jueves, octubre 27, 2011

Entre aludes y taludes

María Tenorio













Hace pocos días los salvadoreños vivimos una especie de diluvio. Nos llovió sin parar por nueve días y nueve noches, del 11 al 19 de octubre, debido a la depresión tropical denominada 12E. En esa coyuntura, los medios de comunicación y los ciudadanos intentamos atrapar y expresar con palabras los detalles del fenómeno. Dos de las que se pusieron de moda durante el temporal fueron  “alud” y “talud”.

Su semejanza en cuanto a la grafía, el sonido y el género masculino se desvanece totalmente cuando se ven su origen y su significado. “Alud” es un vocablo de origen prerromano con el que nos referimos a un derrumbamiento de nieve o de tierra. Es sinónimo de “avalancha”. Como dice el Diccionario de la Real Academia, alud es una “masa grande de una materia que se desprende por una vertiente, precipitándose por ella”. Así, tenemos el titular de un periódico del 17 de octubre recién pasado que decía “La Paz: Alud de tierra destruye seis viviendas, no se reportan víctimas”.

“Talud”, por su parte, procede de la lengua francesa y signfica, según el mismo diccionario, “inclinación del paramento de un muro o de un terreno” o, como explica Wikipedia, “un talud es una zona plana inclinada”. Algunas de nuestras carreteras abundan en taludes, pues fueron construidas rompiendo cerros; los cortes verticales de tierra y piedras, ligeramente inclinados, son los taludes. Por ejemplo, una noticia del 17 de octubre explicaba que se había ordenado la evacuación de la colonia Cima III “luego que ayer cediera un talud debido a las fuertes lluvias registradas en la capital”.

En esos nueve días, el agua llovida sobrepasó, con creces, los promedios de lluvia correspondientes a los meses de octubre de años anteriores. El líquido vital, derramado con tanta profusión desde los cielos, se convirtió en una fuerza destructiva que arrastró personas y animales por ríos y quebradas desbordados, derribó árboles, tiró puentes, hundió trozos de carretera, hizo desaparecer casas enteras, creó inéditas cascadas, anegó tierras cultivadas, pudrió cosechas. En suma, alteró la topografía nacional con graves consecuencias humanas.

Un temporal de esa magnitud, no registrado antes en nuestra historia escrita, se entiende como parte de un fenómeno que también es expresión de moda: el “cambio climático”. Fuimos partícipes --en incluso víctimas-- de dicha transformación que, en buena medida, se debe a las emisiones de dióxido de carbono producidas desde los países industrializados. No solo somos importadores de artículos fabricados por industrias que contaminan la atmósfera; también padecemos los efectos de la producción de los mismos.

Seis días después de iniciado el súpertemporal, la Asamblea Legislativa decretó estado de calamidad pública y desastre en todo el país. Los titulares de los periódicos, los noticieros de la radio y televisión usaban, además, las palabras “catástrofe” y “tragedia”. Los 32 muertos que dejaron las lluvias, los miles de damnificados, y la destrucción de infraestructura merecen esos y otros vocablos pertenecientes al mismo campo semántico, como se diría en Lingüística. En definitiva se trató de una “calamidad”, es decir, de una “desgracia o infortunio que alcanza a muchas personas”. También fue un “desastre” o “desgracia grande, suceso infeliz y lamentable”.

Su categoría de “catástrofe” es, asimismo, incuestionable: “suceso infausto que altera gravemente el orden regular de las cosas”. Solo pensemos que durante esos días el Ministerio de Educación suspendió clases “hasta nuevo aviso”, alterando la rutina nacional. Y, por último, las lluvias nos pusieron tristes, con pesar por todas las desgracias, y por no ver el sol y el cielo azul, de ahí que también sea adecuado emplear la palabra “tragedia”: “suceso de la vida real capaz de suscitar emociones trágicas”. Como vemos, disponemos de muchas formas de aludir al fenómeno y valorarlo, aunque cada una de ellas tiene distinto matiz.

“Severina”, de Rodrigo Rey Rosa


Miguel Huezo Mixco

La novela “Severina” (Alfaguara, 2011), de Rodrigo Rey Rosa, trata sobre dos grandes pasiones: el amor y los libros. Indaga también en un conocido conflicto: el que se produce entre el engaño y el perdón. Esta narración consagra al guatemalteco como un maestro en las formas breves.

Con esta obra Rey Rosa se aleja de ese realismo crudo, extendido por toda Latinoamérica, que tiene como temáticas favoritas el narcotráfico y la violencia. “Severina”, además, es una pieza que vuelve merecidas las adulaciones que han expresado numerosos críticos y escritores sobre el estilo elegante y eficaz de Rodrigo.

El centro de la novela es una pequeña librería ubicada en el sótano de un centro comercial. La tienda está a cargo de un librero con veleidades literarias, que alienta tertulias y arriesga su dinero importando pequeñas y bien cuidadas joyas bibliográficas. Un buen día aparece una clienta desconocida. Viste botas y una blusa blanca de algodón. Es atractiva y enigmática. El librero no tarda en darse cuenta de que es una ladrona. Luego sabremos que también es una verdadera maestra en las artes del engaño.

La ladrona de libros provoca en el solitario librero una repentina pasión. Un día la sorprende en flagrancia y la enfrenta. Ella intenta escapar. El encuentro tiene toda la intensidad de una conquista.

La literatura, ha dicho Borges, no es otra cosa que un sueño dirigido, y “Severina” parece hecha con el material de un sueño. La narración nos empuja por una serie de acontecimientos enigmáticos, como la naturaleza del hombre con quien ella vive, Otto Blanco, un anciano que alternativamente es su abuelo, su padre, su amante, pero que en realidad parece otra víctima de los encantos de aquella mujer.

Los libros constituyen el núcleo en torno al que giran la historia y los personajes. En la historia hay libros por doquier. El esperable encuentro sexual del librero y Ana Severina (ese es el nombre de la ladrona) se produce, desde luego, entre torres de libros. Libros del ermitaño Kenko y de Laoust, el orientalista; y novelas del irreverente Barón Corvo y del humorista Jardiel Poncela. Las vidas de Ana Severina, Otto Blanco y el librero enamorado están uncidas a los libros.

Otto Blanco, el increíble abuelo, no solo es un lector irredento, también vive del tráfico ilegal de libros: “Subsistimos sólo gracias a los libros”, confiesa. El triángulo formado por Ana Severina, el librero y Otto Blanco constituye una suerte de fraternidad donde se mezclan la bibliofilia, el sexo y el engaño.

Rodrigo Rey Rosa (1958) es autor de más de una docena de narraciones y novelas. En Guatemala comenzó estudios de medicina, que abandonó en 1980 para correr mundo. Realizó estudios cinematográficos en Nueva York. En 1984, un corto viaje Marruecos al taller literario de Paul Bowles cambió su vida. A partir de aquel encuentro se volcó de lleno a la literatura y a la traducción. Desde entonces, el nombre de Bowles lo persigue como una sombra donde quiera que vaya. Rey Rosa ha hecho también una película, Lo que soñó Sebastián, filmada en la selva del Petén, que fue estrenada en el Festival de Cine de Sundance.

En 2004 fue reconocido con el Premio Nacional de Literatura “Miguel Ángel Asturias”. Algunas de sus obras han sido traducidas al inglés, francés, alemán, holandés, italiano y japonés. Su novela breve “El cojo bueno” fue publicada en San Salvador por la colección Ficciones de la DPI, en 2001.

Rey Rosa ocupa destacado lugar en la literatura latinoamericana de nuestros días. Presentará “Severina” este jueves 27 de octubre en el Centro Cultural de España (CCESV).


(Publicado en La Prensa Gráfica, 27 de octubre de 2011) 

Imagen: Rodrigo Rey Rosa

jueves, octubre 13, 2011

Y Charlie Byrd tocó...

Miguel Huezo Mixco

Una vez Charlie Byrd aterrizó en El Salvador. Fue un 4 de noviembre hace treinta y cinco años. Su disco “Jazz samba” (1962), realizado con Stan Getz, había renovado la escena del jazz en Estados Unidos. Cuando llegó a El Salvador estaba en su momento de gloria. Para su sorpresa, a la entrada del Teatro Presidente, donde iba a presentarse, se encontró con una protesta pacífica de un grupo de artistas salvadoreños.


Aquella olvidada protesta no tenía ninguna relación con los movimientos sociales protagonizados por el Bloque Popular Revolucionario (BPR) o el Frente de Acción Popular Unificada (FAPU). La verdad, las reivindicaciones de los artistas no han estado en la mira ni de los revolucionarios ni de los conservadores.

Entre quienes llegaron aquella noche al Teatro Presidente portando pancartas estaban algunos miembros de la crema y nata de la música popular salvadoreña: los músicos Paco Palaviccini y Lito Barrientos, el actor Eugenio Acosta y el tenor Eduardo Fuentes.

La protesta se originó en el hecho de que la visa de trabajo otorgada al célebre guitarrista norteamericano había sido extendida sin consultar, como lo establece la ley, al sindicato de artistas de variedades. Además, la contratación del artista, en su condición de extranjero, no había incluido el pago del porcentaje destinado a los artistas locales que establece la ley.

Byrd envío a los artistas locales, a través de su manager, un mensaje de reconocimiento a la justeza de su reclamo. Un testigo directo de aquellos hechos, quien me ha referido esta historia, asegura que un funcionario de la embajada de Estados Unidos intentó buscar un arreglo. Los artistas, en un gesto amistoso, accedieron a que se realizara el concierto de Byrd, dejando clara la necesidad de que se respetasen sus derechos. Finalmente, Charlie Byrd tocó...

El nombre de Byrd está asociado con el despertar de los artistas salvadoreños. A mediados de los años 70, temas tales como el acceso a redes de protección social o el derecho a la organización de los artistas, se pusieron por primera vez sobre la mesa. El Sindicato General de Artistas de Variedades (SGAV) y la UGAASAL firmaron, inclusive, un histórico convenio con sus homólogos de México (ANDA y FITE), para proteger en aquel país los derechos de los intérpretes salvadoreños.

Pasaron 35 años. Los derechos laborales y previsionales de escritores, directores y actores de teatro, radio, cine, Internet y televisión; folcloristas, circenses, titiriteros, músicos, bailarines, escenógrafos, técnicos de audiovisuales y dramaturgos, no integrados al mercado formal, sigue sin llamar la atención del Estado.

Abundan los ejemplos de artistas que han vivido de la caridad y que han muerto en medio de la pobreza. La celebración del bicentenario hubiera sido una buena ocasión para iniciar un proceso que permita que los artistas accedan a servicios de salud y coticen para retirarse con dignidad. No es un sueño imposible. Cuando las autoridades se decidan a emprender esa transformación deberán volver sus ojos a la noche en que el Charlie Byrd vino a tocar su guitarra en San Salvador.


(Publicado en La Prensa Gráfica, 13 de octubre de 2011)