María Tenorio
Por más que nos declaremos ciudadanos del mundo, nuestra forma de hablar nos ata a un nosotros menor que el universo. Puede ser un país, una región o incluso una ciudad. Así, los salvadoreños nos diferenciamos --no solo hacia fuera, sino también hacia dentro-- por muchas expresiones y acentos. A riesgo de caer en folclorismos, dedicaré este día mi columna a la lengua de estas tierras. Lo hago porque, a raíz de mi texto anterior sobre la salvadoreñidad, algunos me preguntaron cuáles eran mis marcas de identidad. Sin duda, mi sentido de pertenencia a este colectivo nacional se define, en buena medida, por la manera como hablo el español.
Mi querida amiga Ileana Rodríguez, originaria de Nicaragua, me hizo ver, luego de estar varios días de visita conmigo en San Salvador, que cada vez que ella me pedía algo yo la mandaba ir a algún lado... Pero, ¿cómo?, le respondí con mi ceño fruncido, ligeramente preocupada. Sí, me dijo, cuando te digo “Mariíta, quiero comer papaya” o “Necesito comprar unos recuerditos en el mercado” me contestás “vaya, pues”. Inevitable reírme; en aquel momento caí en la cuenta de nuestro traído y llevado “vaya, pues”. Yo antes me burlaba de mis amigos españoles que a cada rato dicen “venga, vamos”. Pero después de lo que me dijo Ileana, me quedo callada.
Durante los años que viví en Estados Unidos, estudiando el posgrado, pertenecí a una comunidad académica donde la propia habla era bien vista y respetada como marca identitaria. Formé parte de un grupo realmente privilegiado: estudiantes y profesores que coincidimos en el departamento de Español y Portugués de la Universidad Estatal de Ohio, en Columbus. Al hablar, no había que forzar el acento para estandarizarlo, pues no había un español estándar. Es decir, no había un grupo de poder que definiera una norma por encima de otras. Todos éramos minorías: argentinos, uruguayos, mexicanos, bolivianos, peruanos, ticos, brasileños, salvadoreños, entre otros. Los españoles eran más, aunque no constituían mayoría.
Allá me di cuenta de muchas de mis diferencias al hablar. También supe que compartimos con otros centroamericanos y mexicanos muchos rasgos comunes. Clara Reyes, gran amiga bogotana, se sorprendía de mi expresión “primero Dios”, pues le sonaba extrañísima, así como a mí me lo parecían sus decires “es un camello”, “qué tenaz”, “muy juicioso”, que asocio indiscutiblemente con Colombia. Un día me sorprendió mucho oír a un gringo decir el consabido “primero Dios”. De inmediato le pregunté dónde había aprendido su español. En Guatemala, me dijo. Así iba atando cabos y construyendo mapas sobre las diferencias lingüísticas y hasta dónde llegaban.
De cualquier manera, había palabras que nunca hubiese usado en aquel ambiente multihispánico porque, de entrada, sabía que no se entenderían. Esas eran las íntimamente salvadoreñas o, más aun, de la zona occidental de donde viene mi familia materna. No hubiera dicho, por ejemplo, “el guineo está tetelque” si la fruta no había madurado bien. “Guineo” sí decía pues era una de esas frutas a las que se llamaban de distintas maneras: unos le decían “plátano”, otros “banano” o “banana”. Los bolivianos y los puertorriqueños, al igual que nosotros, le llamábamos “guineo”. Pero con “tetelque” no había vuelta de hoja. Nadie más conocía el vocablo. Lo mismo ocurriría con “istulte”, que aparece en el Diccionario de la Real Academia; taliste (viejo pero no envejecido), pilisque (poca cosa), cueshte (fino) o charo (grueso), por mencionar otros ejemplos no registrados en el diccionario. Muchos de esos salvadoreñismos están recogidos, sí, en el Real diccionario de la vulgar lengua guanaca (2008) de Joaquín Meza, y en Dichos y diretes (2007) de Ana del Carmen Álvarez. Este último, por cierto, es uno de los pocos libros de autores salvadoreños disponible en formato electrónico, para Kindle.
Pero, volviendo al tema, una no sabe de antemano qué palabras son exclusivas de estas tierras y cuáles no lo son. Cuando se habla con gente de otros lados se va jugando a prueba y error en las conversaciones cotidianas. Yo desconocía que el adjetivo “dundo” es usado, con el mismo significado de “tonto” que nosotros le atribuimos, por otros centroamericanos. De eso me enteré un domingo por la noche, cenando con mi amiga Ileana. Otro día, hablando con Manuel Gómez Fernández, un tico que estudiaba el doctorado en literatura, me di cuenta de que la palabra “cerote”, en su acepción de “excremento sólido”, no es exclusividad salvadoreña: también la usan otros centroamericanos. Nos moríamos de la risa, como bichos bayuncos, cuando nos dimos cuentas de esa clave indescifrable para otros.
Y para terminar una anécdota transatlántica. Caminábamos un día mi amiga Ruth Guajardo, oriunda de la Zaragoza española, y yo en las inmediaciones de Cunz Hall, el edificio que albergaba el Departamento de Español de la universidad en Columbus. En eso me detuve y le dije que tenía que amarrarme las cintas de los zapatos. Ella corrigió: “te tienes que atar los cordones, dices”. No, le dije yo, me tengo que amarrar las cintas. Así pasamos un rato, riéndonos, cada una sin ceder un ápice en su identidad lingüística.
Ilustración: Sesenta y ocho, de Eduardo Chang
Tachulo este articulo!
ResponderEliminarTachulo el artículito Mariyita.
ResponderEliminar¡Siesque es lindo El Jalvador! Caminando en un Mall en las afueras de Virginia, hace ya varios años, sentados en el área de comidas, le preguntaba a mi amigo que servia de guía de turista, acerca de la nacionalidad de las personas que allí atendian que si eran mexicanos?, y él me contestó que no, que eran salvadoreños, y tú cómo lo sabes, pregunté, fácil se averigua, me dijó, y le hizó: shhhhhhh... shhhhh! y un fulano que allí atendia inmediatamente nos volvió a ver. Ves, me dijó, es salvadoreño. Marca inconfundible!
ResponderEliminarUn saludo Maria y esta chivo su artículo!
Felipe
Te escribe un salvadoreño residente en Buenos Aires , me sentí muy identificado con tu post! .
ResponderEliminarbesos.