miércoles, noviembre 09, 2011

El infierno de Krisma

Los poetas constituyen una comunidad del pasado. Sus rituales de creación se vienen repitiendo con pocas variaciones a lo largo de los siglos. Ininteligible, incomprensible e inútil son palabras que suelen encontrarse en el vocabulario de quienes miran las construcciones poéticas con extrañeza. Pero como los perros, capaces de anticipar con ladridos una inminente calamidad, el poeta es uno de los primeros en captar los desgarramientos que se producen en el espíritu de una época.

El poeta, contra lo que dicta una parte de esa extravagante comunidad, ni es un pequeño Dios ni un Elegido. Esas son puras fanfarronadas. Su oficio en realidad es modesto. Hölderlin llamó a la poesía "la más inocente de todas las ocupaciones". Su reino --o su república, si se prefiere-- es el lenguaje. El poeta no es sino un “mono gramático”. Como dijo Octavio Paz: su amor “a la vida obliga a desertar la vida; su amor al lenguaje lo lleva al desprecio de las palabras; su amor al juego conduce a pisotear las reglas, a inventar otras, a jugarse la vida en una palabra”.

En ese ejercicio milenario está empeñada una legión de nuevos poetas nacidos entre 1970 y 1980. Algunos de ellos están reunidos en “Las otras voces” (DPI, 2011), un libro que he leído con agrado y una renovada sorpresa. Lya Ayala, Roxana Méndez, Claudia Meyer, Krisma Mancía, Lauri García Dueñas, Róger Guzmán, Laura Zavaleta, Rebeca Henríquez y Vladimir Amaya constituyen ese apretado pelotón de perros que nos informa sobre la irrupción de un nuevo tiempo. O, mejor, como lo dice Guzmán, de que ya no hay tiempo. Que la era de las certezas tocó a su fin, que ahora es el turno de los confundidos.

Como conjunto, “Las otras voces” constituye una muestra del clamor de nuestros poetas más tiernos, y de la determinación y disciplina con la que asumen la más modesta de las ocupaciones sobre la Tierra.

Aunque me resulta impensable concebir que alguno de ellos se afinque en alguna tradición nacional, me tomaré el atrevimiento de especular que estos nueve poetas están tan cerca de Alfonso Kijadurías como de Roque Dalton. Lo mejor de nuestros dos poetas-símbolo reverbera en esas nueve nuevas voces.

Entre todas quiero destacar, esta vez, los poemas de Krisma Mancía, cuya trayectoria he seguido desde que publiqué su primer libro “La era del llanto”, en 2004, cuando ya se revelaba como una prometedora escritora.

Desde entonces para acá la poesía de Krisma ha seguido evolucionando. Acaba de cumplir los 30 años. Si los dones existen, Krisma fue beneficiada con el de la poesía. Sus poemas revelan los diferentes registros que ha alcanzado su voz. Va, como sin esfuerzo, de la euforia al llanto, de la sombra a la luz, de la confidencia a la declamación. Parece escarbar con morbo y sensualidad en una herida que no sabe bien por donde le sangra y duele.

Su poema “Ofelia se levanta con la música de las máquinas”, es parte de un poema mayor, “Viaje al imperio de las ventanas cerradas”, publicado en Barcelona (2006), basado en el pasaje de “Hamlet”, cuando Ofelia, enloquecida, canta antes de morir ahogada. La locura de Ofelia dialoga, a su vez, con otro personaje cardinal en la poética de Krisma: Alejandra Pizarnik, la suicida, maestra de la poesía como revelación de la experiencia propia.

Es el infierno, quizás, la palabra más frecuente en la obra poética, publicada e inédita, de Krisma Mancía. Infierno de imágenes, de dudas. Es la fruta podrida que rodea nuestro jardín. Y que está presente, como ella dice, hasta “en la mejor sonrisa”.

Publicado en La Prensa Gráfica, 10 de noviembre de 2011