miércoles, septiembre 30, 2009

Home, belleza que asusta

María Tenorio

Estamos agotando los recursos del planeta: nuestra forma de vida es inviable. Ese es el mensaje clave que extraigo del bellísimo documental francés Home. Con imágenes aéreas de la topografía de la tierra, acompañadas por historias de la materia inerte y viviente, se nos 'vende' terror por una hora y media. Tenemos 10 años, dice la película, para revertir el camino que llevamos hacia el fin.

Todo en este mundo que compartimos está vinculado. Hay círculos virtuosos como el de los árboles, "esculturas vivientes", cuyas hojas caídas originan los suelos, donde crecen otras plantas y se desarrolla la agricultura. Pero también hay círculos viciosos, como el la explotación del petróleo, esas "bolsas de sol" que han tardado miles de años en formarse dentro de la tierra, pero que están siendo extraídas a gran velocidad.

Lo grave es que en nuestra civilización dependemos de ese combustible fósil. Él mueve los tractores que cosechan grandes planicies con cereales, base de la dieta de todos los grupos humanos. Pero la mitad de lo que se produce no está destinada a las personas, sino a la generación de agrocombustibles y a los animales que nos dan la carne. Este es el círculo perverso de la producción de alimentos a gran escala. Las vacas se alimentan de los cereales que podrían acabar con el hambre en el mundo. La película, diría yo, aboga por el vegetarianismo.

También nos insta a movernos y a vivir más despacio, con moderación, con responsabilidad. "Todo se acelera", repite la narración hecha por Salma Hayek en la versión en español. Queremos hacer demasiadas cosas. Alimentar a demasiadas personas. Iluminar demasiadas casas. Usar demasiados carros. Consumir demasiada agua. Comer demasiada carne. Usar demasiado papel.

El documental recorre 54 países para irnos presentando la diversidad de modos de vida. Dubai y sus islas marinas artificiales, la isla de Pascua y sus estatuas sin gente, Los Ángeles y sus barrios en forma de candelabros, Tokio y sus oleadas humanas, la India y la excavación de pozos, Arabia Saudita y los círculos cultivados en el desierto, Costa Rica y sus selvas tropicales, la alemana Friburgo y los barrios alimentados por energía solar.

Pese a su tono apocalíptico, vale la pena ver Home. Su fotografía es excepcional. Todas las imágenes que vemos han sido tomadas desde el aire. Muchas de ellas nos muestran ángulos que no habíamos visto antes. Algunas más parecen pinturas abstractas en colores que no asociamos con la superficie del planeta. Otras juegan con nuestra mirada para desconcertarnos.

Además, el bello susto es gratuito. Home, del director francés Yann Arthus-Bertrand, ha sido patrocinada por grandes empresas y distribuida prácticamente sin costo alrededor del mundo. El 5 de junio de este año fue su lanzamiento en varios países y diversos idiomas, en formatos para cine, televisión e internet. En El Salvador se ha exhibido en cines, teatros, escuelas y universidades en las últimas semanas. Si no ha tenido la oportunidad de verla, lo puede hacer ahora mismo, conectándose a Youtube.

Enlace con el website de la película
http://www.home-2009.com/us/index.html

El Canto de una pareja de muertos


Miguel Huezo Mixco

Leoncio Pablo García Talé ha escrito un poema donde los muertos temen una segunda muerte. Este texto sobrenatural se llama “B’ixonik tzij kech juk’ulaj kaminaqib”, y acaba de ser publicado por la editorial F&G de Guatemala con el título en español de “Canto palabra de una pareja de muertos”.

“Entre los ombligos del infierno y del cielo/ vimos que se aproxima nuestra segunda muerte infernal”, dice una de las primeras estrofas del poema. A partir de ese momento, los muertos emprenden una letanía dirigida a los vivos para explicar las razones de su inminente segunda muerte y sus esfuerzos por alcanzar la luz.

El poema de García Talé, un k’iche’ originario de Totonicapán, es un texto inquietante y hermoso. Es probable que jamás lo hubiéramos conocido sin la existencia del Premio de Literaturas Indígenas B’atz’, establecido por iniciativa del escritor Rodrigo Rey Rosa con el dinero que recibió al hacerse acreedor, en 2005, del Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias. B’atz’, que significa “mono”, es el nombre de la deidad tutelar de los escritores en el mundo maya.

La iniciativa es un insólito acto de justicia, ya que poco o nada se sabe sobre las creaciones literarias y artísticas de los indígenas guatemaltecos.

Rodrigo me habló de su proyecto cuando estuvo en San Salvador, en 2007, pero la verdad nunca me imaginé la complejidad de la tarea que había acometido. La premiación de tres obras en idioma maya fue tan compleja como desenterrar y exhibir un antiguo códice. Amarga paradoja en un país donde los indígenas son mayoría y las lenguas mayas están vivas y gozan de buena salud.

El proceso inició en 2006. La organización Aporte para la Descentralización Cultural (ADESCA), publicó y difundió las bases del premio. La convocatoria fue un éxito. En mayo de 2007, cuando cerró el plazo para concursar, los organizadores habían recibido numerosas obras en idiomas k’iche’, kaqchikel, tz’utujil, garífuna, mam, q’eqchi’, achi, y jacalteco popti’.

Luego, un total de 24 personas integraron los ocho jurados que leyeron en sus idiomas originales los trabajos presentados. Estos jurados, a su vez, hicieron una selección de las que les parecieron mejores. Las obras finalistas de esta primera fase fueron traducidas al español y sometidas a un jurado internacional integrado por Juan Villoro, Dante Liano, Rodrigo Rey Rosa, Elsa Son y Beatriz Cortez.

Los ganadores fueron el poeta García Talé y los narradores Miguel Angel Oxlaj Cúmez (primer lugar) y Manuel Raxulew Ambrosio (segundo lugar). El proceso culminó el pasado agosto, con la presentación de las dos obras ganadoras en la Feria del Libro (Filgua), en la ciudad de Guatemala.

Es inevitable decir que “Canto palabra de una pareja de muertos” se nutre de la ancestral tradición maya-quiché, pero agreguemos que estos muertos reconvienen a los vivos sobre la necesidad de sacar la conciencia humana del estuche de insomnio en donde ahora yace.
“El conocimiento del animal racional-pensador está comiendo el fuego de nuestra esencia, está haciendo secas piedras pómez a nuestras cabezas, está haciendo gusanos arrugados a nuestros organismos, está haciendo muñecos empachos a nuestras cañas”, gimen los muertos friéndose en las tinieblas.

Pero ese infierno, advierten, tiene su propia sabiduría. Es el altar donde se juntan los contrarios. “La luz de la bondad de la maldad” no es un juego de palabras: es la condición que puede mutar al disecado corazón humano en un grandioso sol, dice este antiguo y joven poeta de Totonicapán.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 1 de octubre de 2009)

Conozca a los ganadores del premio

http://magacin-gt.blogspot.com/2009/07/ru-taqikil-ri-sarima-y-bixonik-tzij.html

Caña podrida



Pablo García Talé

Ya no son iguales nuestras caras con el Sol

por convertirnos en cañas podridas del Infierno.

Primero

perdimos nuestros dos ojos de peces de la palabra sabiduría

para la realización solar de nuestros corazones.

Luego

colgamos muchísimos nudos podridos de animal racional

en la faz de nuestras esencias,

en la faz de nuestros organismos.

En este momento chorreamos,
nos hinchamos, aullamos, sollozamos,
mordemos, nos retorcemos, nos enojamos, nos inflamos,

apestamos, renqueamos, nos ladeamos

por los nudos podridos que poseemos.

Nudo de deseo, antojo..., en nuestras conciencias,

nudo de fanfarroneo, costra..., en nuestros ojos,

nudo de llanto, gimoteo..., en nuestras gargantas,

nudo de cólera, pelea..., en nuestros estómagos,

nudo de tacañería, envidia..., en nuestros corazones,

nudo de conocimiento, inquietud..., en nuestros cerebros,

nudo de gula, borrachería..., en nuestros intestinos,

nudo de vena inflada..., en nuestras rodillas.

En este momento

con el tufo asfixiante de los nudos podridos

estamos engordando a Un Muerto – Siete Muerto,

estamos adormeciendo a Jun Ajpu – Ixb’alamkej

y estamos quemando los rostros de nuestros padres madres Cielo Tierra.

jueves, septiembre 17, 2009

México D.F., función continua

María Tenorio

Un popurrí de música pop de los ochentas ocupa por un par de minutos nuestro vagón del metro que abordamos en General Anaya. La grabadora que lo emite sale de la mochila de una mujer joven y fornida que ofrece CD a 10 pesos (13 pesos hacen un dólar). Mientras se extingue el sonido del pop se comienza a oír la salsa, de la clásica, arrojada desde la espalda de un ciego. La piratería da trabajo a los ciegos en este país, comenta Pablo. Dan ganas de ponerse a bailar.

A continuación otra mujer, chaparra y morena, ofrece paquetes dobles de chicles a 5 pesos. El espectáculo continúa a cargo de un malabarista: tres manzanas, dos verdes y una roja, giran en el aire por unos minutos; una gorra extendida pide sencillo. La próxima es nuestra estación, dice Pablo en el momento mismo en que se encienden las rancheras, otra mochila, otro ciego. Discos piratas. No hay que comprar aquí que son de mala calidad, advierte la Gaby levantándose apurada del asiento con la Gorda chineada y Pablito de la mano. No veo que nadie en el tren compre la música.

Salimos del metro sobre el Zócalo, la inmensa plaza que da centro a la ciudad de México, cuadrilátero solo menor en superficie a la Plaza Roja de Moscú. Un paseante de ese domingo, víspera de las celebraciones de la independencia, contrasta encamisetado de súperman con hombres semidesnudos --taparrabo, penacho y tobilleras de cascabeles-- que danzan cerca de la entrada del Museo del Templo Mayor. Ese está totalmente borracho, dice Miguel tras haber arrebatado una foto a uno de los danzantes, quien reacciona pidiéndonos dinero. A nuestra derecha vemos de reojo un chamán que, con manojos de olorosas hierbas, hace una "limpia" a una pareja.

Hemos caminado entre las ventas patrióticas que decoran calles y Zócalo con el tricolor de la bandera. Rojo, blanco y verde a diestra y siniestra. Puestos improvisados con cornetas de plástico, aretes y pulseras, sombreros y gorras, gallardetes, globos, diademas y ganchos para el pelo, camisetas, binchas, calcomanías. Viva México, cabrones, rezan algunos objetos. Otros exhiben el escudo con el águila y la serpiente sobre el nopal, figura reconstruida en 3D en una gigantesca y dorada escultura temporal al lado de la catedral. Una vendedora usa pestañas postizas tricolores y Pablo se acerca a comprarle un bigote de felpa, para unirse disfrazado al espectáculo de la gran ciudad.

El Museo del Templo Mayor, maravilloso, como lo saben hacer los mexicanos para construir su mexicanidad tan noble, tan antigua, tan monumental. Pero permítanme seguirles hablando de la calle, donde volvimos luego de dos horas de paseo museístico, con la panza vacía y con la oferta de unos tacos al pastor en El Huequito, sobre la calle República de El Salvador, qué casualidad.

Sobre la calle Madero, de camino hacia la taquería, hacen de estatuas vivientes un falso monje encapuchado, un hombre plateado con penacho y otro tipo con traje, rostro, manos y sombrero blancos. Pablito, el hijo, se detiene frente al último, especie de James Bond criollo, talqueado: hay que dejarle una moneda. De pronto se aproxima un organillero vestido de caqui, dale que dale con la musiquita mientras otro con igual atuendo extiende el sombrero, ¡que no se pierda la tradición!, grita a los transeuntes, propios y ajenos, que paseamos ese fin de semana por las calles del centro histórico. La función continúa en el D.F.

miércoles, septiembre 16, 2009

Christian Poveda y la nueva guerra

Miguel Huezo Mixco

Coraje era algo que no parecía faltarle al fotógrafo y periodista Christian Poveda, asesinado el pasado 2 de septiembre. El coraje tiene una dosis de esa locura que lleva a tomar riesgos. Poveda arriesgó su vida, primero, en el desempeño de su labor de fotógrafo en más de siete guerras alrededor del mundo. Y aunque conocía bien las leyes de la sobrevivencia en “territorio comanche”, la muerte lo alcanzó en uno de los más terribles conflictos del mundo contemporáneo, que está teniendo lugar en El Salvador y cuyos partes de guerra conocemos a través de las noticias.

No es una guerra tradicional. En muchos sentidos es una continuación del conflicto interno que vivimos en la década de los años 80. Hereda una conflictividad que ha venido profundizándose y alimentándose con la exclusión y la frustración que no fueron resueltas ni con la guerra ni con los Acuerdos de paz. Esa violencia es uno de los resultados de las ofertas de prosperidad que han incumplido las elites de este país desde que se formó la nación salvadoreña. Si bien esta nueva guerra se expresa con mayor brutalidad en ciertos territorios --en colonias y comunidades muy pobres, principalmente urbanas-- sus efectos están golpeando a la sociedad entera produciendo pérdidas, dolor y zozobra.

El documental “La vida loca” de Christian Poveda retrata la vida en una de esas “zonas conflictivas”. El eje del documental son las vidas de un grupo de pandilleros en una panadería. A medida que transcurre, algunos de estos jóvenes van muriendo violentamente. Como escribió Roque Dalton, en este país los jóvenes son como las madrugadas: mueren pronto.

Para quienes se preguntan de dónde ha salido tanta saña habrá que recordarles que vivimos en un país donde por años se practicó la tortura y se recurrió al asesinato como manera de ventilar las diferencias, y que tres de cada diez salvadoreños han salido del país como huyendo de la peste. Desde donde la miremos, la violencia en El Salvador no es un asunto que resuelve solo con tácticas policiales.

Contra lo que algunos piensan, el documental no muestra como héroes a los pandilleros. Poveda quería demostrar el fracaso de la política pública diseñada y ejecutada para frenar el accionar de las pandillas y mostrar la vida miserable y loca de los jóvenes reclutados en la mara 18.

Poveda pasó más de un año filmando a los mareros y salió convenció de la necesidad de promover una negociación que ayudara a parar la carnicería que se está dando entre las pandillas rivales, a menudo con participación de agentes de la misma policía coludidos con el narcotráfico. Con el asesinato de Poveda se sacó de circulación a una de las pocas personas que se atrevían a proponer públicamente un arreglo político para esta nueva guerra.

Su asesinato me ha hecho recordar el del poeta Dalton, ocurrido en 1975. Uno y otro eran personas con un enorme potencial creador; ambos estuvieron empeñados en una causa; y­­­­­­ ambos fueron llevados a la muerte acusados, sin razón, de estar al servicio del “enemigo”. Ninguno de ellos, sin embargo, pareció prestar atención a las señales de peligro. Los dos enfrentaron a sus matadores con el candor que les otorgaban sus convicciones éticas, políticas o estéticas.

Poveda y Dalton son víctimas emblemáticas de una sociedad intolerante que profesa una ardiente pasión por la violencia. Sus asesinos les tendieron el tipo de emboscadas de las cuales no es posible salir. Ojalá que sus muertes nos alienten a tener el coraje para buscar nuevas soluciones.

Fotos: Christian Poveda

(Publicado en La Prensa Gráfica, 17 de septiembre de 2009)

miércoles, septiembre 02, 2009

Tristes trópicos, de Claude Levi-Strauss

Tristes trópicos, de Claude Levi-Strauss.
Paidós, Barcelona, 2006. Traducción de Noelia Bastard.

___________________________

Este libro, publicado originalmente en 1955 (Plon, París), es una muestra de inteligencia, sensibilidad e imaginación, artes tan olvidadas en las ciencias sociales. Pese a los explícitos deseos de su autor, Tristes trópicos puede leerse no solo como una reflexión sobre los rotundos abrazos entre cultura y naturaleza, sino también como un libro de aventuras y una bitácora de viaje. Contiene pasajes con descripciones verdaderamente hermosas, si bien con un detallismo que en nuestros días puede resultar pintoresco. Fiel al espíritu del señor Wittgenstein, Levi-Strauss propuso "no separar lo duro de lo blando sino encontrar lo duro en lo blando". Absolutamente recomendable (MHM).

Mis días con la Tita


María Tenorio

María Elena me esperaba en el aeropuerto para alojarme en su casa durante un mes. (Llegué al Fiumicino con un maletín de cuero y una carga de 5 libras de frijoles para mi anfitriona salvadoreña.) Luego del saludo de rigor, me preguntó si me gustaban los gatos. ¡Para nada!, le respondí con llaneza. En realidad me dan miedo, le dije, y le disparé la historia de aquel que atacó a mi hermana, tirándose tigrilmente sobre ella, en el lago de Atitlán, en Guatemala. Ese evento generó fobia familiar hacia esa especie, una suerte de pacto antifelino.

La gata que compartía el apartamento con María Elena y su marido, Giancarlo, se llamaba Tita. Era una gata normal, ni elegante ni vulgar, ni demasiado gorda ni muy delgada, ni tan grandota ni enana. No recuerdo ningún rasgo físico suyo en particular, ni el color de su pelo, si tenía la cola rayada o las orejas alargadas. Pero no crean, la primera y única gata de mi vida causó impresión en mí, a pesar de que su figura se haya borrado de mi memoria.

Recuerdo que, durante nuestras cuatro semanas de convivencia, la Tita se me enrollaba en los tobillos, describiendo un ocho alrededor de ellos, cada tarde que yo volvía de mis paseos romanos o italianos. María Elena, que mediaba en mi relación con su mascota, me explicaba que era una muestra de cariño o, digamos, de reconocimiento. La gata me aceptaba y accedía a compartir su espacio conmigo. A ella le gustaba pasar buena parte del día en el estudio, lugar que se me había asignado para dormir y dejar mi equipaje.

La Tita también nos acompañaba a mi anfitriona y a mí en la cocina durante la preparación de la cena. Entonces aprovechaba para demostrarnos que se puede ser a la vez animal y educado a la hora de comer: tomaba su leche y su alimento gatuno con absoluta discreción. Igual desaparecía por momentos, como para hacerse extrañar, y hacía sus necesidades en un depósito con arena, sin que los humanos nos diéramos cuenta.

A decir verdad, me llevé bien con la Tita. No tuve problemas con ella, tampoco me sentí agobiada por su presencia. Ella tenía una vida bastante independiente. Salía de casa por la ventana a dar sus paseos o a encontrarse con sus amigos o a buscar ratones. Quién sabe qué haría la gata afuera de la casa. Pero adentro era una dama. Tenía buen carácter, no era ruidosa ni en exceso melosa.

No tengo obsesión por los gatos, ni a favor ni en contra de ellos. Si bien mis días con la Tita me hicieron superar la fobia familiar, no me inclinaron al amor por los felinos. Hoy, quince años después de aquel mes italiano, me causa cierta ansiedad pensar en convivir de nuevo con uno de esa especie. Solo espero que en mi anunciado encuentro con felinos en las próximas semanas, la vida se muestre generosa con ellos y conmigo al compartir el mismo espacio.

El señor de los perritos

Miguel Huezo Mixco

"No le des comida a ese perro", le decía con cierta irritación. "Se va a acostumbrar", insistía. Pero para mi hijo aquello era como oír llover. El animal se presentó un día, famélico y asustadizo, en la puerta de la cochera de la casa. Mi hijo fue a sacar algo de comida y se la dio. Claro, al día siguiente estaba allí, puntual. Cuando me di cuenta comencé a decírselo: "No le des comida a ese perro...".

Tengo una relación ambigua con los perros. Se dice que los proto perros se desprendieron de los lobos y se quedaron a vivir con los humanos, acostumbrándose a comer sus sobras, ayudándoles a cuidar de sus propiedades y a dar caza a las demás especies. En esa historia hay algo que no termina de gustarme.

En la casa de mis padres no hubo perros y nunca me acostumbré a tratarlos. Para complacer a mis hijos en tres ocasiones intenté sin éxito tener perro en casa. Nunca me imaginé que llegaría a tener nueve de una sola vez.

Un primero de enero, mientras la ciudad todavía dormitaba bajo los efectos de la Nochevieja, salí a la cochera y me encontré escondido debajo de mi carro al perro que mi hijo alimentaba. Intenté asustarlo dando zapatazos contra el piso. El animal me miraba pero no se movía. Simulando estar muy furioso me acerqué para tratar de asustarlo aun más. Así miré que en su derredor había uno, dos, tres, cinco, ya no sé cuántos cachorros recién nacidos. Es más, en ese mismo instante la perra (contra lo que yo pensaba, no era un perro) estaba dando a luz a uno más...!

Dí un pequeño grito de susto y me fui a despertar a mi hijo para que se hiciera cargo de la situación. Lo que siguió fue inusitado. Ese día mi casa se convirtió en el centro de atracción de numerosas personas que llevaban a sus niños a ver y chinear a los perritos. Ante tanta visita, dejé a disposición de la perra y sus nueve críos la cochera.

Viví por varias semanas en esa "perrera". Nunca terminé de sentirme a gusto. Al volver del trabajo me encontraba a las amigas de mis hijos aseando y alimentando a los perritos con biberones. Sin embargo, pude darme cuenta que mis relaciones con los vecinos habían cambiado. Una tarde, cuando volvía a casa cargando las bolsas del súper, dos buenas señoras me detuvieron para felicitarme por el gesto de darle morada a aquella camada de cachorros.

Desde que dejé la casa de mis mayores no he hecho amigos en ninguno de los numerosos vecindarios en los que he habitado. De pronto me había vuelto popular en la cuadra. Luego, me descubrí diciendo adiós con la mano. Supe que en el vecindario se me conocía como "el señor de los perritos". Nunca me imaginé como un personaje de los 101 dálmatas en un vecindario del poniente de San Salvador.

Cuando los cachorros comenzaron a volverse más fuertes, mis hijos los fueron regalando. Todos encontraron nuevos hogares, incluyendo la perra. La verdad, cuando se fue el último cachorro (que mi hijo intentó quedárselo, sin éxito) me sentí aliviado. Han pasado algunos años desde entonces. Ya no habito en aquella casa. Pero cuando alguien que no conozco me saluda con amabilidad, suelo pensar que esa persona proviene de aquel vecindario donde una vez fui conocido como "el señor de los perritos".

(Publicado en La Prensa Gráfica, 3 de septiembre de 2009)