jueves, febrero 19, 2009

Los premios literarios

Miguel Huezo Mixco

Esta mañana, los jóvenes ganadores del certamen literario Letras Nuevas de La Prensa Gráfica, despertaron con el sabor del triunfo todavía fresco. Quizás es bueno recordarles que un premio literario es como un golpe de suerte, que a veces puede convertirse en un golpe bajo. Por eso les recordaré un cuento de Jack London, titulado “Por un bistec”.

Pero antes, si los ganadores me pidieran recomendaciones, les diría que no crean en los maestros. Los mejores maestros son los que ya están muertos. Les seguiría diciendo que no crean en la originalidad. Les aconsejaría que imiten a los autores que les gusten: róbenles ideas, argumentos, como hacen todos los escritores. Ah, y no se olviden de botar al basurero todo lo que puedan: no acumulen basura, no se enamoren de sus palabras ni de sí mismos. Como en el ejercicio, mucho de lo que se escribe es solo sudor.

La lista de los “no” es extensa: No crean en su vocación; ni se sientan obligados a seguir siendo escritores por la simple razón de que alguna vez publicaron versos o porque alguien les dio un diploma. No alberguen fantasías sobre eso. No le pidan al país que los patrocine y los defienda. Y, por favor, no utilicen la pluma como un puñal de asalto contra el pueblo.

Me apresuro a decir que los premios también son buenos. Y que serían mejores si estuvieran articulados a esfuerzos que brinden espacios donde se publiquen y se promuevan las producciones emergentes, y a escuelas o talleres donde se pueda aprender el arte de la escritura en un mundo donde conviven el papel y la electrónica. Pero no debemos hacernos ilusiones. En este país las escuelas de letras fueron masacradas en plena posguerra, hasta en las universidades más “visionarias”. Repítanse como un mantra: las letras pueden ser muy divertidas, pero no van a cambiar el mundo. A veces, los premios simplemente abren la puerta para encontrar un empleo, lo cual ya es una bendición en un país como este. Y esto me lleva al cuento de London.

“Por un bistec” es la historia de un boxeador en la noche de una gran pelea. Comienza así: "Tom King rebañó el plato con el último trozo de pan y masticó aquel bocado lentamente y con semblante pensativo. Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre". Él era el único que había cenado en su casa. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Su mujer lo miraba desde la cocina. King iba a fajarse a golpes en el ring. Aquel gigante ya no luchaba por la gloria, ni por leer su nombre en los periódicos al día siguiente, sino para ganarse treinta libras esterlinas. Esa noche salía en busca de comida. Antes de subir al cuadrilátero, cerrando sus grandes puños murmuró para sus adentro: "¡Lo que daría yo por un buen bistec!", y se dirigió al cuadrilátero. La historia tiene un final inesperado, que no voy a contarles aquí.

Lo que quería decirles es que la vida --la del escritor, la de cualquiera-- es como la del boxeador del cuento: luchar por salirse siempre de la esquina, a puñetazo limpio, conectando demoledores golpes a la mandíbula del contrincante, provocando la gritería de la concurrencia, pero sabiendo que después de que el réferi decrete el final del combate siempre se volverá a los vestidores a encontrarse a solas. En el fondo, más allá de la vanidad, todo se reduce a eso: a dar la pelea, así sea por un bistec.

(Ilustración del Chilam Balam de Chumayel, Princeton University Library, Digital Collections)

(Publicado en La Prensa Gráfica, El Salvador, 19 febrero 2009)

Remedios para el miedo

María Tenorio

"Publicar tus fotos en el Facebook, Hi5, Myspace, etc. ... es divertido, pero trata de no publicar las de tu último viaje a Europa", decía un correo colectivo tipo "forward" que llegó a mi bandeja de entrada hace unas semanas instando a tomar medidas para prevenir asaltos y secuestros. Quien me lo envió se tomó el cuidado de no dejar al descubierto su lista de destinatarios --dicen que eso también es peligroso. Quizás el mensaje fuera mexicano, pues aunque el español usado era bastante estándar, había expresiones que venían de otro contexto.

Familiares, amigos, conocidos y desconocidos aparecen en mi cuenta de correo como remitentes de mensajes de ese tipo. Confieso que alguno lo he reenviado para advertir sobre las amenazas de violación en el baño de un centro comercial, el peligro de usar antitranspirante porque produce cáncer de mama, o el escabroso relato sobre una nueva forma de asalto en los estacionamientos.

Estoy conciente de que vivo en una ciudad, en un país, en una región y en un mundo llenos de peligros. Variados relatos ajenos y propios me lo cuentan, me lo gritan, me lo recuerdan. Me dicen que no soy la única que está expuesta y tiene miedo. Es más, no sé cómo sentían las sociedades de décadas y siglos anteriores, pero la que me ha tocado integrar padece del síndrome internacional de miedo generalizado. Miedo a la diferencia, miedo a hacer opciones arriesgadas, miedo al miedo.

Dicen que hablar por teléfono celular produce tumores en el cerebro. Que el agua que bebemos está contaminada. Que despidieron a cientos de personas en una compañía de televisión por cable. Que detenerse en primera línea en los semáforos nos vuelve más vulnerables a asaltos. Que calentar la comida en microondas es cancerígeno. Que la crisis no tardará en sentirse de manera contundente en estas tierras. Que pasar mucho tiempo frente a la computadora daña la vista. Que votar por tal candidato hundirá al país.

La cultura del rumor es efectiva para diseminar el miedo. ¿Cuál es el remedio para curarse de él? Cuando pensé en escribir sobre este tema, la frase que se me venía una y otra vez a la cabeza es "no quiero tener miedo". Quiero resistir a los embates de los mensajes "forward", de los titulares de los periódicos, de los chismes que escucho en la calle, de las campañas publicitarias. En un libro que se autodenomina de "palabras sabias" leía hace poco que el miedo desaparece cuando nos enfrentamos a él. Esta es la hora que estoy aun descifrando cómo se hace tal cosa. Pero les juro que no quiero vivir con miedo.

Si saben de algún antídoto efectivo contra el miedo que no tenga efectos secundarios, dénle "forward".

(Ilustración del Chilam Balam de Chumayel, Princeton University Library, Digital Collections)

miércoles, febrero 04, 2009

Nicaragua, país del eterno suicidio

Miguel Huezo Mixco

El almuerzo con Violeta Barrios de Chamorro, el pasado jueves, resultó diferente a lo que me esperaba. Managua estaba a 33° C, y en la residencia de la ex Presidenta de Nicaragua, en el barrio Las Palmas, se transpiraba política. Mientras sus hijos e hijas protagonizaban animadas conversaciones con los comensales, me asombró gratamente que doña Violeta no pareciera tan interesada en participar en las controversias sobre la política nicaragüense como en cumplir con las atenciones propias de su condición de anfitriona.

Las bebidas se sirvieron en la amplia biblioteca que perteneció a su esposo, el periodista Pedro Joaquín Chamorro, asesinado por Somoza en 1978. En la habitación hay decenas de fotografías, diplomas y objetos que lo recuerdan, incluida la camisa manchada de sangre que vestía el día del crimen, y que yo miré con cierto estremecimiento. “La muerte de Pedro Joaquín es el suicidio de los Somoza”, escribió el poeta Pablo Antonio Cuadra. Y la profecía se cumplió.

Violeta formó parte de la Junta de Reconstrucción Nacional integrada después de la insurrección de 1979 dirigida por el FSLN. Pronto pasó a la oposición y en 1990, contra todo pronóstico, ocupó la Presidencia derrotando a Daniel Ortega. Como sabemos, Ortega ocupa de nuevo la silla presidencial, desde 2007, blandiendo los colores del ejército de Augusto C. Sandino, lo cual me lleva a otra profecía. En 1935, el también poeta Alberto Guerra Trigueros dijo que con el asesinato a traición de Sandino, a manos de sus propios compatriotas, Nicaragua habían cometido suicidio. "Un suicidio --advirtió-- que no se borrará en todos los siglos de los siglos". No sé por qué los desastres me traen tantos recuerdos.

La noche anterior, conversando con la poeta Claribel Alegría, decíamos que Nicaragua parece condenada a repetir hazañas y desdichas, en un interminable carrusel con asonadas, caudillos y gordos taimados. Claribel tiene una encantadora manera, entre compasiva y cruel, de disentir con los poderes. Es una solitaria intrépida. Llegó con su esposo Darwin J. Flakoll, ya fallecido, para vivir la resurrección de Nicaragua, en 1985. Pero mantuvo la sonrisa cuando le tocó mirarla en una sala de cuidados intensivos. Sus hijas han hecho sus propias familias y solo le queda cerca Daniel, periodista y mártir de cuatro matrimonios. A sus 80 años, Claribel sube y baja aviones para ir a leer sus poemas a lugares muy distantes de Centroamérica. Su casa, tres cuadras arriba del gimnasio Atlas, en Los Robles, siempre me ha parecido una parada indispensable para digerir el ambiente de vidrio y pinol que triza el aire nicaragüense.

En su libro “Mágica tribu” reúne las prosas que escribió sobre sus amistades célebres: un tal Juan Rulfo y un mentado Julio Cortázar, entre otros, a quienes fue despidiendo a la otra vida, uno a uno, con ternura conmovedora. La mejor obra de Claribel es su existencia misma. Si un día le anuncian que bautizaron con su nombre un liceo o una escuela, estoy seguro que sabrá sobrellevarlo… “Yo, poeta de oficio, condenada tantas veces a ser cuervo, jamás me cambiaría por la Venus de Milo que reina en el Louvre muriendo de tedio y juntando polvo”, ha escrito. Es una confidente leal. Es la abuela con la que siempre quiero volver a brindar. Es una de las compañías más gratificantes en el país del eterno suicidio.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 5 febrero 2009)

La Guadalupita

María Tenorio

"Virgencita, plis, cuídame a mí y a mi lanita", leí en una billetera celeste con rosado que salió de la cartera de mi prima, la Carmen. No pudimos evitar el comentario sobre aquel artefacto tan "kiut", decorado con una regordeta e infantil Virgen de Guadalupe al estilo "jelou-quiti". Me dijo que su hermano, que está en México perfeccionándose en las ciencias del corazón, se la había dado como regalo de navidad.

Es la última moda, gente. Mi otra prima, Lu, lleva una pulserita además de la consabida billetera, todo de marca Distroller y con leyenditas por el estilo de aquella, así algo fresas. Un quiosco en un centro comercial "jai laif" de aquí de Sívar tiene a la venta bisutería colorica cuajada de medallitas de la Guadalupita. Y, para cerrar el recuento, el otro día que fui a aprovisionarme de cuentas y dijes para mi novísimalínea de accesorios en bisutería, me encontré con la mismísima virgencita en medallitas pirateadas.

La exitosa imagen comenzó su trayectoria hace casi quinientos años cuando, según la leyenda, quedó plasmada en la capa de manta del indio San Juan Diego en la colina del Tepeyac, en la actual Ciudad de México. La iglesia católica realizó una ofensiva propagandística muy atinada que conjugó la sensibilidad barroca de la época y el sustrato indígena del Tepeyac, donde se rendía culto desde tiempos precolombinos a Toci, "Nuestra Madre". El producto fue el ícono de la Virgen de Guadalupe, patrona de mexicanos, chicanos, salvatruchos, chapines y muchos más, en sus propios países y en tierras más lejanas.

La Guadalupana, junto con Frida Khalo y Che Guevara, me atrevo a decir, forman el top-tres de los íconos latinoamericanos más reproducidos y más populares. A los que se las ha sacado más partida comercial. Los que tienen mayor resonancia como símbolos de identidad. Aunque estas imágenes adoptan incontables significaciones, cada una tiende a asociarse de forma predominante con ciertos valores. Frida, con el gusto por el arte, la vida bohemia y el feminismo. El Che, con el fervor revolucionario, la protesta social y el pensamiento de izquierda. La Virgen Morena, con la piedad católica y la mexico-mesoamericanidad.

La Guadalupita, sin embargo, está conquistando corazones más allá de la piedad y el nacionalismo, en una reinterpretación que ha puesto de moda no la iglesia, sino el mercado. No conecta hoy día la sensibilidad barroca con el mito indígena, lejanos para nosotros, sino la popularidad de un ícono ya consagado, la manía femenina de arreglarnos, el fervor por el consumo, y los resabios de gusto infanto-juvenil que tenemos hasta las que andamos en los entas.

El ícono infantilizado, creación reciente de la mexicana Amparo Serrano, se vende en varias ciudades de México, de los Estados Unidos, de España y del resto de América Latina. En todos esos lugares es chic llevar un reloj, un lápiz, un morral o un llavero de colorcitos que le pida a la virgencita "ayúdame a bajar la lonjita", "cuídame a mí y a mi familia", o "si no puedo ser flaca, porfa haz gordas a mis amigas”.