martes, enero 22, 2008

Floripondio para Jacinta


Miguel Huezo Mixco

La conocí una tarde del año 1994. Entró a la oficina que yo ocupaba en el semanario Primera Plana, del brazo del periodista Pablo Cerna, el salvadoreño que, por una razón que nunca entendí, se había ganado el sobrenombre de “el hombre más sexi de Managua”.
Eran días de optimismo. Decíamos que El Salvador había cambiado, y que debía cambiar todavía más. Y que en esa transformación los escritores, los periodistas, la gente de letras, debían jugar con sus propias cartas. No estoy tan seguro de que Jacinta Escudos pensara lo mismo, pero había dejado sus cuarteles de invierno en Nicaragua para venir a ver qué podía hacer ella misma en la quijotada de fundar una publicación independiente, y eso ya era decir mucho.
Jacinta vestía unos jeans ajustados. Exhalaba el inconfundible aroma del pachulí. Un olor fuerte, terroso y penetrante. Las cejas negras y el pelo agarrado. Se esmeraba en parecerse al retrato de Frida Kahlo que traía estampado en su camiseta. Casi nos hicimos amigos de inmediato y, más tarde, casi nos hicimos enemigos. Al final, las cuentas nos salieran cabales. Creo que me he colado entre el grupo de personas cercanas a su corazón.
No tan cerca como quisiera, en realidad, porque ahora Jacinta vive en San José, Costa Rica, a donde se fue hace unos años, “hastiada del salvador”, como ella escribe en sus esporádicos correos electrónicos. Aquí vivía con sus dos gatas en una pequeña casa que parecía hecha a su medida. Ese aislamiento la convirtió en una víctima potencial de todo tipo de malhechores. Prefirió largarse, y no era extraño: Jacinta no es pájaro de estos lares... quizás de ninguno.
Antes de nuestro primer encuentro la conocía sólo de referencias. En medio de los perentorios llamados al combate, en los que yo hacía coro, leí su narración “Apuntes de una historia de amor que no fue” (1987). Escribí una reseña para la revista ECA, intentando descifrar aquella historia de desamor que me estremeció.
Sospeché, y no me equivocaba, que firmaba con un seudónimo. Con ese nombre, que resume la contradicción de la flor abierta y del pavés con el que se protege, ha llegado a ser una de nuestras escritoras más interesantes y osadas.
Sus libros, “Cuentos sucios” (1997) y “El desencanto” (2001), son vecindarios de seres adoloridos por sus manías, asolados por sus historias familiares. Alguna vez estuve en la casa de su padre, en Los Planes de Renderos, y percibí algo del clima inquietante de sus narraciones. Su novela inédita, “Amarata”, es una historia de viajes fantásticos, radicalmente distinta a toda su producción anterior. Sus poemas, muy poco conocidos todavía, nos muestran otra faceta menos crispada de su mundo interior.
Jacinta es una maga. Sabe mirar en el abanico de las cartas. Por eso mismo, conoce que el universo está hecho de pequeños pesos y contrapesos. Que a menudo un solo movimiento puede alterar los abalorios y cambiar nuestra suerte. Quienes la admiramos sabemos que sigue en el camino que se ha señalado: una mujer de letras que bebe de la rebosante taza de la soledad, y que ha escrito con sus propios lápices de colores aquella frase de Alejandra Pizarnik que tanto le gusta: “Las palabras son más terribles de lo que me sospechaba”.
Para su provechoso retiro, allí le va este ramo de floripondio cortado de su propio jardín.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 24, enero, 2008)

sábado, enero 12, 2008

Visita a dos ciudades de la mano de Carlos Cortés y Rodrigo Fresán


María Tenorio

1. San José sin máscara

Si esa ciudad un día fue ordenada, cuadriculada, todo bajo control, eso ya quedó en el olvido (¿o fue una simple farsa?). La ciudad vive varios planos a la vez, se sobrepone a sí misma, es una, son dos, es una ciudad múltiple. Una cruz la mira desde arriba, pero también desde abajo y desde adentro. Es la ciudad de la cruz de olvido.
Una ciudad que se vive de noche, donde corren mares de licor, abundan los travestis, las putas y, por supuesto, los usuarios de todos los servicios que se ofrecen en el mundo de los antros, bares y conexos. Ciudad de túneles y espacios oscuros, sombríos, donde apenas se ven los perfiles de los ciudadanos, y eso que aquí se trata de ciudadanos ilustres. Es la ciudad de la cruz de olvido.
San José, capital de la Costa Rica, es la gran protagonista de la novela “Cruz de olvido”, del escritor y periodista tico Carlos Cortés. Los demás protagonistas son hombres; pero no hombres de la calle, ciudadanos de a pie, son hombres de la élite, que de día dirigen un ministerio, la fiscalía, un noticiero de televisión, la mismísima casa presidencial.
“Cruz de olvido" (Alfaguara 1999) habla sobre una San José que no podemos imaginarnos, que no podíamos imaginarnos. Ciudad de chupaderos y de sitios gay, ciudad de torturas y crímenes, ciudad de perversiones y diversiones. Ciudad donde reina la locura, la ebriedad, la corrupción, el caos y el absurdo. Ciudad donde la familia es apenas un espejismo y la ambición destruye vidas por doquier.
El guía por esta ciudad des-ordenada es Martín Amador, periodista tico comprometido con la revolución nicaragüense, a quien oscuros poderes hacen regresar de Managua a su natal San José. El crimen de la Cruz de Alajuelita, donde entre otros perece un hijo de Martín, corona y da norte a este viaje de regreso que salta de la embriaguez a la goma con soltura y naturalidad.
En su recorrido, Martín nos presenta a altos dirigentes de la Tiquicia, entre ellos al Procónsul o presidente del país, que fueron sus compañeros de estudios y llevan insospechadas vidas en lo oculto de los antros de la ciudad.
El ex-revolucionario también nos presenta, aunque no sin avergonzarse, a su madre y sus tías, en un genial capítulo que, para refresco del lector, no transcurre ni de noche ni remojado en licor. También conocemos a su maestro en las lides del periodismo, otro personaje que merece varias páginas en la novela.
Una novela contemporánea y de gran actualidad, “Cruz de olvido” es digna representante de la nueva narrativa centroamericana junto a obras de Rodrigo Rey Rosa, Gioconda Belli y Horacio Castellanos Moya, entre otros. Para el crítico literario Nicasio Urbina, “es una gran novela que viene a insertarse en una creciente tradición novelística en Costa Rica, que desenmascara los mitos más sagrados de la nación y denuncia las "buenas costumbres" y la "democracia" costarricense”.
Si usted prefiere seguirse imaginando San José como la culta y ordenada capital de “la Suiza centroamericana donde nada pasa desde el Big Bang”, preferible que no lea “Cruz de olvido”.


2. Viaje a México

México D.F. excede al viajero de hoy. A diferencia de los cronistas del pasado que escribían con la autoridad del observador omnisciente, Rodrigo Fresán habla de la ciudad sin ínfulas de abarcarla o dar cuenta de su totalidad. “Mantra” (Mondadori, 2001), su novela, propone un largo recorrido muy al estilo del siglo XXI –múltiple, disperso y descentrado– por una ciudad que se resiste a la mirada, por una mirada que huye de la objetividad.
El vocablo ‘mantra’, en la novela, no es la reunión de sonidos que se repite para meditar. Mantra es el apellido de Martín y de su familia, propietarios del imperio mediático mexicano Mantravisión. Los Mantra son la clave que Fresán inventa para entrarle a una ciudad que, de solo verla, da pavor.
La novela está organizada en tres partes, cada una narrada por alguien distinto, aunque siempre en compañía de un Mantra. Una particularidad de este tríptico es que, en ninguna de las secciones, el narrador está instalado en la capital mexicana: en la primera, habla un niño desde su natal Buenos Aires; en la segunda, narra un muerto francés desde Mictlán, el subsuelo del D.F.; en la tercera, un robot, desde una ciudad en perpetua oscilación llamada N.T.T. (Nueva Tenochtitlán del Temblor).
En la primera parte de la novela, el niño Martín Mantra llega a Buenos Aires con una pistola y una película de su familia, filmada por él mismo. En una escuela con nombre de héroe de la independencia, conocemos al mexicano prodigio de labios de un impresionado niño argentino. Desde fuera y desde la infancia, Fresán nos introduce a México D.F., a su producción mediática y al mundo de sus luchadores enmascarados.
La segunda parte, la más extensa de las tres, es la narración de un francés muerto que llegó al D.F. para no salir nunca de allí. Desde Mictlán, el subsuelo donde viven quienes mueren en la gran urbe, el europeo dialoga con María-Marie, prima de Martín Mantra, a quien amó y dejó en París. El narrador ve su antigua vida de periodista free lance y de aspirante a luchador enmascarado a través de un televisor en blanco y negro.
La parte final –y menos lograda de la novela– es el retorno del robot P.P.MAC@ario a la Nueva Tenochtitlán del Temblor en busca de su padre, el mitológico Mantrax, reconversión del ya conocido Martín Mantra. El cierre del tríptico ha sido leído por los críticos como un homenaje o remake de “Pedro Páramo” de Juan Rulfo.
“Mantra”, la segunda novela de Fresán, es un encargo de la editorial Mondadori que recibió el argentino –junto a otros seis narradores del mundo hispanohablante– de viajar a una “de las ciudades más importantes del mundo” y contar su recorrido en forma de crónica, diario de viajes o de novela. México D. F. es la única ciudad latinoamericana que aparece en la colección titulada “Año 0”. Desconozco si la serie completa de siete libros está a la venta en librerías de este país; pero mi “Mantra” lo conseguí en Metrocentro.

Las otras urbes de “Año 0

o Madrás, India, en “El tren a Travancore” de Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958).
o Roma, Italia, en “Una novelita lumpen” de Roberto Bolaño (Chile, 1953-2003).
o Beijing, China, en “Octubre en Pekín”, de Santiago Gamboa (Colombia, 1965).
o La capital egipcia en “Oriente empieza en el Cairo”, de Héctor Abad Faciolince (Colombia, 1958).
o La capital rusa en “Treinta días en Moscú” de José Manuel Prieto (Cuba, 1962).
o Nueva York en “Hora de Times Square” de Gabi Martínez (España, 1971).

Fotografías
anarcopunknoticias.blogspot.com
llevamecontulider.blogspot.com

miércoles, enero 09, 2008

"Espere en línea, por favor"


Miguel Huezo Mixco

Muchos nos sentimos estafados por la atención que recibimos de empresas proveedoras de servicios de teléfono, cable, Internet, transporte público y muchos más. Pagamos suficientemente caro para que, además, seamos engañados por esos mal llamados departamentos de “atención al cliente”.
Pese a mi escepticismo inicial, el año pasado tuve éxito en los reclamos que presenté a través de la Defensoría del consumidor contra dos importantes empresas (un banco y una distribuidora de automóviles, nada menos). Esos triunfos, sin embargo, no consiguen disipar mi frustración ante los reiterados abusos de que somos víctimas a diario. Son tantos, que uno no puede pasarse la vida diligenciando demandas.
Por ejemplo, tengo ya medio año intentando que una reconocida comercializadora de electrodomésticos repare o cambie un televisor que, tras unas pocas semanas de funcionamiento, se echó a perder. El taller de la empresa me lo devolvió, después de meses de espera, presentando el mismo “chime” por el cual fui y reclamé, una y otra, y otra vez, a su departamento de atención al cliente. Mi nuevo reclamo, como ya se imaginan, no ha sido atendido, y la garantía está por caducar.
Cuando el Internet se cae, uno debe armarse de mucha paciencia para que un humano se ponga al teléfono. Puedo declamar de memoria el mensaje que me anuncia, hasta el agotamiento nervioso, que soy importante para su empresa: “Espere en línea, pronto será atendido por uno de nuestros operadores”. Y si el servicio de televisión por cable deja de funcionar por días, la factura cobra siempre la tarifa fija, aunque la empresa no haya prestado el servicio al que se ha comprometido.
Otra empresa, en este caso una de telefonía móvil, fue incapaz de resarcir a un conocido por el cobro indebido de llamadas internacionales que nunca realizó pero que le fueron puntualmente cobradas. Con esos dineros, dicha empresa ha colocado en la carretera panamericana, rumbo a occidente, vallas publicitarias decoradas con la bandera del partido de gobierno, donde se proclaman los nombres de los (as) alcaldes.
Y ya que entramos en política, también los usuarios de la alcaldía capitalina nos vemos obligados a recibir un baño del culto a la personalidad del extinto Schafick Handal, mientras se tramitan documentos en ese recinto que a ratos parece una reproducción a escala del caótico centro de San Salvador.
Los administradores de un circo que visita la ciudad no sólo se burlan del público entregando, como “recibo” de ingreso al polvoriento parqueo, los boletos de un evento pasado; además ordenan que los vehículos se estacionen de tal manera que se vuelve imposible salir de allí mientras no se muevan otros diez carros. Roguemos porque no ocurra un temblor de aquellos. El transporte público, subsidiado con nuestros bolsillos, es la quintaesencia del abuso contra la clientela. Los buses chatarra, además de ser sucios e incómodos, representan un alto riesgo para el usuario. Pobres salvadoreños.
El reclamo por un buen servicio no es un simple capricho burgués. Como lo advierte Nestor García Canclini, muchas de las preguntas propias de los ciudadanos (a dónde pertenezco, qué derechos tengo, quién representa mis intereses) ahora se responden más en el consumo privado de bienes que en las reglas abstractas de la democracia.
La manera en que se irrespetan los derechos del consumidor habla muy mal no sólo de las empresas que lo hacen, sino también del estado de nuestra democracia. Donde hay clientes o consumidores estafados y abusados, hay ciudadanos atropellados y defraudados.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 10, enero, 2008)

Grabados de El Salvador, siglo XIX



Ilustraciones tomadas de "Jan Kozak Collection: Historical Earthquakes" en el website de Earthquake Engineering Research Center, University of California Berkeley. http://nisee.berkeley.edu/elibrary/browse/kozak

Valla publicitaria en la carretera a Santa Ana. Debajo del nombre del alcalde, los colores del partido de gobierno. En la ruta hay otras vallas y pasarelas similares sobre los municipios y alcaldes de El Congo y Ciudad Arce.