imposible --respondió--.

Este imposible encuentro de Dalton y Bolaño, sin embargo, ha venido a añadir una nueva capa a los mitos de estos dos escritores. Nada que prueba que Bolaño estuvo con Dalton en San Salvador. Ni que Bolaño conoció a los asesinos del poeta. Muchas afirmaciones de Bolaño en torno a las circunstancias del asesinato de Dalton tampoco se ajustan a la realidad. Me apropio de una frase de Juan Villoro para repreguntar: “¿hasta dónde hay que tomar al pie de la letra sus provocaciones, sus salidas de tono, sus bromas, sus afortunadas desmesuras?”.

Tras su regreso a México, Bolaño emprendió una intensa carrera literaria. Dalton y El Salvador comenzaron a aparecer de forma intermitente en el fabuloso mundo de sus obras. El narrador de Estrella distante recuerda haber visto en televisión imágenes de las miserables barricadas levantadas por la guerrilla salvadoreña en la ofensiva de 1989, con espectro de Dalton incluido. En Los detectives salvajes, García Madero roba de la Librería del Sótano un libro de poemas de Roque, junto a otro de Lezama Lima y uno más de Enrique Lihn; Laura Jáuregui recuerda a Belano hablándole de Guatemala y El Salvador el día en que se besan por primera vez; y en 2666, los migrantes salvadoreños y centroamericanos aparecen como ánimas penando entre el desierto y la ciudad… Aquel corto viaje y el testimonio de Dalton bastaron para que Bolaño conservara en su memoria a este supremo jardín de violencia. Un país de memoria, hecho con espectral imprecisión.

Pero no solo la ficción, la mercadología y las hagiografías han hecho que Dalton y Bolaño se encuentren. Los dos tienen sus respectivos altares paganos como héroes culturales que convirtieron a la poesía en el eje de sus vidas azarosas. Uno y otro, como lo estableció el canon infrarrealista, caminaron “en línea recta hacia lo desconocido”. Sus obras literarias pueden ser leídas como testamentos de una época en la que nada nos salió bien. Ni en Cuba, ni en Nicaragua, ni El Salvador... y la lista es larga. Ambos escribieron novelas semi autobiográficas que tienen como eje las hazañas de las vanguardias estéticas de San Salvador y México: Pobrecito poeta que era yo (1975) y Los detectives salvajes (1998). Cada uno, a su manera, interpeló el autoritarismo de las vanguardias políticas. Dalton quizás no tuvo tiempo de desencantarse en la hora maldita de su asesinato. Bolaño, en cambio, condensa el cambio generacional que, una vez pasadas las guerras floridas, es capaz de decir: “soñábamos con una utopía y nos despertamos gritando” (Primer manifiesto infrarrealista, 1976).

San Salvador, marzo de 2011

Publicado en FronteraD, 25 de marzo de 2011

Imágenes (de arriba a abajo):
- Carlos Payán, Fermán Cienfuegos, Carmen Lyra, José Saramago y Carlos Monsiváis, en México
- Manuel Sorto con Pantxika Cazaux, en el Festival de Bilbao.
- Roberto Bolaño (foto de Consuelo Karoly).

miércoles, marzo 30, 2011

Masones y evangélicos en El Salvador

Miguel Huezo Mixco

Creo que puedo contarlo. Yo miré una vez a Felipe Peña bailoteando, vestido con la túnica blanca de la logia masónica a la cual pertenecía su padre, el teniente José Belisario Peña. Fue en 1969. Gloria, la novia de Felipe, se reía del espectáculo. Aquella inolvidable escena, montada a espaldas de sus padres, ocurrió en su casa, en la calle Belice de la colonia Centroamérica, en San Salvador, adonde yo llegaba a visitar a sus hermanas. Así supe que don Chepe era masón. En mi casa se hablaba sobre la masonería. Mi abuela Victoria, una viejecita con un corazón de oro, decía que los masones intentaban destruir el cristianismo a toda costa. Ella talvez solo repetía los argumentos de mi difunto abuelo, Calixto Mixco, quien fue columnista de El Católico, un periódico que mantuvo una agresiva línea editorial contra los disidentes al pensamiento religioso dominante.

El país recibió con mucha intolerancia a los grupos de masones, protestantes y librepensadores que a finales del siglo XIX comenzaron a fundar agrupaciones y crear sus propias publicaciones.

En su ensayo “El Porvenir vs. El Católico. Masonismo y ultramontanismo periodístico en confrontación” (revista Realidad 126), el investigador Roberto Valdés Valle documenta un corrosivo debate, iniciado en 1892, entre estos dos periódicos. Aquellas escaramuzas de papel acarrearon el juicio y la captura de Silverio Angulo Guridi, redactor en jefe de El Porvenir, el primer periódico salvadoreño de tendencia promasónica. Pero Angulo Guridi no fue a dar a la cárcel. Una poderosa mano, la de Samuel Dawson, miembro prominente de la masonería, intercedió por él ante el director de la Policía, y recuperó su libertad.


En realidad, el director de El Porvenir era el intelectual y profesor universitario Rafael Reyes. Hermano Ilustre de la Logia Excélsior, Reyes contaba con “poderosos amigos” dentro del gobierno del presidente Carlos Ezeta, quien, a su vez, había sido miembro del masonismo local. Reyes fue tildado por sus adversarios como “corruptor de la enseñanza oficial y sectario impugnador del catolicismo”.

En aquel debate no solo intervinieron diversos periódicos de la época, sino hasta el mismo obispo de la capital, Adolfo Antonio Pérez y Aguilar, quien publicó una Carta pastoral donde condenaba el Racionalismo, el Libre-pensamiento y el Ateísmo, calificándolos como sistemas maléficos, ineptos y viciosos. Fue tal el encono que un editorialista de El Católico, usando el seudónimo “Un católico de corazón”, proclamó que estaba dispuesto a usar su revólver contra los redactores de El Porvenir. Para Valdés Valle, aquel sectarismo abonó la violencia que caracterizó la lucha contra la disidencia a lo largo del siglo XX.


Los protestantes fueron parte del grupo de “enemigos” al que pertenecieron los masones y liberales. También en este caso los ataques de El Católico fueron despiadados. Para los redactores del periódico, Lutero, fundador del protestantismo, fue “un apóstata lujurioso”. Acusación que hicieron extensiva para el ministro protestante Francisco Pinzotti, que llegó al país en 1893, y a quien se acusaba de vender biblias “adulteradas”.

El ensayo “Aliados enemigos. Misiones protestantes, acogida liberal y reacción católica en El Salvador”, de Luis Roberto Huezo Mixco, contenido en la citada revista, advierte, sin embargo, que masones y protestantes han dado una contribución importante a la modernidad y la democracia salvadoreña. Allí están, para citar ejemplos que conozco, los masones Belisario Peña, que peleó contra Martínez en 1944, y Benjamín Mejía que intentó derrocar en 1972 al general Fidel Sánchez Hernández.


Luego vinieron nuevas disidencias inspiradas en ideas marxistas y cristianas de nuevo cuño, uno de cuyos exponentes fue Felipe Peña, aquel muchacho que un día miré bailar vestido con la túnica de su padre.


(Publicado en La Prensa Gráfica, 31 de marzo de 2011)

Ilustración:
Antigua moneda de dólar con la frase de Virgilio "Nuevo orden de los siglos"

Yo también odiaría la literatura


María Tenorio

¿En qué te puedo servir?, le dije a Edwin (nombre ficticio) desde el escritorio mientras con mi mano derecha lo invitaba a sentarse. Se le veía preocupado, se mordía las uñas igual que cuando toma un examen. Es que mire, María, estamos por terminar ciclo y tengo claro que no voy a pasar su materia. Pues sí, asentí. Es que mire, continuó, en el colegio yo odiaba las clases de Lengua y Literatura. Jamás le encontré sentido a lo que me daban para leer ni a lo que nos dejaban para escribir. Desarrollé una especie de parálisis hacia el español... porque no me ocurre lo mismo con el inglés. Ajá, y cómo te explicás que te haya ocurrido eso, indagué.

Entonces el universitario me contó que le dieron a leer libros “horribles” que no tenían nada que ver con su vida real ni con su vida imaginaria (sus sueños, deseos, aspiraciones). Difícilmente recuerda algún título leído. (Yo, en mi mente, los nombraba: El cantar del mío Cid, La Ilíada, Don Segundo Sombra.) Luego, los deberes que le asignaban consistían en redacciones de 800 palabras --más largas que este texto que usted lee-- explicando los sentimientos o los conceptos de un poema o un cuento, a partir de las ideas de su cabeza. (Esto último me pareció un exceso desde el punto de vista del joven, pero también desde el del profesor. Yo también odiaría la literatura, pensé. Me pregunté cómo aquel docente no se aburriría de leer y de corregir tanto palabrerío. ¿Es que era masoquista?)

Mi mirada hacia Edwin cambió desde aquel momento. Me imaginé sola ante un poema de Darío o de García Lorca; ante un cuento de Azorín o de García Márquez. ¿Cómo haría para producir 800 palabras en torno a un escrito probablemente ajeno a mi mundo real o imaginario? ¿Cómo me las arreglaría para armar cinco, seis o siete párrafos bien encadenados, donde expresara ideas claras y distintas, que además resultaran significativas, a partir de un poema o de un cuento? La respuesta mía, de Edwin y de la mayoría de estudiantes sería parecida: escribir paja para llenar el espacio fijado por el docente sin preocuparse mayor cosa por la estructura, por el contenido, por la calidad de la lengua escrita. En otras palabras, echarle levadura a cada frase, a cada párrafo, hasta alcanzar la extensión requerida.

La conversación con Edwin me hizo entender una de las inquietudes más frecuentes de mis alumnos en torno a la escritura. Muchos creen que la clase de redacción se trata de vomitar letras en el papel o en la pantalla. Se sienten desamparados ante la hoja en blanco y algunos, como este chico, llegan a desarrollar verdaderas fobias hacia las actividades académicas centradas en la lengua.

Desde hace años enseño redacción a estudiantes de primer año, de distintas carreras, en una universidad privada de El Salvador. La materia no está orientada a producir textos literarios, tampoco a repasar gramática u ortografía. Más bien ofrece estrategias para defenderse por escrito en el ámbito académico y, luego, en el profesional. Es decir, pretende que se consiga claridad y corrección al responder exámenes y escribir informes, ensayos, resúmenes, etc.

Edwin me ha dejado pensando en mi práctica como docente. ¿Qué tareas son adecuadas para jóvenes menores de 20 años? ¿Cómo hacemos para que no se congelen ante la pantalla en blanco? Las respuestas que, por el momento, se me ocurren pasan por el uso intensivo y guiado de internet... pero de eso hablamos otro día. 

Ilustración: Retrato de Azorín, por Ignacio Zuloaga, 1941

miércoles, marzo 16, 2011

Horacio Catellanos Moya: "La sirvienta y el luchador"

Miguel Huezo Mixco

La más reciente novela de Horacio Castellanos Moya, “La sirvienta y el luchador” (Tusquets, 2011), es el cierre de una saga de narraciones que tiene como eje la historia de una familia arrastrada al remolino de la violencia política. Esta quizás sea, entre todas, la que más destila crudeza en el lenguaje y en las situaciones que describe.

Los lectores de la obra de Castellanos Moya advertirán de inmediato los numerosos vasos comunicantes que existen entre los personajes de esta novela y otras anteriores, como “Donde no estén ustedes” (2004), “Desmoronamiento” (2006) y “Tirana memoria” (2008).

No es para menos. La novela transcurre en El Salvador de los años 80. La trama es simple: un joven matrimonio es secuestrado por un grupo de hombres fuertemente armados, vestidos de civil, y llevado a las cámaras de tortura del Palacio Negro, el cuartel de la Policía Nacional. En torno a este hecho se juntan las historias de un sicario y ex luchador profesional --conocido como el Vikingo-- y María Elena, la empleada de la casa de la pareja, que emprende un viaje al corazón de las tinieblas tratando de encontrarlos.

Horacio describe la época con toda su crueldad. Por ejemplo, produce un minucioso registro de las violentas relaciones entre los torturadores y los “macheteros”, en las inmundas oficinas y pasillos del cuerpo policial. Estos, a su vez, se disputan entre sí los cuerpos de sus víctimas no solo para aplicarles las más atroces técnicas del suplicio, sino también para procurarse placer sexual. El Vikingo es el más viejo de todos y sufre el escarnio de sus compinches. Pese a sus achaques, participa en aquel festín. “Toma a la muchacha por el cabello y la alza, como se alza por la nuca a las perritas de raza. Es muy baja, leve, bien formada, frágil, como una muñequita. Se ha meado; todas se mean. Y tiembla”.

La novela incursiona también en el mundo interior de María Elena. “Flaca, huesuda, la nariz corva; lleva un vestido ligero, color crema: el pelo entrecano, lacio”. Ella vive aferrada a un sentido de fidelidad hacia sus patrones. Guarda, además, el origen de su hija, Belka, como oscuro secreto personal. El único que lo conoce es, paradójicamente, el Vikingo. Belka, que trabaja como enfermera en el Hospital Militar, es seducida por el médico jefe y reclutada para atender en secreto a los sicarios que resultan heridos en las operaciones encubiertas contra los opositores.

Luego, están los grupos revolucionarios, sus procesos de iniciación, su azarosa vida secreta llena de peligros y su empeño en cobrar cada golpe con nuevos golpes. Sus combates con la policía son vividos con la emoción de un juego peligroso y despiadado. Así reflexiona el narrador sobre uno de ellos: “hoy ha ganado puntos. Es la tercera operación de ajusticiamiento en la que participa. Y la más peligrosa: no se trataba de eliminar a un informante sino a un policía foguedado”.

Los personajes se miran de principio a fin envueltos en una vorágine: luchas callejeras, capturas, tiroteos, sesiones de tortura. Es el retrato de una sociedad sin descanso ni tregua por causa de la violencia. Y las muertes se repiten, una tras otra. Muerte contra muerte: demasiadas muertes. Para quienes vivimos esa época, la novela resulta demasiado verídica y, quizás, mueve a pensar que venimos de una época de locura que, desgraciadamente, con nuevos y más actores, parece lejos de terminar. Las víctimas, las de ayer y hoy, en todos lo bandos, resultan siendo los mismos: los jóvenes. Ellos siguen siendo los escogidos de esta interminable “guerra florida” ordenada por la insaciable diosa gris de la violencia, que no se cansa de besar vísceras y devorar corazones abiertos.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 17 marzo 2011)

Peligros del centro

María Tenorio

El título del correo, “Peligros del centro”, me impulsó a abrirlo aunque no conociera al remitente. Esperaba encontrar un testimonio en primera persona sobre el asalto a mano armada en el centro de San Salvador, con detalles de hora, día, nombres de las calles y otras circunstancias específicas. O bien una advertencia de que nuestro centro histórico está a punto de colapsar por alguna falla tectónica apenas descubierta por unos sismólogos alemanes venidos al país para estudiar los terremotos. Sin embargo, el correo ofrecía películas en DVD a domicilio y contenía una lista alfabética de filmes comerciales recientes. No me cabe duda de que la estrategia le funcionó a la persona que lo envió. Su mensaje fue recibido y ahora sé de ese servicio.

Los correos electrónicos testimoniales de denuncia sobre amenazas “naturales” o hechos delictivos presenciados o sufridos en las calles de esta ciudad se han convertido, a fuerza de repetición, en un género escriturario diferenciado y autónomo. Me atrevería a decir que todos los capitalinos que usamos este medio de comunicación hemos recibido alguna vez, en nuestra cibervidas, uno de esos mensajes. Me refiero específicamente a correos producidos y diseminados entre público local (o nacional) sobre situaciones que, a juicio de sus informantes, deben ser de dominio público. Suelen ostentar títulos o subject con vocablos como “peligro”, “advertencia”, “información importante” u otros que sitúen la denuncia en un lugar concreto de la ciudad o del país.

Otra de sus notas características es la costumbre de reenviarlos o forwardearlos múltiples veces. En este sentido, resulta verdaderamente incómodo el que incluyan listas de direcciones de las personas a quienes se les ha reenviado el correo. Este detalle es fácilmente corregible cuando uno reenvía un correo: es imperativo borrar esos distractores y dejar únicamente el mensaje principal.

Hace siete días recibí el último de esos mensajes. Se titulaba “Asalto en la zona de la Feria Internacional en plena luz deldia (sic)”. Narraba el asalto al conductor de un vehículo en las inmediaciones de Casa Presidencial, e incluía un bonus track: dos fotos del hecho donde se distinguía a uno de los dos asaltantes, de camisa blanca. La persona que denunció el evento iba a bordo de un bus hacia su casa a las 5:40 de la tarde y ocupaba un asiento en la primera fila. Cuenta que “el motorista me dijo que esos dos sujetos eran ladrones, que el ya tiene varios dias de verlos que asaltan carros”. Mientras, desde el lado del copiloto, un sujeto mostraba un arma al conductor del vehículo particular, el otro ladrón recibía el botín (un fajo de billetes) del lado del mismo conductor. Así, en cuestión de segundos, tuvo lugar el atentado frente a los ojos del testigo-narrador. Al tratarse de una zona de la ciudad por la que circulo, opté por reenviar el correo a mis familiares.

Este nuevo género textual suele ser escrito por no-profesionales de la escritura que, en el afán de denunciar lo que han oído, visto o padecido, toman la decisión de comunicarlo por medio del correo electrónico. Por lo mismo, su calidad narrativa no es un rasgo que los distinga. Al contrario, en muchos de ellos se echa en falta la unidad organizadora por excelencia de cualquier escrito corto: el párrafo. También muestran descuido en el uso de marcas tipográficas como las mayúsculas y los signos de puntuación. No está de más decir que, con frecuencia, exhiben faltas de concordancia, errores de ortografía y de dedo. Pero todo lo anterior, en vez de restarles valor, es muestra de su autenticidad: no son, en modo alguno, productos cuidados de un trabajador del lenguaje.

A pesar de no constituir “buenos” textos en el sentido literario del término, vale la pena leer estos mensajes. Estoy convencida de que la información vertida en ellos puede resultarme de utilidad. Si bien uno de sus efectos perniciosos es la contribución a la siembra de miedo, que tan bien realizan los medios de comunicación a toda hora del día, un efecto positivo es el de mantenerme alerta en un espacio público tan poco amigable como en el que me ha tocado nacer, crecer y desarrollarme.

Foto del centro de San Salvador, sin fecha

miércoles, marzo 02, 2011

Defendamos a nuestros hombres

María Tenorio

El Salvador está padeciendo un mal aun no detectado por el sistema público de salud, ni por los sociólogos que aun quedan, ni por los analistas que opinan sobre cualquier tema. Quiero aprovechar este medio virtual para dar la voz de alarma. El síndrome se ceba, sobre todo, en nuestros hombres: los más jóvenes, los más enteros, los mejor alimentados, los más productivos. Particularmene ataca las extremidades inferiores y, algunas veces, lamentablemente, deja lesiones de por vida.

Algunos casos de mi entorno inmediato pueden servir como ejemplo de un mal que tiende a generalizarse. En primer lugar, el caso que mejor conozco. Mi primo, con menos de cuatro décadas de edad, usa un bastón para ayudarse a caminar mientras la fisioterapia consigue “despertar” su cuádriceps derecho. Hace dos meses fue sometido a una operación de rodilla luego de haberse roto el ligamento cruzado; sus actuales limitaciones son parte del proceso de recuperación que tomará, cuanto menos, seis meses. Segundo, mi jefe, menor aun que mi primo, se lastimó los ligamentos de la rodilla por lo cual se encuentra limitado en sus actividades físicas. Tercero, en la universidad donde trabajo, el representante del estudiantado, más joven que los anteriores, lleva una férula en su pie derecho debido a un esguince severo en su tobillo.

¿Cómo se han lastimado ellos tres? En la cancha de fútbol. Este deporte, que pareciera ser tan fácil de jugar, se está convirtiendo en una verdadera amenaza que pone en riesgo la salud de nuestros hombres y, por ende, de nuestra sociedad en su conjunto. Su peligrosidad es rara vez señalada o admitida por quienes gustan de practicarlo. Inspirados por eventos de gran bombo mediático como la Champions Copa Mundial o el campeonato de la Liga Española, muchos se lanzan a las canchas a tirar patadas sin consideración hacia sus compañeros jugadores. Estos movimientos de los pies se transforman, con frecuencia, en agresiones que lastiman, de forma leve o severa, los miembros inferiores de uno de los segmentos más productivos de nuestra economía.

Vista desde la perspectiva sicoanalítica, la impronta futbolística de nuestros hombres podría bien ser síntoma de una regresión a la infancia. Es bien sabido que, en esta etapa, los niños y las niñas poseen elevadas dosis de pensamiento mágico. Este consiste en creer que determinados objetos o sujetos (incluido uno mismo) poseen cualidades sobrenaturales, es decir, que trascienden las leyes naturales del espacio y el tiempo. Así, algunos infantes juegan a volar como Súperman o a escalar las paredes como el Hombre Araña. De forma semejante, algunos adultos se calzan sus tacos y se lanzan al terreno de fútbol para jugar como Messi o como Cristiano Ronaldo. Los resultados son, como he dicho arriba, dolorosos. Muchos de nuestros hombres carecen del entrenamiento y de las habilidades necesarias para tal actividad deportiva.

Ante la proliferación de ese fenómeno social es poco realista sugerir que se renuncie a jugar dicho deporte. Alguna vez me he atrevido a recomendar su prohibición en lugares de trabajo pues, repito, el fútbol es un deporte peligroso que pone en riesgo la salud de nuestra fuerza productiva. Mis palabras han sido recibidas con miradas, gestos y expresiones de franca desaprobación. De ahí que me permita proponer una solución distinta, que promueva una sana participación de nuestros hombres en partidos de balonpié. Entrenar bajo la guía de instructores profesionales, con disciplina y horarios semanales. Quienes no estén dispuestos, que se resignen a deportes menos extremos y que disfruten del fútbol en la televisión o en el estadio. Defendamos a nuestros hombres. Protejamos nuestra fuerza de trabajo.

(Publicado en ContraCultura)

Fotografía "Men working at the high-tech apparatus of a Zodiac dirigible balloon" de Vintage Pictures, Family Rubben Website

Rafael Menjívar Ochoa: El cielo cae y cae

Miguel Huezo Mixco

El salvadoreño Rafael Menjívar Ochoa pertenece al linaje de los grandes narradores latinoamericanos. Ha publicado más de una docena de libros, entre novelas, cuentos, ensayos y poemas en editoriales de México y Centroamérica. Entre sus últimos títulos se encuentra el volumen de narraciones breves, traducido al francés, “Un monde où le ciel ne cesse de tomber” (Cénomane, 2008). “Un mundo en el que el cielo cae y cae”, su título en español, inédito en nuestra lengua, confirma a Menjívar Ochoa como uno de los principales autores del llamado “género negro” en América Latina.

El género negro fue fundado en las primeras décadas del siglo XX por los escritores Dashiell Hammet y Raymond Chandler. También ha sido cultivado en América Latina por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, Mempo Giardinelli y Paco Ignacio Taibo II, entre otros. La trilogía “Millenium” de Stieg Larsson gira en esa órbita.

Las novelas, cuentos, cómics y películas de este género se caracterizan por el pesimismo y el desencanto. Sus personajes se mueven en ambientes dominados por la violencia, el cinismo, la fatalidad, la venganza, el odio y el sexo. Todos estos ingredientes se encuentran presentes en los libros de Menjívar: “Los años marchitos” (1990), “Los héroes tienen sueño” (1998) y “De vez en cuando la muerte” (2002).

He leído el manuscrito original de “Un mundo en el que el cielo cae y cae”. Algunos de estos cuentos son verdaderas obras maestras de precisión y economía de recursos. Menjívar apenas les pone nombres a los personajes. No “cuenta” las historias: las pone en escena. Los relatos se escenifican en México, un país que Menjívar conoce muy bien, pues vivió allá exilado por más de 20 años. Su familia debió huir después de la ocupación militar de la Universidad de El Salvador (1972). Su padre, Rafael Menjívar Larín era el rector de la entonces primera universidad del país.

El cuento “Cementerio de carros”, por ejemplo, cuenta los últimos días del Loco, un policía que sabe que va a morir. La historia es contada por su amigo, un policía sin nombre. El Loco se encuentra encerrado en su departamento, sudando, con la tele puesta a todo volumen. El lugar huele a rata muerta. El tufo proviene de su mano, envuelta en un pañuelo pringado de sangre, con los dedos hinchados como chorizos. Su amigo lo lleva al hospital. Gangrena. Hay que amputar, le dice el médico. El Loco se rehúsa. Se va a un cementerio de carros. Se introduce en un automóvil desmantelado. “Tenía la pistola en la mano derecha y miraba por el parabrisas”. En eso, se escucha el motor de un carro. Allí comienza la acción.

Luego está el cuento “Fade-out”, protagonizado por una pareja que apenas acaba de conocerse y han pasado días teniendo sexo en un cuartucho miserable en Acapulco. “El baño estaba sucio. No había luz, no había regadera, solo el excusado, el lavabo, una manguera conectada al lavabo y una cubeta para bañarse”. El hombre está jugando con un mazo de naipes. La mujer le pide que vuelva a la cama. La insulta. Ella lo golpea. El tipo reacciona. “Cuando me di cuenta ella estaba en el suelo... Un ojo se le estaba hinchando y tenía la boca reventada”. Pero esto es solo el principio.

No mates a nadie por odio. Tampoco mates por placer. Ni por lástima. Mata por dinero, proclama uno de sus personajes, mientras espera que le peguen un tiro. En el mundo de Menjívar el cielo cae, una y otra vez.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 3 marzo 2011)

Foto: Rafael Menjívar como sicario, en la portada de Vértice, El Diario de Hoy, 12 de diciembre de 1999