miércoles, julio 20, 2011

¿De qué color es tu cielo?

María Tenorio

La iglesia mormona se originó en los Estados Unidos; no debería extrañarme que el cielo mormón sea gringo a más no poder. Hace unos días lo visité, en compañía de mi tía abuela. El salón celestial se sitúa dentro del Templo de San Salvador de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, esa llamativa edificación blanca alzada en el municipio más rico del país, en las cercanías del centro comercial Multiplaza. Llegamos, como muchos otros, por curiosidad, atraídos por su magnificencia, aprovechando la anunciada “casa abierta” que finaliza el sábado 23 de julio.

Mi tía y yo fuimos muy bien tratadas durante toda la visita. Primero se nos instruyó con un video breve sobre la iglesia mormona; luego se nos guió dentro del templo y finalmente, se nos convidó a un refrigerio. Así, tuvimos la oportunidad de transitar por las diferentes edificaciones del complejo: la capilla, donde se realizan los servicios dominicales; el templo, “centro espiritual” donde se realizan “ordenanzas sagradas”; y la recepción, donde hay un comedor y áreas sociales.

Una peculiaridad de la estructura mayor, el templo, es que no consta de una sola nave donde se congregan los miembros de la iglesia frente a un púlpito; por el contrario, posee una estructura más parecida a los salones de actos de un hotel. Todos los cuartos están pulcramente amoblados y decorados, de acuerdo con su función, desde el piso hasta el cielo, en un estilo sobrio y claro. Por ejemplo, las paredes de la sala de instrucciones están cubiertas con el mural de un idílico bosque donde habitan torogoces y tigrillos, entre otras especies. El bautisterio bien podría ser el jacuzzi de una mansión, de no ser por los doce bueyes que sostienen la pila bautismal y que solo se ven al asomarse a la orilla de la misma.

Llama la atención el lujo de los detalles que configuran cada ambiente. Lo único que me sorprendió, en aquel derroche de riqueza, fue que muchos cuadros con escenas de la vida de Jesucristo fueran meras reproducciones. Pensé que encontraría pinturas originales de artistas locales. Salvo esa deficiencia, me parece que los mormones se han lucido no solo en la arquitectura y la localización de su templo, sino también en sus interiores. No es extraño que “cualquier cristiano” mire el lugar con admiración.

Pero permítanme llevarlos al cielo mormón. “El salón celestial --dice el brochure que nos entregaron durante la visita-- simboliza nuestro hogar eterno en el reino de Dios y nos recuerda las recompensas de una devoción fiel”. Lo describo como una especie de lobby de un hotel de lujo, clásico al estilo gringo, con muebles de madera de finos acabados y sofás forrados en tonos de beige, sobre una alfombra clara, con una impresionante lámpara colgante de cristal, y un amplio ventanal en forma de arco. Mientras, en silencio, se nos dejaba contemplar sus detalles pensé que, definitivamente, ese no es mi cielo.

Entre las paredes del cielo mormón sentí frío. Su estilo me comunicó rigidez. Es un lugar bello, sin duda. Pero carece de la belleza que a mí me gusta y me hace sentir cómoda. Podría imaginarme allí sentados a los señores gringos de saco y corbata que aparecían en el video que nos presentaron inicialmente: los apóstoles de la iglesia mormona. Pero no me imaginaba a mí misma usando aquellos sillones. La experiencia me dejó pensando en la escasa inocencia de lo que nos gusta y lo que no nos gusta, en las raíces estéticas de la intolerancia.

Desde hace años me intriga cómo se relacionan lo bello y lo bueno. Lo que me gusta me parece aceptable y deseable; lo que no me gusta, tiendo a rechazarlo. Así, las sociedades tienen su estética dominante, lo que se ve bien para vestir, construir, decorar. Las “personas de bien” siguen esa tendencia. Las clases sociales y las subculturas juveniles también poseen sus estéticas: muchas veces lo que es bien visto en unas, es considerado de mal gusto en otras. Las diferencias estéticas entran en conflicto cuando se sobrepasan límites; entonces lo feo también se ve como inaceptable e incluso como “malo”. En nuestra forma personal-social-cultural de leer las apariencias de los fenómenos se funda, muchas veces, la intolerancia. Eso ocurre con las tendencias estéticas de las maras, que están estigmatizadas por una serie de símbolos contrarios a las estéticas dominantes. Los tatuajes en el cuerpo son un ejemplo gráfico de ello.  

Mi experiencia con el cielo mormón no fue tan drástica. No lo viví como inaceptable ni, mucho menos, como malo. Pero es demasiado gringo, demasiado pulcro, demasiado descolorido, demasiado “cherche” para mi gusto tendiente más hacia la estética rústica y colorida de la hacienda mexicana. 

Ilustración: Panal y abejas, símbolo mormón (tomado del blog Made for you by Mrs Woo)

Fotos de los salones del templo

Fusilar a un magistrado

Miguel Huezo Mixco

El 3 de agosto de 1863, en la plaza Santo Domingo (hoy plaza Barrios), en San Salvador, fue pasado por las armas Manuel Suárez, Primer Magistrado de la Corte Suprema de Justicia. Suárez fue llevado frente al pelotón de fusilamiento por órdenes del entonces presidente, el Capitán General Gerardo Barrios. La locura de Barrios es una estampa que merece ser recordada en ocasión del “bicentenario”.

Para el historiador Gilberto Aguilar Avilés (“Historia de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador”, 2000) aquella ejecución fue el punto culminante de la pugna de Barrios contra el Poder Judicial, que incluyó una “sañuda persecusión” contra Anselmo Paiz, Presidente de la Corte Suprema de Justicia, por oponerse a las arbitrariedades del mandatario.

“Pocos personajes desearon tanto el poder político como el general Gerardo Barrios”, sentencia Aguilar Avilés. Peor que Barrios solo Hernández Martínez, digo yo. A su lado, todos los que les han seguido, hasta los más ambiciosos, parecen aprendices. La correspondencia de Barrios, amontonada en el Archivo Nacional, si se estudiara, quizás podría darnos una pista sobre la patología por el poder que suele aquejar a nuestros dirigentes.

Barrios ha pasado a la historia como defensor de la unión de Centroamérica. Se le atribuye, inclusive, la introducción en El Salvador del cultivo del café. La gratitud nacional hacia Barrios se expresa no solo en su escultura ecuestre, instalada en la plaza que ostenta su nombre, sino por el prominente papel que se le otorga en el rumbo que tomó el país desde finales del siglo XIX.

La cultura política salvadoreña se entiende mejor cuando uno cae en la cuenta de que la Escuela Militar lleva el nombre de Barrios y el Museo Nacional el del racista David J. Guzmán. Muchas de las figuras que engalanan nuestras efemérides convirtieron a El Salvador en una sociedad bipolar, intrigante y violenta.

Ítalo López Vallecillos (“Gerardo Barrios y su tiempo”, 1967) describió al Capitán General como alguien que adoraba los trajes entorchados (bordados de oro o plata), cojo, bajito, moreno y de espalda ancha. Este “enano despótico”, como se le llama en voz baja en algunos círculos de historiadores, intrigó contra los presidentes Rafael Campo y Miguel Santín. El novelista Carlos Castro, en su “Libro de los desvaríos”, lo sitúa como descendiente de una familia de militantes jacobinos. En pocos años mandó a la muerte a millares de hombres en su infructuosa guerra contra el guatemalteco Rafael Carrera.

Según Aguilar Avilés, las interferencias de Barrios contra la Corte fueron graves. Como ya se ha referido, no solo le hizo la vida imposible a Anselmo Paiz. Dos magistrados fueron detenidos en San Vicente, en 1858, por el entonces Senador Presidente, para forzarlos a tomar la ciudad de San Salvador como sede del máximo tribunal; y en 1863, mientras las tropas de Carrera marchaban sobre territorio salvadoreño, Barrios fusiló, sin juicio formal, al magistrado Suárez.

Suárez había sido seguidor de Barrios, pero cuando la derrota del Capitán General parecía inminente suscribió una proclama de apoyo a Francisco Dueñas, un terrateniente conservador, enemigo jurado del señor Presidente y marioneta de aquel otro demente llamado Rafael Carrera.

Los días de Barrios terminaron en 1865 frente a otro pelotón de fusileros tras un intento frustrado de derrocar por la fuerza a Dueñas. Para Anselmo Paiz, sin embargo, aquel no merecía semejante castigo (“Guión histórico del Poder Legislativo de El Salvador”, 1996). Barrios, dijo, fue solo un hombre equivocado, digno de lástima y enloquecido por el poder.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 21 de julio de 2011)

(Ilustración: El combate de San Lorenzo, Ángel Della Valle)

miércoles, julio 06, 2011

Un país bipolar


Miguel Huezo Mixco

Todavía no termino de entender todo eso del Bicentenario. La parte más visible de la conmemoración, o celebración, que para efectos prácticos es lo mismo, son los documentales y clips sobre episodios históricos, artistas, héroes, leyendas y mitos que se transmiten por televisión.

En general, esas producciones (públicas y privadas) intentan presentar a la salvadoreña como una sociedad moderna y pujante, apegada a sus raíces, satisfecha con su historia... y felizmente apestosa, digo yo. Apestosa a sangre, como bien sabe quien algo haya leído de la historia patria. ¿Por qué siempre hemos rendido culto a la diosa Violencia?

Sobre esto poco o nada se ha dicho en ocasión de los fastos del Bicentenario. Aquí no hay tiempo para reflexionar, ni para pensar. Todo es prisa. Hagan el plan, pongan el logotipo, llamen a los medios. Lo mejor que se ha hecho, hasta ahora, para la divulgación masiva, son los ensayos de Pedro Escalante Arce, que se publican en este diario. Pocos como él están tan convencidos sobre la necesidad de unir el Hoy con el Ayer. No para la erudición, sino para aprender a legislar bien, que tanta falta nos hace.

Los pasados doscientos años han sido una interminable secuencia de conflictos, fusilamientos, matanzas. La cosa no para. El Salvador de nuestros días será recordado como un país con trastorno bipolar, capaz de pasar del frenesí a la depresión, sometido por la violencia y las intrigas de los políticos. Ellos son como el rey, que va desnudo, pero que se imagina recubierto de esplendor.

Nuestra generación hizo la guerra y luego la paz. Pensamos que en esta República comenzaba la Edad de la Razón. Esta misma generación, polarizada y revanchista, puede echarlo todo a perder con dos o tres plumazos.

Dos millones de connacionales han preferido una existencia incierta a malvivir en este país. La sucesión de reveses económicos de los dos últimos siglos, la pobreza y la espeluznante situación de inseguridad ciudadana, nos hacen pensar que El Salvador no es el “manantial de legítima gloria” que describe una olvidada estrofa del himno nacional.

Nuestro pan de cada día son el miedo, los tiros, lágrimas, bolsas negras y ataúdes. Una ojeada al mundo de la violencia --simbólica, doméstica, delincuencial-- basta para reconocer que los salvadoreños no palpitamos como un solo corazón. Que si algo nos falta es tener, al menos, un poco de corazón.

En esta sociedad el orgullo nacional siempre se ha montado sobre los hombros de la ingratitud. Ya les tocará su turno en la tele a Salarrué y a Pancho Lara. A estos poco les faltó para morirse de hambre. “Semos malos”. Pero de eso no hay que acordarse: nada de pesimismo. Los buenos salvadoreños estamos de fiesta. A bailar El carbonero. Que salgan a escena las indias, el pito, la chancleta y el tambor, y dale con el orgullo, y la pujanza... La creatividad fluye en un imparable borbollón, como la sangre de un degollado.

Hace poco más de ochenta años, Manuel Andino, rendido ante el talento de nuestro Toño Salazar --artista de verdad, y no de esos que han hecho de las “redes sociales” su paseo de la fama--, escribió: “¡Llenaos de orgullo y de vergüenza, polvorientos ciudadanos de San Salvador! De entre vosotros, mercaderes, escribientes y politiqueros, ha surgido el genial Toño Salazar, como en sórdido arenal una rara, estupenda flor”.

Arenal y tierra yerma. País de mercaderes y politiqueros: nunca mejor dicho. Lo que recubre el pastel de la celebración de estos doscientos años no es exactamente chocolate.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 7 julio 2011)

Ilustración: De la exposición Lorem Ipsum, de Javier Ramírez/Nadie y Eduardo Chang

Vaya, pues

María Tenorio

Por más que nos declaremos ciudadanos del mundo, nuestra forma de hablar nos ata a un nosotros menor que el universo. Puede ser un país, una región o incluso una ciudad. Así, los salvadoreños nos diferenciamos --no solo hacia fuera, sino también hacia dentro-- por muchas expresiones y acentos. A riesgo de caer en folclorismos, dedicaré este día mi columna a la lengua de estas tierras. Lo hago porque, a raíz de mi texto anterior sobre la salvadoreñidad, algunos me preguntaron cuáles eran mis marcas de identidad. Sin duda, mi sentido de pertenencia a este colectivo nacional se define, en buena medida, por la manera como hablo el español.

Mi querida amiga Ileana Rodríguez, originaria de Nicaragua, me hizo ver, luego de estar varios días de visita conmigo en San Salvador, que cada vez que ella me pedía algo yo la mandaba ir a algún lado... Pero, ¿cómo?, le respondí con mi ceño fruncido, ligeramente preocupada. Sí, me dijo, cuando te digo “Mariíta, quiero comer papaya” o “Necesito comprar unos recuerditos en el mercado” me contestás “vaya, pues”. Inevitable reírme; en aquel momento caí en la cuenta de nuestro traído y llevado “vaya, pues”. Yo antes me burlaba de mis amigos españoles que a cada rato dicen “venga, vamos”. Pero después de lo que me dijo Ileana, me quedo callada.

Durante los años que viví en Estados Unidos, estudiando el posgrado, pertenecí a una comunidad académica donde la propia habla era bien vista y respetada como marca identitaria. Formé parte de un grupo realmente privilegiado: estudiantes y profesores que coincidimos en el departamento de Español y Portugués de la Universidad Estatal de Ohio, en Columbus. Al hablar, no había que forzar el acento para estandarizarlo, pues no había un español estándar. Es decir, no había un grupo de poder que definiera una norma por encima de otras. Todos éramos minorías: argentinos, uruguayos, mexicanos, bolivianos, peruanos, ticos, brasileños, salvadoreños, entre otros. Los españoles eran más, aunque no constituían mayoría.

Allá me di cuenta de muchas de mis diferencias al hablar. También supe que compartimos con otros centroamericanos y mexicanos muchos rasgos comunes. Clara Reyes, gran amiga bogotana, se sorprendía de mi expresión “primero Dios”, pues le sonaba extrañísima, así como a mí me lo parecían sus decires “es un camello”, “qué tenaz”, “muy juicioso”, que asocio indiscutiblemente con Colombia. Un día me sorprendió mucho oír a un gringo decir el consabido “primero Dios”. De inmediato le pregunté dónde había aprendido su español. En Guatemala, me dijo. Así iba atando cabos y construyendo mapas sobre las diferencias lingüísticas y hasta dónde llegaban.

De cualquier manera, había palabras que nunca hubiese usado en aquel ambiente multihispánico porque, de entrada, sabía que no se entenderían. Esas eran las íntimamente salvadoreñas o, más aun, de la zona occidental de donde viene mi familia materna. No hubiera dicho, por ejemplo, “el guineo está tetelque” si la fruta no había madurado bien. “Guineo” sí decía pues era una de esas frutas a las que se llamaban de distintas maneras: unos le decían “plátano”, otros “banano” o “banana”. Los bolivianos y los puertorriqueños, al igual que nosotros, le llamábamos “guineo”. Pero con “tetelque” no había vuelta de hoja. Nadie más conocía el vocablo. Lo mismo ocurriría con “istulte”, que aparece en el Diccionario de la Real Academia; taliste (viejo pero no envejecido), pilisque (poca cosa), cueshte (fino) o charo (grueso), por mencionar otros ejemplos no registrados en el diccionario. Muchos de esos salvadoreñismos están recogidos, sí, en el Real diccionario de la vulgar lengua guanaca (2008) de Joaquín Meza, y en Dichos y diretes (2007) de Ana del Carmen Álvarez. Este último, por cierto, es uno de los pocos libros de autores salvadoreños disponible en formato electrónico, para Kindle.

Pero, volviendo al tema, una no sabe de antemano qué palabras son exclusivas de estas tierras y cuáles no lo son. Cuando se habla con gente de otros lados se va jugando a prueba y error en las conversaciones cotidianas. Yo desconocía que el adjetivo dundo es usado, con el mismo significado de “tonto” que nosotros le atribuimos, por otros centroamericanos. De eso me enteré un domingo por la noche, cenando con mi amiga Ileana. Otro día, hablando con Manuel Gómez Fernández, un tico que estudiaba el doctorado en literatura, me di cuenta de que la palabra cerote, en su acepción de “excremento sólido”, no es exclusividad salvadoreña: también la usan otros centroamericanos. Nos moríamos de la risa, como bichos bayuncos, cuando nos dimos cuentas de esa clave indescifrable para otros.

Y para terminar una anécdota transatlántica. Caminábamos un día mi amiga Ruth Guajardo, oriunda de la Zaragoza española, y yo en las inmediaciones de Cunz Hall, el edificio que albergaba el Departamento de Español de la universidad en Columbus. En eso me detuve y le dije que tenía que amarrarme las cintas de los zapatos. Ella corrigió: “te tienes que atar los cordones, dices”. No, le dije yo, me tengo que amarrar las cintas. Así pasamos un rato, riéndonos, cada una sin ceder un ápice en su identidad lingüística.


Ilustración: Sesenta y ocho, de Eduardo Chang

Pobre, es artista

María Tenorio

Leí la convocatoria en un periódico local: se invitaba a un concierto para recoger fondos que ayudaran a sufragar gastos médicos de un artista que había sobrevivido pintando postales. Di con esa nota de prensa mientras buscaba eventos culturales donde enviar a mis estudiantes de primer año de universidad. Mi reacción inmediata fue pasar la página. Como mis alumnos poco o nada tienen que ver con el sector cultural (cursan economía, derecho o ingeniería), decidí no mostrarles esta faceta lastimera que tanto se proyecta en los medios de comunicación. Luego me he quedado pensando en el porqué de mi reación. De eso escribo en las próximas líneas.

Pena ajena

Mi actitud obedece a un sentimiento de pena, en los dos sentidos que usamos la palabra, dolor y vergüenza. Pena de difundir el imaginario del artista víctima que se ha entregado al Arte (con mayúscula inicial) a costa de sacrificar una vida digna. Ante un grupo de jóvenes que ha optado por profesiones bien vistas socialmente, me da pena alimentar el mito del fracaso de quienes se dedican --nos dedicamos-- a la producción cultural.

Aclaro: la actitud altruista de recolectar dinero para la salud de otro me parece loable. Los ciudadanos tenemos que hacernos cargo de lo que, muchas veces, el Estado no puede resolver o de ayudarnos entre nosotros cuando el Mercado nos deja fuera o nos quiere cobrar demasiado. Con la lógica imperante, al Estado no se le puede pedir que nos resuelva la vida en muchas de sus facetas, aunque la Constitución establezca lo contrario. Lo que me produce vergüenza y dolor no es, pues, el acto de solidaridad, sino la marginalidad de la producción cultural en nuestro país, la precariedad de los espacios para dedicarse con dignidad al arte y la cultura.

La producción cultural es poco atractiva profesional y laboralmente en El Salvador. Es decir, trabajar en el sector cultural, sobre todo en su ámbito estético, dedicado a las cosas inútiles que hacen esta vida placentera y divertida. Me refiero a dedicarse a las artes visuales, la producción de cine y video, la literatura, las artesanías, el teatro, la danza, la música, etc. Y cuando hablo del escaso atractivo quiero decir que se trata de actividades poco rentables económicamente. En otras palabras, producir materiales en los cuales vernos reflejados --películas, fotos, pinturas, esculturas, libros-- se vuelve una tarea titánica en este país por la pequeñez de los públicos consumidores.

A menos que se trate de la industria publicitaria --donde la producción de contenidos de fuerte carga simbólica es bien pagada-- dedicarse al Arte es ir contracorriente. Para muchos, a eso se le conoce como “locura”. También se le ha llamado “vagancia”. No es más que un mito relacionado con la escasez de espacios para producir arte y cultura, para formarse en las distintas disciplinas de la producción cultural, para insertarse en el mercado de trabajo en condiciones favorables. En suma, para ganarse la vida.

Cosas del espíritu

Pero hay otro elemento también presente en el mito del artista que, a mi juicio, lo perjudica más que beneficia. Es la consideración del arte y la cultura como producciones del espíritu --y para el espíritu-- que no deben contaminarse con los hedores del dinero que despide el mercado. De ahí surge la otra cara del “loco”, el “vago”: el “creador” de belleza que está por encima del mundo material. Otra vez más apelo a la lógica imperante de nuestras sociedades: el arte y la cultura no tienen más alternativa que entrar en el Mercado. Para que la oferta de esos productos rinda beneficios económicos debe haber una demanda que pague por ellos. Generar esa demanda consiste en educar públicos que disfruten del arte, que “vivan la cultura”, como propone el eslógan de la Secretaría de Cultura.

Ver con lástima a los productores culturales, como esos seres que apenas sobreviven, me parece infamante y, por decirlo con un lugar común, propio de nuestro subdesarrollo. En otros países la producción cultural se considera una industria. En otros países, las industrias creativas rinden beneficios económicos, pagan impuestos y dan trabajo, al tiempo que embellecen los espacios públicos y privados, y hacen que la gente se sienta orgullosa de su localidad. Para que lleguemos ahí nos faltan varias generaciones y varias iniciativas como la del Teatro Poma o el Festival Internacional de Teatro Infantil (FITI), por mencionar dos ejemplos. Nos falta luchar contra los mitos de la víctima, el loco y el vago. Dignificar el trabajo del sector cultural comienza por considerarlo trabajo, con seguridad social incluida. En este sector, como en otros, muchos han optado por emigrar para profesionalizarse, ejercer y vivir dignamente.

Con el pretexto del Bicentenario, propondría que algunas personas expertas se reunieran en una comisión para la creación de políticas públicas tendientes a desmarginalizar al artista, propiciando su inclusión social. Sí, lo digo en son de burla, pero también en serio. Hace falta más que repetir el mantra de “vivir la cultura”.

Ilustración: "Santa cena" de Rosa Mena Valenzuela, 1978