jueves, diciembre 26, 2013

Yo, el Grinch



Miguel Huezo Mixco


El Grinch, el duende creado por el célebre Dr. Seuss, suele ser visto como un cascarrabias incapaz de ser feliz. Sin embargo, también podría considerarse el ícono de los desertores del consumismo que predomina en las fiestas navideñas.

“He aquí el espíritu de la Navidad”, pensé, mirando con aprensión el marcador de gasolina. Me encontraba en medio de uno de los embotellamientos vehiculares que caracterizaron la temporada navideña de este año. Frente a mí, se extendía una larga cola de automóviles con las luces traseras encendidas, evocando una de esas películas donde una multitud intenta abandonar una ciudad amenazada por un ataque de extraterrestres. Eché un mirada por el espejo retrovisor. No había manera de escapar de aquel tormento.

Allí estaba, pues, a pocas horas de la Nochebuena, a mitad de la calle, aportando mi propia cuota de mortificación, peleando con dientes y uñas para defender mi puesto en la cola, ante las repetidas amenazas de otros que, más grandes, más vivos y menos pacientes, intentaban tomar atajos para avanzar.

La Navidad extrae lo peor de la cultura de matonería que domina la vida cotidiana de nuestra sociedad. Como en ninguna otra época del año, la gente se mira impelida a la compra y consumo de bienes y servicios, con un frenesí que mezcla el chantaje emocional con el alcohol y el uso desbocado del crédito. Existen estudios que advierten que la gran fiesta que celebra el inicio de la Era Cristiana propicia la depresión, especialmente entre mujeres y ancianos, por causa de la soledad y el abandono; en muchas partes del mundo los suicidios se duplican. El día después, tras la gran moronga, cuando el alisado se ha echado a perder, y el traje nuevo va al cubo de la ropa sucia, muchas familias se encuentran devastadas emocional y económicamente.

Como en el cuento de Dr. Seuss, los habitantes de esta Felicilandia tropical adornan sus casas con árboles iluminados y muñecos de nieve artificial, verdaderos fetiches de una estética ridícula y de mal gusto. La regla es infalible: apelar a los lugares comunes de la vida en familia y el espíritu navideño vuelven a la gente más vulnerable a vaciar sus bolsillos. La Navidad es una vasta y efectiva operación de mercadeo que oferta la felicidad, y que castiga a dos tercios de la población salvadoreña, que queda fuera de ese banquete, viviendo con más intensidad la exclusión, recogiendo las migajas que caen de las mesas bien servidas.

En ese mundo de dudosa dicha, solo el amargado Grinch dice lo que ninguno quiere escuchar: que esos abrazos no siempre son auténticos, que los buenos deseos no pasan de unas pocas horas, que la otra cara de la generosidad es la culpa, y que las luces multicolores no consiguen iluminar la vida gris de quienes viven en la rebusca, comiendo salteado, asediados por la violencia, muy lejos de la mano de dios.

Tales fueron mis cavilaciones en medio de aquella hilera de vehículos inmóviles. Recordé el cuento “La autopista del Sur” de Julio Cortázar que relata cómo millares de automovilistas, atascados por varios días, se ven obligados a conocer a sus compañeros de infortunio. En aquel descomunal tapón tiene lugar, inclusive, una historia de amor que, por supuesto, termina cuando los carros se ponen en marcha, y todos vuelven a toda prisa, pisando el acelerador, a ocupar sus roles frente al timón de sus vidas, medio llenas, medio vacías, sin mirar a los lados de la autopista. Hasta el próximo atasco.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 26 de diciembre de 2013)