miércoles, agosto 21, 2013

Vidas minadas

Miguel Huezo Mixco

La guerra causa estragos de todo tipo. Los peores tienen lugar en los cuerpos de las personas. Dolor, frustración, marcas indelebles. Es en los cuerpos donde se termina expresando esa vaga noción de “enemigo” que es la justificación última del uso de la violencia para eliminar y herir personas.


Todo, o casi todo, se puede reconstruir después de un conflicto. Más tarde o más temprano los puentes sobre los ríos vuelven a tenderse. Los edificios se erigen. Los sistemas de distribución de energía se echan a andar. Lo que es muy difícil reconstruir son las vidas de las personas física y psicológicamente exhaustas. Combatientes militares y personas civiles, heridos, amputados de sus miembros, con sus sentidos disminuidos por la pérdida parcial o total de la vista o el oído, miran que, pasada la guerra, las cosas, mal que bien, comienzan a funcionar, menos sus propios cuerpos.


En 2007 el fotógrafo Gervasio Sánchez publicó un libro admirable: “Vidas minadas”, destinado a hacer evidentes los efectos devastadores de las minas antipersonales sembradas, y a menudo olvidadas, en los campos de batalla. Su proyecto le llevó a visitar Camboya, Angola, Mozambique, Bosnia, Nicaragua y El Salvador, para hacer estupendos retratos  de personas cuyas vidas fueron despedazadas por las minas, pero que siguen viviendo con valor y coraje.


La lectura de ese libro vuelve inevitable reflexionar sobre las vidas minadas que dejó la guerra interna en El Salvador. Hace unos días alguien escribía en su muro de Facebook que los combates que tuvieron lugar en el marco de la ofensiva guerrillera de noviembre de 1989, en San Salvador, habían matado la “inocencia” de millares de jóvenes urbanos nacidos en derredor a 1970.


Si esa pérdida se entiende como la entrada a una experiencia social diferente, más cruda y brutal, podríamos decir que los jóvenes campesinos se quedaron sin “inocencia” bastantes años antes, en una fecha que podría fijarse en 1974. El 29 de noviembre de ese año se produjo la matanza de campesinos en el cantón La Cayetana, en la falda del volcán Chinchontepec, que marcó el inicio de la larga cadena de asesinatos masivos de civiles.


No hay una sola persona en este país que no tenga una gran historia que contar sobre aquellos años. No dudo de que la sociedad vive todavía, y vivirá por muchos años más, sus secuelas. El país entero debió someterse a una terapia post-traumática. Pero en medio de los cantos de reconciliación y el festín de la fugaz recuperación económica de posguerra, hubo muchos olvidados.

“Un pueblo nuevo se levanta de las cenizas de una guerra en la que todos fueron injustos. Los miran, desde el infinito, los que sucumbieron. Los están mirando, desde la esperanza, los que esperan”, declamaron los redactores del Acuerdo de Paz.

Los lisiados encarnan como pocos el drama de esos que esperan. Sus capacidades están mermadas. La mayoría de las veces tienen pocas posibilidades de rehabilitación. Si la mayoría de personas en El Salvador enfrentan barreras casi infranqueables desde el momento en que nacen, en el caso de los lisiados se convierte en una marginación radical. Las limitaciones que experimenta ese grupo humano, imperceptibles para quienes no tienen discapacidades visuales, motrices o auditivas, acentúan la discriminación. La pobreza se ceba sobre ellos con mayor intensidad. Son seres marcados por el fuego. Vidas minadas. Carne de cañón de las batallas electorales.

Como escribió Jon Lee Anderson, quien ha cubierto como periodista incontables guerras en todo el mundo, incluida la de El Salvador, “La indiferencia humana es uno de los legados sociales más comunes de los conflictos armados prolongados”.

Foto: Manuel Orellana, víctima de una mina, y su hijo, por Gervasio Sánchez

(Publicado en La Prensa Gráfica, 21 de agosto de 2013)

jueves, agosto 08, 2013

Anafilaxis, o los límites del culo

Miguel Huezo Mixco


La creencia de que ser “hombre” es resultado exclusivo de una condición biológica  y unos atributos físicos ha provocado enormes daños y confusiones con repercusiones sociales. La pieza teatral “Anafilaxis” realiza una valiente exploración sobre esa forma de entender la masculinidad.


La historia es sencilla. Con ocasión del deceso de su padre, dos hermanos se reencuentran. La comunicación afectiva entre los dos está interrumpida. Son incapaces de mostrar dolor o ternura. La sola posibilidad de abrazarse les resulta agobiante. En sus cabezas resuenan las lecciones de hombría que recibieron de un padre autoritario y distante, y de una abuela que les inoculó la idea de que los varones no lloran, no se asustan, ni aman, y se entienden a golpes.


Los infelices hermanos, el padre y la abuela son representados sin transiciones por los dos únicos actores (César Pineda y Rodrigo Calderón) en escena. Esta es una buena manera de exponer que l,a hombría es producto de una trama (y una trampa) social, heredada de una vieja tradición que establece el comportamiento que se espera de un varón.


Aunque el enfoque de género ha puesto a la luz las brechas sociales y económicas, la explotación laboral y la violencia en los espacios domésticos contra las mujeres, todavía tiene una deuda importante en la comprensión de cómo el cuerpo del varón constituye una encrucijada que ubica en el ano el punto donde se condensan los límites de lo masculino.


Casi al comienzo de la obra, los dos personajes juegan usando unas cuerdas, desnudos de pies a cabeza, como niños. Dura solo un momento. Los distantes hermanos pronto vuelven a cubrirse con sus ropas, para repetir la historia de gritos, choques y acusaciones recíprocas de “culeros”.


La obra es una representación de la “homofobia”, la obsesiva aversión hacia las personas homosexuales que alcanza a quienes, sin serlo, exhiben conductas de “mamaítas”: débiles, sensibles, afeminados.


¿Es posible construir otras masculinidades diferentes de los estereotipos del macho gritón que aborrece el color rosa? Esta es la interrogante que deja “Anafilaxis” en la cabeza de los espectadores. El tema es controversial y despierta susceptibilidades. La obra es dinámica y captura la atención, aunque, a fuerza de insistir en las trabazones de los personajes, llega a volverse innecesariamente repetitiva. La buena noticia es que obtuvo una buena respuesta del público desde que inició sus presentaciones, en julio, primero en el Teatro Nacional y luego en el Poma.


En la producción de esta pieza experimental participó un combo de talentosas mujeres. Jorgelina Cerritos (actriz y dramaturga, ganadora del Premio de Teatro Latinoamericano George Woodyard) produjo el libreto a partir de las memorias de infancia de los actores. Eunice Payés, bailarina y directora artística de la obra, introdujo movimientos corporales de flexibilidad y gracia que hacen contrapunto a las expresiones agresivas de los personajes. Isabel Guzmán, actriz destacada en “Incendios”, compuso e interpretó la música y las canciones que refuerzan momentos dramáticos de la puesta en escena.



El título escogido para la obra resulta ser una provocación. La RAE define como anafilaxia la sensibilidad exagerada del organismo a la acción de ciertas sustancias orgánicas, alimenticias o medicamentosas. Ello afecta los sistemas respiratorio, vascular y cardiaco, produciendo ahogo, caos, taquicardia e hipotensión. Las repetidas picaduras de abejas e insectos pueden provocar ese tipo de reacciones descontroladas, muy similares a las que suelen experimentar muchas personas frente a quienes transgreden los códigos de conducta esperables de los varones.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 8 de agosto de 2013)