miércoles, septiembre 17, 2008

Una nueva Oración a la bandera

Miguel Huezo Mixco

La "Oración a la bandera", escrita por David J. Guzmán, no ha sido la única de la historia salvadoreña. A principios del siglo pasado, los poetas Carlos Bustamante, José Valdez, Juan José Cañas y Francisco Gavidia, entre otros, escribieron emocionadas estrofas dedicadas a aquella insignia llamada a ser el lazo de identidad más visible entre los miembros de la comunidad salvadoreña. La enseña azul y blanca –inspirada en la bandera de las milicias salvadoreñas que pelearon contra la anexión a México-- vino a sustituir a la bandera nacional copiada de la de los Estados Unidos.

Había pasado casi un siglo desde la Independencia y el país necesitaba inventarse sus propios signos de identidad. La declamación a coro del poema de Guzmán ha sido parte de una tradición ya casi centenaria, iniciada en 1915, cuando el gobierno decidió iniciar el culto a la bandera entre la población escolar, aduciendo que ese era uno de los medios más sugerentes para "vivificar y fortalecer en el corazón de los salvadoreños, el sentimiento de amor a la patria".

La Oración de Guzmán saltó a la fama en 1924, cuando resultó ganadora en un concurso literario. Como lo ha demostrado Carlos Cañas-Dinarte, el texto fue muy retocado en su estilo antes de ser adoptado por el Ministerio de Instrucción Pública y convertido en un símbolo patrio no oficial.

Su autor fue un intelectual influyente, talentoso y racista que creía en la supremacía de la raza blanca. En cierto modo, aquel poema nos habla de un país que ya no existe, o que quizás nunca existió, como cuando el sabio Guzmán parece mirar trigales ("en tus campos ondulan doradas espigas") donde con toda probabilidad había maizales.

La primera estrofa, que comienza con un "Dios te salve...", como el Ave María, le canta al territorio y el sistema político. En nuestros días, ambos han sufrido cambios que ni un sabio como Guzmán podía imaginarse. La globalización y la actividad económica y social de los migrantes han "desterritorializado" a El Salvador: su sociedad no está constituida solamente por la porción de población que vive dentro de los límites geográficos salvadoreños. El sistema político mismo necesita reformas urgentes para que el 20% de los salvadoreños que viven fuera tengan una participación efectiva y decisiva en el rumbo del país. El verbo “patria” ahora también se conjuga en inglés.

La segunda estrofa --"Tú tienes nuestros hogares queridos/ fértiles campiñas/ ríos majestuosos..."-- exalta la belleza y la productividad del campo salvadoreño. Ahora, la actividad agrícola del país pasa por un mal momento. La agroexportación representa solo un 8 por ciento de las divisas que ingresan a las arcas nacionales. Donde ayer se contemplaban cultivos hoy se miran tierras ociosas. El Censo 2007 indica que el país se vuelve cada vez más urbano. Como lo predijo David Browning, la salvadoreña será la primera sociedad urbana de América Latina.

Contradicciones, anacronismos y paradojas como las advertidas son parte de la savia de las tradiciones nacionales, no sólo en El Salvador, sino en todo el mundo. Como a los abuelos, se les debe respeto. Pero eso no significa que las tradiciones sean incuestionables como dogmas de fe. Las tradiciones no nacen espontáneamente. Se inventan, se producen. Pueden y deben cambiarse.

Desde el inicio del culto a la bandera azul y blanco hasta nuestros días ha pasado casi un siglo. Ahora, como entonces, el país necesita "inventar" nuevas tradiciones que nos hablen de la sociedad que ahora somos. Por ejemplo, promoviendo una nueva "oración" --un canto cívico, un saludo-- a la bandera.


Ilustración: Bandera de la República de El Salvador entre 1865 y 1914.

(Texto publicado en La Prensa Gráfica, 18 septiembre 2008)
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Texto completo de La oración a la bandera.

¿Qué hacía el 11 de septiembre?

María Tenorio

Todos tenemos una historia que recordar y que contar: dónde y cómo nos tomó la noticia de los ataques aéreos a las torres gemelas de Nueva York --el extinto World Trade Center-- aquel 11 de septiembre del 2001. Siete años después, les cuento mis memorias.

Yo estaba en Berlín, Alemania. Unos momentos antes, mi acompañante (mi actual ex marido) y yo habíamos ascendido a una ancha calle de la ciudad, desde una estación de metro cuyo nombre jamás registré. Recuerdo haber ido caminando en dirección al museo conocido como Checkpoint Charlie, dedicado al Muro de Berlín, cuando topamos con un grupo de unas quince personas agolpado frente a una vitrina, viendo tres pantallas de televisión. Había una extraña agitación en esa gente: como atraídos por un imán, nos detuvimos y fijamos la vista en los aparatos de TV.

Recuerdo haber visto un rascacielos
disolviéndose en humo y polvo. Pensé que se trataría de una película, pero no me cuadraba por qué esa gente estaba frente a esa vitrina a media tarde, viendo esas imágenes y llamando por celular y diciendo cosas en lenguas que yo desconocía. Empecé a preguntar en inglés qué era lo que pasaba, pero nadie parecía comprender. Un muchacho, de repente, dijo "New York" y "attack". Las pantallas de TV ponían un letrero que tampoco me hacía sentido: "America under attack".

Recuerdo que no entendía lo que ocurría. Sin nadie con quien indagar ni cibercafés a la vista, nos dirigimos, pues, al Checkpoint Charlie, a seguir de turistas por dos días en Berlín. (La inolvidable visita de la mañana fue al Museo de Pérgamo, donde los alemanes exhiben los invaluables frutos de sus saqueos de antiguas ciudades griegas y mesopotámicas.) Tras una hora de recorrer el museo del Muro, que muestra variedad de intentos de cruce al Berlín occidental, mis nervios comenzaban a manifestarse.

Recuerdo, al salir del Checkpoint Charlie, haber preguntado por un cibercafé. La Internet tendría que develar el sentido de la inquietante frase "America under attack". Alguien indicó que había un lugar de esos --no eran muy comunes entonces en Berlín-- en el Sony Center en Postdamer Platz. El metro se encargó de llevarnos hasta ahí y tras dar muchas vueltas encontramos un café archimoderno con cinco computadoras conectadas a Internet. Habrían pasado unas dos horas desde el encuentro con el grupo frente a los televisores.

Recuerdo de forma muy vívida el teclado de aquellas máquinas. Era metálico, estaba en alemán y estaba incrustado en la mesa. Las teclas era frías. El sitio era inhóspito y nada familiar. Mis dedos eran incapaces de presionar las teclas y marcar la dirección de una página web para buscar noticias. El sitio de CNN no conectaba, pero sí los periódicos salvadoreños. Lo que aparecía en pantalla era insólito.

Recuerdo que la información me pareció muy escasa. Dos aviones comerciales habían chocado contra las torres gemelas en Nueva York a plena mañana. En aquel momento no se podía anticipar que los atentados continuarían, que el cielo gringo clausuraría el tráfico aéreo y que el regreso hacia Columbus, Ohio --donde había que reanudar los estudios de posgrado-- se postergaría hasta el 16 de septiembre.

Recuerdo ese día 16 porque los aeropuertos y los aviones se habían transformado de súbito en espacios hostiles. En Amsterdam, puerto de salida del vuelo transatlántico, todos los pasajeros fuimos interrogados por las razones de nuestro viaje. Todo entonces era sospechoso. El uniformado pegó una calcomanía roja en mi pasaporte.

Recuerdo que, durante el vuelo y desde mi asiento, vi a un hombre, que hacía cola para ir al baño, tocarse el tobillo derecho. Pensé que sacaría una navaja, nos amenazaría para desviar el avión y hacerlo chocar contra algo. La mujer que iba sentada al lado mío, una gringa chele en sus cincuentas, me preguntó de modo nada delicado por qué estaba viajando hacia "America" y que tenía yo, como extranjera, qué hacer allá. Le expliqué que yo era profesora en la universidad y que tendría que hacerme cargo de una clase en dos días.

Recuerdo que, después de los ataques, a los estudiantes extranjeros en los Estados Unidos nos pusieron más requisitos burocráticos para salir y entrar al país. El aeropuerto de Columbus, que era completamente abierto, clausuró la zona de las salas de espera y las puertas de salida para los acompañantes. Ese diciembre, recuerdo también, los boletos para viajar a San Salvador fueron los más baratos durante los cinco años de vida estudiantil en Ohio. La gringada tenía pánico de viajar en avión. Yo moría de ganas de sentir la "tranquilidad" de San Salvador.

miércoles, septiembre 03, 2008

¿Por qué no se puede reír en una tragedia?

Estimado amigo:

Leí con mucho interés "Confieso que he reído", tu comentario sobre nuestra reciente producción de El Rey Lear. Lo primero que deseo comentar es la alegría que siento a ver que se suscitan reacciones razonadas de espectadores. Demasiado a menudo, los que creamos arte debemos conformarnos con un « que bonito » o un « no me gustó ». Y ahí quedamos. De modo que, gracias.

Tu artículo me provoca dos preguntas:
“¿Por qué no se puede reír en una tragedia?”
“¿Cómo hago para lidiar con los periodistas?"

Desearía, si estas de acuerdo, discutirlas contigo ( y con otros) en la plaza publica por este medio. Creo que ya estamos maduros en El Salvador para llevar la discusión a ese nivel, ¿no?

Cuando estrenamos “Sueno de noche de verano” en el Teatro Nacional (¡hace ya 10 años!) una espectadora me dijo que el trabajo era lindo, pero que eso no era Shakespeare. Al indagar la razón de su comentario me contestó que, bueno, ella no se había aburrido. Me di cuenta que la lucha sería larga para contrarrestar la noción que lo “clásico”- por tanto lo “culto” es aburrido; noción tan grabada dentro de nuestro ser por experiencias lamentables con profesores aburridos leyéndonos traducciones que intentan “elevar” nuestro intelecto.

El genio de Shakespeare radica también en su forma inimitable de mezclar lo cómico con lo trágico- igual que hace la vida misma. Basta con recordar la escena del portero borracho en “Macbeth” que interviene justo después del regicidio. En El Rey Lear, el Bufón acompaña a Lear –hasta que Lear se convierte en bufón. Luego comienza la tragedia.

Te concedo la razón al criticar la escena de la mano cercenada en nuestro montaje. Es un exceso al que nos dejamos ir por la misma naturaleza “gran guiñol” de la escena. Y, por lo general, me gusta desdramatizar a través del humor y así mantener el interés del público. Idiosincrasia mía.

Es un gran error “actuar trágico”. Los personajes no saben al entrar a escena que van a sufrir una tragedia. La interpretación puede cambiar mucho la percepción del espectador. La decisión de Lear de repartir su herencia en vida a cambio de manifestaciones públicas de amor desencadena la tragedia. Pero eso no lo sabe de entrada ni el publico, ni los personajes de la obra. Ahí también radica la fuerza del teatro: en hacer al público mismo dudar de sus convicciones.

No creo que un público sea estúpido. ¿Por qué las malas palabras, los insultos, todo lo referente a lo que sucede, como dice Lear “debajo de la cintura donde reina lo sulfúreo” suscita tanta risa en el público. ¿Inmadurez? ¿Falta de fogueo? No sabría dar la razón. La risa, nos enseña el filósofo Henri Bergson (1896), es la expresión de la libertad del individuo y se expresa mejor en comunidad.

Ahora mi segunda pregunta: “¿Cómo hago para lidiar con los periodistas?
Citas el artículo de Elena Salamanca en La Prensa Grafica: En el artículo titulado “El eterno Antonio Lemus Simún”, (Séptimo Sentido, p. 11), Roberto Salomón atribuye la risa del público al hecho de que algunos –o muchos— fueron a ver la obra “pensando que Toño Lemus (el actor principal de la obra) presenta (una) comedia. Y a la primera palabra que dice, ya se están riendo”. Es cierto, yo dije esto. Pero era un post scriptum a las varias razones que di en respuesta a la pregunta de la periodista: “¿A qué atribuye la risa del público?” Las primeras: a) al identificarse con lo que sucede en escena, b) al oír su lenguaje personal dicho en escena, no aparecen. ¿Qué hacer? Por un lado uno no quiere aparecer desagradecido ante tan gran cobertura mediática sobre la cultura. Tampoco es el papel del artista hacer la crítica de los críticos. Espero tu respuesta.

Roberto Salomón

Enamorado de la profesora de idioma nacional

Miguel Huezo Mixco

A algunos esta historia les dará risa. No importa. A mí también me ocurre --aunque ahora que la evoco, mi alma, o esa miel pegajosa e intocable que llevamos por dentro, crepita como el envoltorio de un caramelo.

Ella era delgada como un pincel; tenía una cara preciosa, como la de un venadito, el pelo rizado y los ojos negros. Era mi profesora de idioma nacional en el pequeño colegio de la colonia donde, casualmente, también éramos vecinos. Yo era muy pequeño y en esa hora de mi vida me faltaba mucho para convertirme en un adulto.

El mío no fue un amor instantáneo. Como en el yogur, una bacteria comenzó a fermentarse en mis tripas hasta convertirse en algo suave y apetitoso. Primero, me limitaba a mirarla, ocupada, picando un esténcil en su máquina de escribir, o afilando los lápices que alineaba con rigor junto a sus cuadernos. Después me sentí hipnotizado por el balanceo de sus rizos cuando borraba la pizarra. Mi corazón se volvía un mono cuando ella llegaba, cargando como a un bebé una versión abreviada del Diccionario de la Lengua Española. Pronto llegué a adorar el color de su labial y, sobre todo, aquel delicioso olor a avena que exhalaba su pecho.

Para estar a su lado realicé todas las estupideces de un imberbe: cargué sus libros, le escribí poemitas, le regalé fruta (pues, como yo, ella adoraba los mangos). Hice otra cosa aun más tonta: me presenté ante su puerta. Sus padres, aunque estaban perplejos, insistieron, corteses, en hacerme beber un refresco. Hablamos, ya no sé, de las cosas de las que hablan los grandes con un chico. Desde mis gafas de niño miope, sentado al lado de ella, me miré como un gran señor. Para entonces, se había formado una tubería repleta de una savia color de papaya que se irrigaba por todo mi cuerpo.

Un día hice un arresto y le dije, con cierto aplomo, que estaba enamorado de ella. La profesora quedó atónita. Quizás por vergüenza o vanidad no pudo cortar mi impulso. Colocó su dedo en mis labios resecos, y aunque detrás de su sonrisa entreví, con sorpresa, que uno de sus dientes lucía ligeramente amarillo, yo anhelé besar esa boca.

Comencé a buscarla en los recreos. Ella me esperaba, sentada, siempre con su diccionario al lado. También repetimos –una, dos, tres veces-- la escena en la casa de sus padres. Le mostré mis juguetes más queridos, le llevé caramelos y hasta unas margaritas que robé del patio de la niña Isabela, su vecina. Ella, quizás por jugar, me decía cosas como las que dice una niña... Jamás debimos salir de ese juego.

Es fácil imaginarse el final de esta historia. Un mediodía, a la hora que sonaba la campana del fin de clases, me llevó de la mano a toda prisa hasta un rincón del patio donde no había flores. Con el seño fruncido me pidió que dejara de buscarla. Por toda respuesta, yo le dije que la amaba. Aquello sonó como a una mala palabra. Entonces, mi profesora me miró, ya casi sin dulzura.. “Eres solo un niño”, dijo, con una mueca. Y en esa hora tan quemante de mi vida me dio la espalda, dejándome plantado.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 4 de septiembre 2008.)

El poder, la felicidad y una camisa de fuerza

María Tenorio

Los retorcidos impulsos del poder y la búsqueda de la felicidad son dos motivos recurrentes en la colección de nueve relatos que Alberto Pocasangre (San Isidro, Cabañas, El Salvador, 1972) entrega en su libro Camisa de fuerza (2008), publicado por la estatal Distribuidora de Publicaciones e Impresos, DPI. Con un lenguaje fluido, los textos de Alberto siguen la típica estructura narrativa de planteamiento, nudo y desenlace, creando una tensión que atrapa al lector hasta la última línea.

Del ejercicio del poder, hasta lindar con la injusticia y la locura, beben los personajes de "El secreto", "La consulta" y "La camisa de fuerza". Estos tres cuentos se caracterizan por la denuncia social: presentan a víctimas y a victimarios que se relacionan en los espacios laboral o doméstico. Así, "El secreto" cuestiona la asimétrica relación, marcada por el acoso sexual, entre un jefe y una empleada en una fábrica maquiladora. "La camisa de fuerza" salpica de violencia doméstica este tomo al narrar la "involución" de un hombre normal que se convierte en verdugo de su familia.

"La consulta", por su parte, recrea la secular lucha entre la civilización --encarnada en la figura del médico-- y la barbarie --representada por el brujo, el cura y el alcalde-- en una pequeña y aislada población costera. El estilo costumbrista de este cuento revela que en las zonas rurales aun sobreviven prácticas, estructuras de poder y modos de vida de aquellos tiempos en que las computadoras eran pura ciencia ficción.

El viaje en busca de la felicidad o del bienestar, cifrado en un objeto del deseo, es el otro gran tema de los cuentos de Alberto Pocasangre. En "Las dos cartas", el relato que abre el libro, el protagonista realiza una travesía en tren para encontrar a su padre y una supuesta herencia. "La estrella", por su parte, es una exploración nostálgica de la familia y el lugar de origen donde el pasado y el presente convergen en un trozo de cristal.

La búsqueda del conocimiento, materializado en el deseo por poseer un libro, es el tema del cuento "La infinita intrascendencia del ser", el cuento más triste de todos. Por último, las separaciones del ser amado dan motivo a las narraciones tituladas "Lorena" y "Buscando a Gabriela". En ambos casos los protagonistas son hombres abandonados por su pareja que se lanzan a la acción y al encuentro de... algo.

En cuanto al autor, hay que decir que, si bien este es su primer libro de relatos breves, cuenta ya con experiencia como narrador. La editorial Libresa, de Ecuador, publicó en 2005 su novela infantil El hombre de los mil relojes. Además, en el país se ha hecho acreedor del título de Gran maestre del cuento, luego de ganar tres Juegos Florales en dicho género literario. Alberto fue también finalista en el certamen literario Pedro de Atarrabia, en España, en 2004.