María Tenorio
En mi ciudad crecen postes. Del suelo brotan unitarios, en parejas o en manojos. Brotan al lado de los muros, dentro de los parqueos, frente a las casas o los supermercados, en medio de las ventas callejeras, en las cercanías de los pasos a desnivel, detrás de los árboles, en los arriates. Algunos trazan líneas rectas que conducen las miradas hacia el horizonte. Otros forman constelaciones que ningún astrónomo descifra desde los aires. Se yerguen hacia el cielo interrumpiéndolo con cables negros de variable composición y peligrosidad.
Los hay de distintos tipos, alturas y grosores. Pero siempre son grises, del color del cemento y del concreto. Algunos sostienen apenas unos cuantos cables; otros extienden uno o dos brazos hacia el cielo y los coronan con lámparas que encienden por las noches. En mi colonia hay unos postes que sostienen cilindros también grises, elevan luces y conducen cables entre las casas. Son postes sofisticados. En el bulevar Los Próceres algunos semejan delgados robots con cajas y extensiones mirando hacia el cielo. Son aun más sofisticados.
Su ubicación callejera, su instinto vertical y su tersa superficie convierten a los postes --junto a los muros y los mupis-- en superficies aptas para mostrar mensajes. La gente los pinta, creyendo decorarlos con florecitas o exhibiendo colores políticos. Pega pequeños anuncios de álgebras resueltas o de fontaneros o de internet inalámbrico. Otras personas con más recursos cuelgan pancartas o banners en las alturas para que se vean bien claro, bien de lejos. Algunos postes se dignifican con anuncios de congresos y bienvenidas a presidentes extranjeros que visitan la ciudad.
Como los trenes en el siglo XIX, los postes debieron ser en algún momento señal de modernidad. Más bien dicho, conductores de ella: la electricidad, el teléfono, la internet, la televisión por cable hacen breves escalas en cada poste para llegar a los hogares y las industrias. Hoy día, sin embargo, es más moderno el cableado bajo la tierra: hay barrios, ciudades, distritos o zonas donde el paisaje urbano prescinde de esos grises y delgados artefactos. En la Plaza de la Cultura de San José, en Costa Rica, me agradó sobremanera la sensación de limpieza y de pulcritud, de espacio abierto, que daba la ausencia de postes.
Un día me preguntaba el porqué de las constelaciones de postes: hay cinco juntos en una esquina de la Manuel Enrique Araujo. Entonces me dijo Miguel que algunas compañías no compartían postes porque les resultaba más rentable colocar el suyo propio. Invadir la ciudad con postes. Incrementar la densidad del posteado por kilómetro cuadrado. Colocar uno sano y no enderezar al enfermo que fue chocado por algún camión. O un poste chacho: amarrar un poste nuevo a uno antiguo y frágil que ya dio su vida útil. De seguro quitar postes no es lucrativo. Habría que crear un fideicomiso para eliminar a los inútiles.
Una noche soñé que los postes tenían vida, que los había machos y hembras y se reproducían. Y los postes hijos eran pequeños y juguetones. Y los postes adultos hacían proselitismo político. Unos iban con Rodrigo y otros con Mauricio. Se puteaban y buscaban derribarse a media calle, sin importarles los transeuntes ni los carros. Los postes estaban en vísperas de elecciones... Menos mal que desperté pronto. Aquello se estaba convirtiendo en pesadilla.
Los postes que merodean la capital son expresión de un verdadero desprecia a este lugar,a una ciudad que parece nadie quiere.
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