María Tenorio
Me cobró diez dólares por abrirme el carro, el cerrajero malencarado. Era sábado, pleno mediodía, sol abrasador: ni él ni yo teníamos control sobre nuestras glándulas sudoríparas. El carro estaba encendido y las llaves, dentro. (Vaya gracia la mía.) Había quedado, por dos horas, en un parqueo pagado casi frente a la Tienda Morena, a media cuadra del Mercado Central, en esta inhóspita San Salvador donde vivo.
De camino hacia el parqueo compré una sandía y tres zapotes en la calle, fuera del pabellón uno, donde visité "De todo para el artesano". Lo dejo siempre de último ya que es el puesto más caro de todos. Antes fui a otro, en el pabellón dos, al que llamo "el del Gordito", por su simpático propietario a quien no he vuelto a ver en semanas. Ahora están ahí una mujeres más bien parecidas al cerrajero.
Hacía media hora me había desviado de mis compras bisuteriles para ir a ver una pecera y peces. Apenas encontré un puesto bastante precario de acuáticos en medio de los de periquitos australianos histéricos, cachorros deprimidos, iguanas torturadas, hámsters hacinados y patitos patilargos, entre otros animales que se comercian en el Central a precios muchísimo más baratos que en los moles. La zona de bestias domésticas se localiza en un pasillo en medio de pabellones, es más bien improvisada y se mantiene bastante sucia. Del hedor ni les cuento.
Para cuando vi los peces ya había pasado por otros dos puestos bisuteros: uno sin nombre, que he descubierto hace poco, donde encuentro perlas cultivadas a muy buenos precios; y el famoso puesto de los chapines, Fantasías Lupita, donde lo mandan a uno cuando anda buscando cosas para hacer collares. Ambos quedan en el pabellón uno, donde venden ropa, cosméticos, sábanas y así por el estilo.
Unos minutos antes había estacionado el Corolla en el parqueo. Los sitios eran escasos. Quería recuperar el tiempo perdido en la trabazón. Puse particular atención en no olvidar el celular, que había colocado en el compartimiento al lado de mi asiento. Mucho me había costado entrar en la calle de la Tienda Morena. Esperé varios semáforos para ello, mientras recordaba que hacía 15 días había estallado una granada en las inmediaciones.
La moraleja de mi percance sabatino me la dio un gordito simpático de mediana edad, usuario del parqueo, que se acercó cuando llegamos el cerrajero y yo: usted sí que anda con prisa, me dijo, ¡dejar las llaves adentro, pasa, pero con el motor encendido es el colmo! Tómesela con calma, ya le tocó pagar diez dólares.
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