miércoles, febrero 17, 2010

México, centro histórico

¿Cuánto vale la cultura?

Miguel Huezo Mixco

La destitución de Breni Cuenca como Secretaria de Cultura ha avivado la percepción de que el gobierno todavía no tiene una idea clara sobre cómo manejar la relación del Estado con la cultura.

Las cosas comenzaron mal cuando el gobierno, en junio del año pasado, convocó a artistas y gestores culturales para que “votaran” por la persona que debía dirigir las políticas culturales del Estado. Pocos dudan ahora de los efectos contraproducentes de aquella convocatoria que puso en entredicho la seriedad con que se estaban considerando las prioridades del gobierno en materia cultural.

Luego vino el nombramiento de Breni Cuenca. Mis expectativas eran que sus credenciales académicas y su trayectoria personal iban a suscitar el respaldo suficiente para que la cultura se integrara en los planes de desarrollo nacional, algo que habían intentando con poco éxito sus predecesores.

Aquella designación vino acompañada de la disolución del Consejo Nacional para la Cultura y el Arte (Concultura). En mi opinión, a pesar de sus falencias, Concultura tuvo un papel importante en la creación de la nueva institucionalidad cultural de la posguerra. Sin embargo, retomando los aciertos --que los tuvo-- y erradicando las malas prácticas del pasado, ese organismo necesitaba ponerse a la altura de las demandas culturales de la sociedad salvadoreña del siglo XXI.

Esa renovada entidad –llámese como se llame— es la que debe seguir coordinando las políticas y los organismos de carácter cultural y artístico. Además, un Estado democrático debe salvaguardar el espíritu plural de una institución como esta, llamada a tener un papel fundamental en el restablecimiento del tejido social, sobre todo en un país tan fracturado como El Salvador.

La tarea no es fácil. En los últimos treinta años ha habido toda una historia de decepciones. En los años 80 no solo hubo miedo, persecución y amordazamiento: la administración Duarte también convirtió el aparato cultural en un apéndice de su ministerio de propaganda. Luego, desde los años 90 hasta nuestros días, el “ajuste estructural” y el achicamiento del Estado contribuyeron a la involución cultural que ahora padecemos. Ahora, más allá de algunos proyectos exitosos, el país no cuenta con políticas culturales.

Las políticas culturales no son un listado de actividades. Son el conjunto estructurado de acciones y prácticas sociales de los organismos públicos y de otros agentes sociales y culturales. Iluminan la manera en que convivimos, tienden puentes entre lo cotidiano y lo estético, y ayudan a producir el cemento capaz de convertir a un conglomerado de personas en una nación.

En el pasado reciente, algunos intentos en esa dirección fueron recibidos con total desprecio. Gustavo Herodier, que dirigió Concultura entre 1999 y 2004, esperó en vano cinco años para presentar al mandatario de turno un proyecto de políticas culturales. En la siguiente administración, Federico Hernández ni siquiera pudo financiar todo el proyecto del Diálogo nacional por la cultura, mientras su jefe derrochaba millones de dólares en campañas publicitarias.

Con estos ejemplos quiero decir que la falta de rumbo en materia cultural no ha sido privativa del actual gobierno. ¿Se repetirán estas historias?

Ojalá entendamos que el gran problema de fondo de este país no es la crisis económica ni la de seguridad, sino la crisis cultural. Y esta también debe ser enfrentada con iniciativas y políticas bien pensadas. La evidencia señala que en esta materia al gobierno las cosas no le están resultando bien. Ojalá esto le sirva al Presidente y su círculo más cercano para emprender una reflexión seria y hacer las correcciones necesarias. La cultura vale mucho.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 18 febrero 2010)

Ilustración: M.C.Escher

Vacaciones en Suecia

María Tenorio

Suecia no es otro país, es otro mundo. Eso pienso mientras leo las páginas de la trilogía Millenium que Stieg Larsson (1954-2004), probablemente, ni soñó con ver traducida al español o, en otras palabras, que no escribió para lectores como usted o como yo.

La idea sobre esa nación nórdica, sin embargo, no se la debo solo a Larsson: comencé a forjármela a los doce años, cuando leí Vacaciones en Suecia (1967) de Edith Unnerstad, el primer libro de mi vida. Una novela juvenil en la que un niño de Estocolmo, llamado Pelle, disfruta el verano en una granja y se ve inmerso en una serie de aventuras, en medio del bosque, rodeado de animales. Todo ahí es bueno y saludable, como la leche de las vacas de ubres rosadas. La narración de Unnerstad y las que siguieron en mi adolescencia me hicieron creer que la literatura trataba siempre sobre otras realidades distintas y distantes de la mía.

El recuerdo de aquellas vacaciones literarias, al cuidado de la abuelita de Pelle, ha sido corregido y aumentado por mi inmersión reciente en la obra de Larsson. Al momento que escribo he devorado por completo las casi 700 páginas de Los hombres que no amaban a las mujeres, y el marcador se encuentra en la página 387 de La chica que soñaba con un cerillo y un galón de gasolina. Si mantengo el ritmo de lectura, en pocos días conoceré a La princesa en el castillo de las corrientes de aire.

Ese otro mundo que solo conozco por la literatura pertenece a una región privilegiada donde bienestar y seguridad funcionan durante las cuatro estaciones del año. Quienes nacen allá tienen una esperanza de vida de 80 años, 9 más que en este país desde donde escribo. El PIB per cápita de allá es de 38 mil dólares anuales, mientras que el de aquí alcanza apenas los 5 mil. Y así contrastan los indicadores que me explican, de forma esquemática, por qué el mundo del pequeño Pelle, de Mikael Blomkvist y de Lisbeth Salander --estos dos, protagonistas de Millenium
-- es tan diferente del mío.

La imaginación de Suecia que propone Larsson tampoco es la de un mundo perfecto. Muchos seres indeseables, violentos y corruptos habitan las páginas de sus novelas haciendo de las suyas una y otra vez. Violadores, asesinos, traficantes de sexo, hackers, desquiciados, nazis y neonazis, seres antisociales, empresarios corruptos y periodistas sin escrúpulos son parte de la fauna humana que se mueve en aquel universo con altísimos niveles de bienestar. Pero el país funciona, a pesar de las bajas pasiones y de las malas jugadas de los individuos.

Un ejemplo. Un periodista va a la cárcel de Rullaker, por el delito de difamación, y pasa ahí "dos meses relativamente agradables, trabajando unas seis horas diarias en la crónica de la familia Vanger" (p. 320). ¿Se imagina usted una temporada productiva y amena en alguna prisión salvadoreña? Estoy segura de que los niveles de bienestar de nuestro país descienden todavía más en los recintos penitenciarios, donde más bien imagino hacinados --o muertos de miedo-- a los "malos" de la trilogía de Larsson.

Berne Ayalá, en su comentario sobre el volumen uno de Millenium, señala que la enorme diferencia entre el mundo larssoniano y el nuestro reside en "el poder de registro de los eventos". Mientras en Suecia sería posible rastrear a un asesino varias décadas después de su crimen, aquí simple y llanamente no.

El no-paraíso que pinta Larsson en sus libros no se parece casi nada al purgatorio imaginado de mi propio país, pero sus temporalidades son una y la misma: dos mundos que coexisten en el tiempo. Así, no me sorprendería encontrarme un día a Lisbeth Salander con su Mac portátil en un café de Multiplaza, pasando una entretenida temporada de investigaciones criminales. Falta nos haría su ayuda por estos lares. Por mi parte, mientras no fuera en invierno, me encantaría vivir unas cortas vacaciones en Suecia.

miércoles, febrero 03, 2010

El pez banana

Miguel Huezo Mixco

Seymour Glass peleó en la Segunda Guerra Mundial, tocaba el piano y estaba casado con una jovencita llamada Muriel. Ambos han ido de paseo a un hotel en la Florida. Mientras Seymour se encuentra en la playa con un flotador inflable, Muriel se ha quedado en la habitación leyendo una revista y pintándose las uñas. El teléfono suena. Muriel responde. Es su madre.

En este punto comienza la breve narración titulada "Un día perfecto para el pez banana", del escritor J.D. Dalinger, que murió de viejo (tenía 91 años) hace solo unos días en New Hampshire, Estados Unidos. Su fallecimiento ha reavivado el interés en la vida de este escritor que a los 32 años pasó a convertirse en un clásico de las letras modernas.

Como Seymour Glass, el personaje de su cuento, Salinger también estuvo en la guerra. De hecho, fue uno de los efectivos militares que participaron en el desembarco de Normandía. Digamos que era un héroe. Pero la guerra es un fuego oscuro.

Aquel veterano intentó rehacer su vida. Su primer matrimonio terminó en el fracaso. Se casó de nuevo pero pocos años después estaba otra vez frente a un trámite de divorcio. Para entonces, la publicación de su novela "El guardián entre el centeno" (1951) lo había convertido en un autor admirado.

Salinger intentó protegerse de toda la atención que recibía de la prensa, las universidades y sus lectores. Sin embargo, cuando mantuvo una relación sentimental con una de sus admiradoras (una muchacha de solo dieciocho años de edad) estuvo en el centro de un escándalo. Años más tarde se casó de nuevo, tuvo hijos, se aficionó al budismo y vivió prácticamente recluido. Sus hijos han contado detalles escabrosos sobre la vida de su célebre padre, pero esa es otro cuento.

"El guardián" cuenta la historia de Holden Caulfield, un muchacho adorable, rebelde, irreverente y solitario. Se dice que ese libro ha sido un objeto de culto para numerosos perturbados. Por ejemplo, el homicida de John Lennon lo consideraba una fuente de inspiración personal. Fue mi libro de cabecera por muchos años. A mí me empujó, más bien, a comenzar un idilio con la literatura norteamericana después de las decepciones que me causaron los libros de Hemingway.

Y aquí volvemos a la conversación telefónica de Muriel Glass. Su madre insiste en preguntarle si se encuentra bien, pues teme que Seymour está chiflado. Muriel lo defiende. "Y pensar que esperaste a ese muchacho durante toda la guerra...", se lamenta la madre. "¿No quieres volver a casa?", le pregunta. Muriel se niega. "Llámame en cuanto haga o diga algo raro", le suplica. "Mamá, no le tengo miedo a Seymour", responde. Se despiden y cuelga.

Entre tanto, Seymour se encuentra en la playa enseñándole a una niña el arte de pescar a un pez banana. Le explica que ese animal parece ser como los demás, pero cuando entra a un pozo lleno de bananas come tantas que ya no tiene forma de salir del hueco y muere.

Seymour se despide de la niña. Recoge el flotador y se lo acomoda bajo el brazo caminando de regreso al hotel sobre la arena ardiente y blanda. Entra a la habitación y mira a su mujer durmiendo. Abre una de las maletas y extrae una pistola automática (es una Ortgies). Es el día más caluroso que ha habido en Florida desde hace mucho tiempo. Un día perfecto para un pez banana.


(Publicado en La Prensa Gráfica, 4 de febrero de 2010)

Encendido y con las llaves dentro

María Tenorio

Me cobró diez dólares por abrirme el carro, el cerrajero malencarado. Era sábado, pleno mediodía, sol abrasador: ni él ni yo teníamos control sobre nuestras glándulas sudoríparas. El carro estaba encendido y las llaves, dentro. (Vaya gracia la mía.) Había quedado, por dos horas, en un parqueo pagado casi frente a la Tienda Morena, a media cuadra del Mercado Central, en esta inhóspita San Salvador donde vivo.

De camino hacia el parqueo compré una sandía y tres zapotes en la calle, fuera del pabellón uno, donde visité "De todo para el artesano". Lo dejo siempre de último ya que es el puesto más caro de todos. Antes fui a otro, en el pabellón dos, al que llamo "el del Gordito", por su simpático propietario a quien no he vuelto a ver en semanas. Ahora están ahí una mujeres más bien parecidas al cerrajero.

Hacía media hora me había desviado de mis compras bisuteriles para ir a ver una pecera y peces. Apenas encontré un puesto bastante precario de acuáticos en medio de los de periquitos australianos histéricos, cachorros deprimidos, iguanas torturadas, hámsters hacinados y patitos patilargos, entre otros animales que se comercian en el Central a precios muchísimo más baratos que en los moles. La zona de bestias domésticas se localiza en un pasillo en medio de pabellones, es más bien improvisada y se mantiene bastante sucia. Del hedor ni les cuento.

Para cuando vi los peces ya había pasado por otros dos puestos bisuteros: uno sin nombre, que he descubierto hace poco, donde encuentro perlas cultivadas a muy buenos precios; y el famoso puesto de los chapines, Fantasías Lupita, donde lo mandan a uno cuando anda buscando cosas para hacer collares. Ambos quedan en el pabellón uno, donde venden ropa, cosméticos, sábanas y así por el estilo.

Unos minutos antes había estacionado el Corolla en el parqueo. Los sitios eran escasos. Quería recuperar el tiempo perdido en la trabazón. Puse particular atención en no olvidar el celular, que había colocado en el compartimiento al lado de mi asiento. Mucho me había costado entrar en la calle de la Tienda Morena. Esperé varios semáforos para ello, mientras recordaba que hacía 15 días había estallado una granada en las inmediaciones.

La moraleja de mi percance sabatino me la dio un gordito simpático de mediana edad, usuario del parqueo, que se acercó cuando llegamos el cerrajero y yo: usted sí que anda con prisa, me dijo, ¡dejar las llaves adentro, pasa, pero con el motor encendido es el colmo! Tómesela con calma, ya le tocó pagar diez dólares.