Miguel Huezo Mixco
A algunos esta historia les dará risa. No importa. A mí también me ocurre --aunque ahora que la evoco, mi alma, o esa miel pegajosa e intocable que llevamos por dentro, crepita como el envoltorio de un caramelo.
Ella era delgada como un pincel; tenía una cara preciosa, como la de un venadito, el pelo rizado y los ojos negros. Era mi profesora de idioma nacional en el pequeño colegio de la colonia donde, casualmente, también éramos vecinos. Yo era muy pequeño y en esa hora de mi vida me faltaba mucho para convertirme en un adulto.
El mío no fue un amor instantáneo. Como en el yogur, una bacteria comenzó a fermentarse en mis tripas hasta convertirse en algo suave y apetitoso. Primero, me limitaba a mirarla, ocupada, picando un esténcil en su máquina de escribir, o afilando los lápices que alineaba con rigor junto a sus cuadernos. Después me sentí hipnotizado por el balanceo de sus rizos cuando borraba la pizarra. Mi corazón se volvía un mono cuando ella llegaba, cargando como a un bebé una versión abreviada del Diccionario de la Lengua Española. Pronto llegué a adorar el color de su labial y, sobre todo, aquel delicioso olor a avena que exhalaba su pecho.
Para estar a su lado realicé todas las estupideces de un imberbe: cargué sus libros, le escribí poemitas, le regalé fruta (pues, como yo, ella adoraba los mangos). Hice otra cosa aun más tonta: me presenté ante su puerta. Sus padres, aunque estaban perplejos, insistieron, corteses, en hacerme beber un refresco. Hablamos, ya no sé, de las cosas de las que hablan los grandes con un chico. Desde mis gafas de niño miope, sentado al lado de ella, me miré como un gran señor. Para entonces, se había formado una tubería repleta de una savia color de papaya que se irrigaba por todo mi cuerpo.
Un día hice un arresto y le dije, con cierto aplomo, que estaba enamorado de ella. La profesora quedó atónita. Quizás por vergüenza o vanidad no pudo cortar mi impulso. Colocó su dedo en mis labios resecos, y aunque detrás de su sonrisa entreví, con sorpresa, que uno de sus dientes lucía ligeramente amarillo, yo anhelé besar esa boca.
Comencé a buscarla en los recreos. Ella me esperaba, sentada, siempre con su diccionario al lado. También repetimos –una, dos, tres veces-- la escena en la casa de sus padres. Le mostré mis juguetes más queridos, le llevé caramelos y hasta unas margaritas que robé del patio de la niña Isabela, su vecina. Ella, quizás por jugar, me decía cosas como las que dice una niña... Jamás debimos salir de ese juego.
Es fácil imaginarse el final de esta historia. Un mediodía, a la hora que sonaba la campana del fin de clases, me llevó de la mano a toda prisa hasta un rincón del patio donde no había flores. Con el seño fruncido me pidió que dejara de buscarla. Por toda respuesta, yo le dije que la amaba. Aquello sonó como a una mala palabra. Entonces, mi profesora me miró, ya casi sin dulzura.. “Eres solo un niño”, dijo, con una mueca. Y en esa hora tan quemante de mi vida me dio la espalda, dejándome plantado.
(Publicado en La Prensa Gráfica, 4 de septiembre 2008.)
Miguel, linda historia la que nos ha contado y no hace falta decir que me veo reflejado en ella. Yo jamas le declare mi amor a mi profesora de matematicas por temor a que rechazara al niño flacuchento que siempre fui. Mucho tiempo despues me di cuenta que como dice Silvio Rodriguez "los amores cobardes no llegan a amores ni historias, se quedan ahi y ni el recuerdo los puede salvar"
ResponderEliminarGracias por prendernos el foquito de la memoria.
Atentamente,
Daniel Lopez Villatoro
Que historia tan linda, gracias por compartir esos momentos de su ninez tan puros y hermosos. Recuerdo cuando estuve enamorada de mi profesor de matematicas en primer curso y luego en quinto de mi profesor de trigonometria, ambos me odiaban con pasion porque para lograr su atencion hablaba hasta por los codos. Gracias nuevamente por esta historia y por sus participaciones tan especiales en LPG.
ResponderEliminarM Bernice Dinner
Amigo, Huezo:
ResponderEliminarSiempre me encanta leer sus escritos en LPG, pero el que ha escrito este día 4 de Sept., me ha identificado mucho y me ha hecho recordar a mi niñes. Yo tambien pase enamorado de mi profesora a los escasos 7 añoz de edad y le confieso que hasta me enfermé cuando ella se caso.
Atte.,
José Roberto Reyes
Bibliotecólogo.
Excelentes recuerdos de su infancia, con su estilo propio hace ver una historia tan común entre los escolares como algo único y excepcional.
ResponderEliminarhttp://javiermendozaaubert.blogspot.com/2010/05/terrazas-compartidas-ii-enamorado-de-la.html
ResponderEliminarJavier, gracias por colgar este texto en tu blog...!
ResponderEliminarAsí dan ganas de enamorarse. (Aunque luego nos hagan añicos.)
ResponderEliminarUn abrazo