jueves, mayo 29, 2008

Dicen que en El Salvador ya casi no quedan indígenas

Que no tenían alma, dijeron los primeros europeos que llegaron a América. En la naciente república se les tildó de "salvajes", "borrachos" y "haraganes". A finales del siglo XIX, se les despojó de sus tierras. En el tercer milenio de la era cristiana, aquellos estereotipos anti-indígenas siguen vigentes: decir "indio" equivale a un insulto. La suya ha sido una historia de castigos y segregación. La última pandeada proviene del Censo de población 2007. Algunos ya hablan de la extinción técnica de los indígenas en El Salvador.

miércoles, mayo 28, 2008

El Censo borra a los indígenas del mapa


Miguel Huezo Mixco

El Censo de Población 2007 ha vuelto más invisible a la población indígena de El Salvador. Las cifras oficiales establecen que la mayor parte de la población es mestiza (86%) y blanca (13%), y apenas el 1% restante se distribuye entre indígenas, negros y otros grupos. Estos resultados refuerzan una de las ideas más arraigadas y más equivocadas: que en El Salvador no hay indígenas. Diversas organizaciones y expertos habían advertido, desde el año pasado, que las preguntas de la boleta censal sobre el tema iban a dar el resultado que ahora tenemos a la vista, y que algunos califican como un proceso de extinción técnica.

Los indígenas en El Salvador han experimentado toda clase de discriminaciones. Durante y después de la colonización española se les consideraba “bestias”. Y como sus tierras comunales les permitían escapar de los mal pagados trabajos en las fincas y las obras públicas, se les tildó de “haraganes”. La Recopilación de leyes de Isidro Menéndez (1856) recoge numerosos reglamentos destinados a castigar con dureza a quienes no estaban dispuestos a trabajar en las haciendas, con especial dedicatoria a los indígenas. En términos económicos y sociales, los indígenas están entre los más pobres de los pobres de este país.

Uno de los hechos más recientes de esa larga tradición discriminatoria se expresó en el informe del Estado salvadoreño a la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, en 2005. En este insólito documento, el Estado asegura, entre otras cosas, que la población salvadoreña no está compuesta por grupos con características raciales diferentes y que, por lo tanto, en el país no existe discriminación por motivos de raza.
Un año más tarde, el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de la ONU recomendó al Estado salvadoreño distinguir étnicamente la población de El Salvador. El Estado tuvo la gran oportunidad en la realización del Censo 2007. Para incluir en la boleta una pregunta relativa a las cuestiones étnicas, las autoridades consultaron con organizaciones indígenas y expertos en el tema. Sin embargo, al final, la pregunta se cambió por una que atendía no a las condiciones étnico-culturales sino a las características fenotípicas, las que por siglos han sido usadas para marcar una supuesta “inferioridad racial”.

Las organizaciones indígenas aseguran que a muchos entrevistados ni siquiera se les hizo la pregunta y que, como ocurió en el cantón Pushtan, de Nahuizalo, esta fue respondida por los propios empadronadores. No sólo faltó información previa sobre el contenido y objetivo del Censo, sino que se actuó con poco respeto hacia una población largamente castigada, que, en numerosos casos, se negó a contestar las preguntas.

Para hacer valer su derecho a no ser borrados del mapa, los indígenas han presentado, entre junio y noviembre de 2007, cinco recursos de amparo, con muy poca resonancia en los grandes medios de comunicación. Tres de estas peticiones ya han sido declaradas improcedentes por la Corte Suprema de Justicia.

Lo ocurrido con el Censo y los indígenas es más que un error técnico. Ahora ellos son más invisibles... menos sujetos de derechos, menos ciudadanos. Nadie quiere magnificar el tamaño de esta población. Los indígenas son una minoría, pero es precisamente por esa condición que el Estado tiene la obligación de proteger sus derechos humanos, políticos, económicos y culturales. No son privilegios, sino derechos. Y no es una obra de caridad, sino una contribución a la democracia y la estabilidad del país.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 29 de mayo de 2008)

Foto de Carl Hartman, 1896, cortesía del Museo de la Palabra y la Imagen.

Los indígenas en el país del siglo XIX

María Tenorio

Borrar y marginar a los indígenas en el país no es un fenómeno reciente. Si el Censo 2007 reduce a la población indígena a la mínima expresión, en los periódicos salvadoreños de la primera mitad del siglo XIX apenas merecieron alguna mención. En aquel entonces constituían una parte gruesa de la población nacional: el 43% del total de habitantes en 1807; el 23%, en 1837. Cuando los periodistas de aquella época hacían referencia a los pobladores nativos los pintaban como seres nobles e ingenuos (el tópico del buen salvaje) o como sujetos viciosos.

El estereotipo del buen salvaje describía a los nativos como personas buenas, pero no preparadas para enfrentar las dificultades de la vida. Eran como niños necesitados de alguien que los orientara y defendiera. Un ejemplo de esta representación se encuentra en el periódico El Salvador Rejenerado (así, con jota), de 1845, donde se exalta el patriotismo de “los pueblos de Quezaltepeque y Arcatao, principalmente la parte indíjena de ellos” por su colaboración con un contingente militar. Es claro, en ese texto, el recurso a infantilizar a los indígenas cuando dice:

“esos pobres, esos infelices, cuyo único ramo de industria es trabajar lazos, redes & & o sembrar milpas habían sentido sobre sí el yugo de la opresión de los Malespines: arrancados de la sencillez y monotonía de su vida pacífica, habian sido llevados a recibir la muerte en guerras gratuitas y desesperadas o a presenciar escenas de carniceria...”.

Los indígenas eran buenos –llevaban una “vida pacífica”– pero también eran “salvajes”, es decir, no eran modernos ni “civilizados” ni se involucraban en el desarrollo ni el uso de la razón. Ligado a esto estaba su “sencillez” y la facilidad con que, en el caso mencionado, fueron “llevados a recibir la muerte” por el bando militar contrario al de quien escribe.

El segundo estereotipo, el de los seres viciosos, retrataba a la población indígena comportándose de forma contraria a “la civilización” al entregarse al alcoholismo y carecer de la disciplina del trabajo. En 1840, un artículo del periódico oficial, llamado entonces Correo Semanario del Salvador, naturalizaba la “proporcion tan fuerte en el indijena á los licores fermentados” y explicaba como esta práctica afectaba su rendimiento en el trabajo: “es casi la mitad del año la que se pierde por los estancos en el trabajo de los jornaleros” quienes además de beber “todos los Domingos, y dias de dos cruces, se pierden los lunes del año en lo que se llama quitarse la goma”. Esa falta de disciplina debida al vicio era razón suficiente para castigarlos y someterlos a trabajos forzados.

Los buenos salvajes, al igual que los viciosos e indisciplinados, no eran seres aptos para gobernarse ni para vivir en la modernidad a la que se aspiraba en el siglo XIX. Eran demasiado buenos, demasiado sencillos, demasiados pacíficos en tiempos de guerra; eran demasiado borrachos, muy poco laboriosos en tiempos cuando se necesitaba mano de obra para construir el país independiente. De borrarlos, marginarlos e invisibilizarlos se encargarían quienes manejaban la pluma y dirigían la cosa pública: los blancos y los mestizos (ladinos se les llamaba entonces). Hoy, según el Censo, son menos del 1% de la población total.

Foto de Carl Hartman, 1896, cortesía del Museo de la Palabra y la Imagen.

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martes, mayo 13, 2008

¿Por qué borran los grafitis?

Miguel Huezo Mixco

El Ministerio de Obras Públicas ha borrado con pintura blanca los grafitis realizados por diversos colectivos de jóvenes en los túneles del bulevar Constitución. El ornato, el buen gusto y la tan arraigada como equivocada idea de que esos inquietantes y coloridos murales exaltan la violencia de las “maras”, fueron las excusas de las autoridades para ejecutar esa operación de intolerancia.

Siempre fue peligroso ser joven en El Salvador. Ahora también debe serlo, en una sociedad donde ocho de cada diez homicidios tienen como víctimas a jóvenes, y los promedios de desempleo y subempleo entre los jóvenes son más altos que la tasa nacional. Los jóvenes son, asimismo, los principales protagonistas del indetenible flujo migratorio hacia Estados Unidos, y el principal grupo objetivo para el consumo de ropa, condones, música, películas, cigarrillos, equipamiento electrónico, etc., para no hablar de drogas y alcohol. Son la principal víctima de la gran explosión de desigualdad.

Por todo ello, los jóvenes, especialmente los de hogares urbanos pobres, están expresando mejor que nadie las claves de las mutaciones culturales que experimenta la sociedad salvadoreña. Como el vestuario, los tatuajes y las preferencias musicales, los grafitis se han convertido en marcas de identidad y de expresión de su descontento.

Desde hace algunos años, los artistas salvadoreños del aerosol vienen colocando sus marcas en todas partes. Sus firmas (“tags”) se han convertido en un sarampión extendido por toda la ciudad; se miran en las carreteras, monumentos, aceras y rótulos publicitarios. Las “placas”, los dibujos más elaborados, se producen casi en secreto y a deshoras para eludir la represión policial. Entre los integrantes de esos colectivos de artistas se encuentran estudiantes, trabajadores informales y migrantes retornados quienes suelen ser aficionados al hip-hop y profesan el cristianismo, como lo prueba la lectura de los lemas que escriben en sus diseños. Es un grave error, aparte de una prueba de ignorancia, asegurar que sus diseños son los símbolos malignos de las “maras”.

Las “placas” del bulevar Constitución eran excepcionales porque fueron realizadas en pleno día, como parte de un programa de la municipalidad capitalina. Desde las primeras horas del domingo 11 de noviembre de 2007, diversos grupos se dieron a la tarea de colorear casi medio centenar de diseños que tenían como temas la cultura, el deporte y el medio ambiente. Tras la acción del MOP, todavía pueden verse otros murales en la Escuela de Ciegos, en el barrio San Miguelito, y en la avenida Jerusalén, entre otros lugares. Son parte de la cultura juvenil salvadoreña y de una corriente social y estética global. Son más que pintura, y no se les podrá reprimir echándoles pintura.

Los guardianes del ornato, esos mismos que no dudan en tolerar la repulsiva pinta y pega de los partidos políticos; los mismos que nos obligan a mirar en grandes vallas sus sonrisas fingidas --verdaderas cumbres del mal gusto pagadas con nuestros impuestos--, se han anotado una triste victoria. Pero es muy probable que estos “urbanistas” solo hayan preparado los nuevos canvas donde nuestros artistas del aerosol volverán a disputar su derecho a hacer escuchar su propia interpretación del folklore, los símbolos patrios y de todo aquello que los agobia.

(Cuando en los próximos días se realice la XVIII Conferencia Iberoamericana de ministros de Educación, aparte de los usuales ensalmos sobre los derechos de la juventud, talvez pueda abrirse una pequeña grieta por donde se escuche la voz no oficial de los jóvenes de nuestros días, incluidos los artistas del grafiti.)

(Publicado en La Prensa Gráfica, 15 de mayo, 2008)

Vínculo recomendado:
Arte callejero (clic aquí)

Nadie escribe libros

María Tenorio

Lo que sea que hagan, los escritores no escriben libros.
Roger E. Stoddard


Se sienta ante un papel o una pantalla en blanco a dejar ir letras y letras. Ya con fluidez, ya a trompicones, escribe y escribe. Con los diez dedos o a pica pollo. De mañana o de noche, de madrugada o de mañanita. En compañía de libros o en ausencia de ellos. Con diccionario online o sin conexión. En completo silencio o con fondo de musicón. Con la mente lúcida o con la conciencia perturbada. El escritor, para ser tal, tiene que escribir, ejercer el íntimo – cuando íntimo –oficio de escribir.

El producto de toda su labor se reúne en un manuscrito: una chorrera de páginas usualmente blancas cuajadas de caracteres legibles regularmente negros. Meses de trabajo. Nadie escribe libros. Para que ese haz de papeles llegue a adquirir la dignidad del objeto impreso que usted y yo conocemos como libro tiene que pasar por otras manos y por otros procedimientos que ya poco o nada tienen que ver con el inspirado – cuando inspirado – oficio de escribir.

Una editorial o alguien que hace de editor recibe el manuscrito y decide si vale la pena convertir aquel fajo de hojas en un libro. Preparar las páginas que orientan a quien viajará por el escrito: decirle los nombres de tantos participantes en la aventura de la confección del libro. Decidir el tamaño y tipo de la letra, el color de la tinta que va a emplearse, la calidad del papel, la posición de los números de las páginas. Diseñar una cubierta que, agraciada o desgraciada, posará su mirada en quienes se pasean frente a las vitrinas de algún establecimiento comercial ocupado en la venta de impresos. Pero antes de llegar ese destino intermedio, pendientes quedan otras tareas que ya poco o nada tienen que ver con el mal pagado – cuando pagado –oficio de escribir.

Metido todo aquel paquete de información en los miles de bites de un archivo electrónico, entra en juego la consagrada invención de Gutenberg y quienes hoy le sacan el jugo en organizadas empresas. Especialistas en materializar reproducciones de piezas impresas – libretas de créditos fiscales, revistas, tarjetas de boda y libros – ejecutan el último paso de la alquimia: transmutar aquella editada y diseñada realidad digital en lo que ha estado llamada a ser desde un principio: un libro, digno objeto soñado por quien entregó horas al apreciado – cuando apreciado – oficio de escribir.