lunes, enero 28, 2013

Batallas inútiles. Libros vrs. Internet | Respuesta a Sergio Ramírez Mercado


Miguel Huezo Mixco

Nunca voy a olvidar el día que ingresé a la Biblioteca del Congreso, en Washington D.C. La visión de esa descomunal acumulación de libros, documentos, revistas, mapas, fotografías, grabados, películas me produjo un contradictorio sentimiento de júbilo y desilusión. Ya les diré por qué.

La escena se me impuso a medida que leía el artículo “Paisaje de batallas”, donde el novelista Sergio Ramírez descarga sus aprensiones sobre los veloces cambios que tienen lugar en las personas por causa de Internet. No se anda con rodeos: “Vamos camino de pensar de otra manera desventajosa para nosotros mismos, o pensar menos, y un día dejar de pensar del todo”, advierte.

La imagen de una humanidad robotizada por la web despierta temores apocalípticos entre todo tipo de personas. La película The Matrix describe un futuro de seres humanos esclavizados por una malévola inteligencia artificial. "¿Acaso crees que lo que respiras ahora es aire?", le pregunta Morfeo al ingenuo Neo.

Debo decir con satisfacción que Sergio Ramírez es el autor centroamericano de mayor impacto en lengua española de nuestros días, y que eso ocurre en parte gracias al soporte de la web. Según mi sistema de alertas de Google, el citado artículo de Ramírez fue publicado simultáneamente en al menos una decena de periódicos y revistas digitales de habla hispana, y republicado en blogs especializados, y referido por numerosos seguidores de su obra a través de Twitter y Facebook.

Me consta que, en persona, Sergio mira la Internet de manera menos apocalíptica que en sus escritos periodísticos. Este asunto de los libros electrónicos, que él califica, con el buen humor que lo caracteriza, como parte de las “ciencias ocultas”, ya nos ha dado materia de conversación. Hace algunas semanas le compartí, en primicia, la noticia de la publicación pirata de su novela “La fugitiva”, en formato ePub, algo que bien podría verse como otra forma de consagración.

Internet, dice --citando a Nicholas Carr-- amenaza con privar a la especie humana de su capacidad para “lidiar con textos profundos e ideas complejas”. “Podemos ver nuestro rostro en la superficie de esas aguas, pero nos vamos volviendo incapaces de advertir el universo que subyace debajo, que es nada menos que el de la cultura y la ciencia en toda su complejidad”, añade.

No estoy seguro si entiendo bien el argumento. En nuestros días, la ciencia médica, la exploración del espacio, el periodismo y las artes tienen un gran aliado en Internet. La desconfianza de Sergio se resume en una defensa a capa y espada de la vigencia del libro impreso. Los libros, sentencia, no están condenados a desaparecer, y, a diferencia de los e-books, que “no son de nadie”, seguirán siendo nuestra propiedad.

Comparto solo en parte su innecesaria defensa del libro de papel. Comienzo por decir que la batalla entre libros e Internet es una guerra que no tiene caso. Los libros, incluidos los de papel, estarán con nosotros por mucho tiempo. Gracias al atraso tecnológico y la pequeñez de nuestros mercados, será en países como los de Centroamérica donde el libro impreso seguirá siendo el dispositivo de lectura por excelencia. No hay motivo para pasar aflicciones. Si de algo hay que defender al libro es de la indiferencia de los lectores. El libro electrónico puede dar una contribución para acortar esa brecha.

Cada época tiene sus demonios. En el siglo XVI fueron los “mentirosos” libros de caballerías, cuya prohibición era reclamada por moralistas y padres de familia. Como sabemos, Cervantes mismo se adhirió a esa causa. En la nuestra, Internet es uno de nuestros demonios favoritos. Pero Internet es algo demasiado vasto y complejo como para considerar su existencia como maligna.

No voy a cometer una apología de la web. Me basta con decir que la red está decisivamente implicada en una transformación cultural maravillosa, no exenta de peligros. Como dice ese abuelo vital y fascinante, Zygmunt Bauman, “que se enamoró de la web a los 85 años de edad”, ahora, debido a Internet, “Hay que aprender lo nuevo y olvidar lo anterior”. Buda hubiera dicho que estamos ante una nueva manera de experimentar el desapego, y habría sonreído.

En una versión reducida de ese mismo artículo, publicada en la revista electrónica Boomerang, Sergio Ramírez escribe: “Si antes la pregunta era cuánto tiempo más aguantarán con vida los viejos libros de papel, hoy parecer ser, ¿para qué servirán en el futuro las tabletas en las que también se puede bajar libros?”. Como las tostadoras, los carros, y los libros estropeados, y hasta nuestros huesos: para nada.

La web no es el único lugar donde se acumulan banalidades. Un día entero en la Gandhi, en Ciudad de México, basta para aprender que, en medio de aquella monstruosidad de libros, los que valen la pena son una relativamente pequeña porción. “Pulps”, novelas rosa, best-sellers, libros de autoayuda, religiosidad, preceptiva, y también mala poesía y malas novelas bien mercadeadas... Los tesoros se codean con toneladas de basura puesta en estantes. Me temo que la mítica biblioteca de Alejandría era similar. Eso pensé aquella mañana en Washington, en la Biblioteca del Congreso. Si uno se pusiera a pensar en la mugre acumulada en libros, publicados en todos los idiomas, en todas las lenguas, en todo el mundo... Mejor no.

Se pueden decir muchas cosas buenas a favor del libro de papel. Ramírez subraya una: la posibilidad que tiene de ser atesorado, olido, tocado. Es cierto. La sola visión de una reluciente biblioteca llena el alma de regocijo. El almacenamiento de los e-books carece del encanto de nuestras coloridas esponjas de polvo. Pero quiero decir a su favor que su capacidad para contener millares de libros en un cacharro hace posible que muchos chicos refundidos en lugares muy pobres cuenten con colecciones de literatura, más completas que nuestras municipales bibliotecas.

Sergio cierra su texto con una nota nostálgica dedicada a las “gratas, misteriosas y sorpresivas” librerías de segunda mano. Por desgracia, en El Salvador esas librerías también han desaparecido. Por allí quedan un par de zaguanes oscuros, es cierto. Por suerte existen otras auténticas librerías “de viejos”, a las que se accede gratuitamente... a través de la web. Mi desdicha, si puedo llamarle así, es que después de cada incursión a esas estanterías prohibidas mi lista de libros por leer se agiganta más y más, y, lo sabemos, no hay suficiente vida para saciar esa gula. La verdadera batalla es contra el tiempo que nos queda.

Publicado en El Faro, 28 de enero de 2013

jueves, enero 17, 2013

Nieve


Miguel Huezo Mixco

En los almacenes han comenzado a desmontar las figuras navideñas. Mientras los abetos de plástico son confinados a la oscuridad de las bodegas, van dejando un rastro hecho de innumerables minúsculas bolitas blancas que se desprenden de ellos como una caspa. Es nuestra nieve. La nieve de estos trópicos.

En Facebook se vieron también las estampas que los internautas salvadoreños y de muchas partes del mundo fijan como el lugar por excelencia de la celebración navideña: un espacio donde hace un frío infernal que tiene como centro una casa semisepultada por la nieve, de cuya chimenea emana una lechosa voluta de humo. El personaje principal de toda aquella escenografía es el mítico Santa Claus. Basta mirar su vestimenta para imaginarse lo difícil que la debe pasar en estos parajes cálidos.

Sin embargo, en los hogares y establecimientos comerciales de El Salvador su presencia es inobjetable. La pasada Navidad algunas lavanderías (dry cleaning) lanzaron promociones para la limpieza de los enmohecidos trajes de Santa que salen de los closets en la temporada.

El mito de ese señor rechoncho y regalón no es tan antiguo. Comenzó a popularizarse a principios del siglo XIX, a partir del relato de un poeta que usó como inspiración a un tal Nicolás, un obispo milagrero que les daba de comer a los pobres en una zona de la actual Turquía.

El inevitable árbol de la Navidad, repleto de esferas, luces y brillo, tiene su origen en un hermoso rito pagano al Sol y la fertilidad, la del árbol del universo. La imaginación de los pueblos nórdicos situaba allí la morada de Odín, mago, guerrero, poeta, y padre de las temibles Valquirias. Cuando se convirtieron al cristianismo siguieron usando el símbolo, adjudicándole un significado nuevo, asociado con el árbol de la ciencia del bien y del mal que aparece en el Génesis.

La tradición de los “nacimientos” se atribuye a san Francisco de Asís. Este hombre piadoso, que tenía el don de hablar con los animales, construyó una casucha de paja para recordar el miserable lugar donde nació Jesús, el mártir. Usó personas del pueblo, con sus animales, y recreó la escena del pesebre, donde una estrella hace las veces de un GPS para tres magos millonarios extraviados que buscaban a un niño concebido sin pecado. Todas esas historias han despertado nuevas invenciones.

En El Salvador, ya se ven nacimientos con el infaltable niño Dios gigante, escoltado por Fito, el venado, y Barnie, el dinosaurio gay, integrados al variopinto cortejo de íconos de barro que representan al diablo, policías borrachos, mariachis y temblorosas señoras de la tercera edad, al lado de una leyenda ancestral como la Siguanaba y de un mito global como Lionel Messi. Todo cabe en nuestra propia versión de ese Jardín, que no es precisamente el de las delicias.

¿Cómo se explica esto? La pregunta es inútil. No hay explicación posible. Aunque los historiadores y los científicos se rasguen las vestiduras frente a lo que consideran ignorancia,. Lévi-Strauss dejó dicho que los mitos desafían la inteligibilidad. Pertenecen al orden de lo indescifrable. Todos esos relatos sobrenaturales alcanzan un valor sagrado precisamente por eso. Los mitos nacionales no son otra cosa que narraciones de hechos del pasado debidamente desvirtuados.

Es el poder de la ficción. El error, la falsedad, lo incierto tienen ese desconocido magnetismo que no consigue explicarse solo a partir de la religión, la globalización, el consumismo, o la teoría del vacío de identidad. Así, una pobre casucha de paja se transforma en un altar, y en el interior de nuestros almacenes, inexplicablemente, nieva.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 17 de enero de 2012)

miércoles, enero 02, 2013

2012. Un mal año para las letras salvadoreñas


Miguel Huezo Mixco

El recién terminado 2012 no fue un gran año para la literatura salvadoreña. Que cada quien haga su propia lista. La mía es esta: “Fragmentos del azar” (Revuelta), de Alfonso Kijadurías, y las reediciones de “Teoría para lograr la inmortalidad” (DPI), de Ricardo Castrorrivas, y “Baile con serpientes” (Tusquets), de Horacio Castellanos Moya. Sí, he preferido dos libros del siglo pasado a las novedades del año que finalizó.

“Teoría para lograr la inmortalidad” es un libro que no pierde frescura y aire juvenil pese a que su primera edición se realizó en 1972. El prólogo que acompaña la nueva edición lo llama “original, provocador, alucinante”. Quizás son muchos adjetivos. Se trata, más bien, de un libro desigual. Algunos relatos finalizan con humoradas que imitan el estilo de Álvaro Menen Desleal, como “Brevedad del cuento”. Los mejores dones de Castrorrivas están en narraciones como “Teoría para morir en silencio” y “Crónica de los malditos”, que bastan para hacerse un lugar entre mis favoritos del año.

Aunque suele considerarse una obra menor, “Baile con serpientes” contiene las claves de la narrativa policial desarrollada por Castellanos Moya. Publicada originalmente en 1996, cuenta las andanzas de un sociólogo desempleado y cuatro culebras venenosas. Es una novela con un ritmo efectivo, que mezcla realidad y fantasía, dosis de sexo, suspenso y buen humor.

“Fragmentos del azar” reúne medio centenar de poemas que forman parte de un volumen más extenso, y todavía inédito, titulado “Todo el rumor del mundo”. Poemas breves, en verso libre: pequeñas joyas trabajadas con la delectación de un orfebre, que tienen a la muerte como una de las presencias principales.

Advierto que no tuve chance de leer todo lo que se publicó, y que tampoco me sentí obligado a terminar libros que se volvieron imposibles de continuar leyendo. Pero doy fe de que el pasado año se caracterizó por la irrupción de voces emergentes (Miroslava Rosales, Elena Salamanca, Katheryn Rivera, Roxana Méndez, Lya Ayala, Alberto López Serrano y Mauricio Vallejo,) gracias a la actividad de pequeñas editoriales. Libros como “Las perlas de la mañana siguiente”, y la curiosa antología “Perdidos y delirantes”, de Vladimir Amaya, son evidencias de ese trabajo tenaz.

A su vez, la editorial estatal, la DPI, le dio continuidad a su prestigiosa colección Ficciones publicando, además del ya mencionado volumen de Castrorrivas, “Los poetas del mal” de Manlio Argueta. El esperado regreso de Argueta a la narrativa, después de muchos años de silencio, fue con un libro que intenta reconstruir el mundo del militarismo y el exilio mediante un enredo verbal poco emocionante.

Descender a los infiernos, aunque se oye excitante, es una empresa que no siempre termina bien. En su poema “Dante”, Luis Alvarenga aborda la barca de Caronte para encontrarse con que su país está en el círculo más pequeño del Infierno. Es esta una idea maravillosa que daba para más, si tan solo el poeta hubiera puesto a un lado su tentación de filosofar.

Se publicaron también dos libros de ensayo sobre literatura. No he leído aún “Las huellas del delirio. La novela salvadoreña de posguerra”, de Mauricio Aguilar Ciciliano. Espero completar la tarea en el nuevo año. Para mí, “Literatura. Análisis de situación de la expresión artística en El Salvador” (Accesarte) de Tania Pleitez Vela, es un punto y aparte en la manera de enfocar la literatura en el contexto del país. Publicado en formato electrónico en agosto del año pasado, es actualmente uno de los libros salvadoreños más consultados en la web.

Ya veremos los libros del 2013.

Foto: Ricardo Castrorrivas.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 3 de enero de 2013)