Temprano llegaba el soldado Rainer María Rilke, todos los días, a su pequeño escritorio en el Archivo de Guerra, en la ciudad de Viena, vistiendo un uniforme que –dicen-- le hacía lucir ridículo. El autor de las célebres “Elegías de Duino”, aunque estaba lejos de la batalla, formaba parte de un ejército de escritores al servicio de los planes del ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial.
Rilke no llegó allí por su voluntad sino a través de una serie de acontecimientos que comenzaron con una convocatoria para presentarse a filas. El poeta Rilke, tras ser examinado y declarado apto para el servicio militar, pasó a recibir un rápido adiestramiento militar. Su suerte parecía echada. Para su fortuna, en el último instante, la decisiva intervención de una mano protectora hizo posible que en vez de ir al frente, el poeta fuera a parar al Archivo de Guerra. Lejos, muy lejos, de los tiros y los obuses, pero de alguna manera al servicio del enfrentamiento militar.
Aquella guerra, la primera gran guerra moderna, en la que participaron 32 naciones, requería no sólo de operarios en las fábricas, oficiales en los puestos de mando y soldados en la línea de fuego, sino también de publicistas. La guerra era una mercancía que reclamaba que todas las fuerzas, aun las del intelecto, se volcaran a su favor, dice Adan Kovacsics, en su libro “Guerra y lenguaje” (Acantilado, 2007).
Rilke trabajó por algunos meses del año 1916 en aquel Archivo realizando una especie de trabajo de contabilidad, después de negarse a realizar el trabajo de embellecer la carnicería. A su lado había otros escritores --entre ellos Stefan Zweig-- dedicados a reelaborar y pulir con gusto artístico las descripciones de los combates enviados desde la línea de fuego, fabricando actos de heroísmo que luego se publicaban en los periódicos. En el Archivo se publicaron colecciones de libros y revistas, y hasta se llegó a tener un grupo literario integrado por oficiales alemanes aficionados a las letras, bajo el mando de un tal Emil von Belobreska. “Más que un cuartel del ejército”, dice Kovacsis, “(el Archivo de Guerra) parecía una peluquería literaria altamente profesionalizada”.
La poco conocida historia de ese Archivo le sirve al autor de “Guerra y lenguaje” para reflexionar sobre las relaciones entre guerra, política, lenguaje y periodismo. Kovacsis relata el rol que jugaron en aquella época muchos escritores y periodistas para sugerir que las palabras no sólo están inseparablemente ligadas a la organización política y social, sino que “son” esa organización. El lenguaje –sentencia-- constituye un verdadero órgano social.
Kovacsis analiza, entre otros temas, el papel de la prensa y de algunos intelectuales clave (Karl Kraus, Walter Benjamín, entre otros) en la Primera Guerra Mundial. Y asegura que esos momentos de confrontación suelen caracterizarse por la aridez intelectual. “Una guerra es, además de sus actos y sufrimientos, un torrente de palabras. A la crueldad se suma la frivolidad verbal”, sentencia. No sólo la frivolidad de los contendientes directos, sino también la de los escritores y periodistas.
Esa relación entre guerra y lenguaje sigue presente en nuestros días. Su objetivo, como en los tiempos del soldado Rilke, es convertir a las palabras en un cemento capaz de unir voluntades frente a enemigos reales o imaginarios. En medio de la campaña política salvadoreña, este libro resulta una lectura provocadora y lúcida.
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