María Tenorio
Su existencia me la anunció en 1992 Francisco Domínguez,
amigo y colega: Mari --me dijo-- van a abrir un lugar que se llamará La
Luna. Imaginate qué chivo, cuando vayás allí dirás “Vamos a La Luna”. Me
pareció juguetón el nombre del lugar, como los de esos bares que se llaman La
Oficina o La Biblioteca. Lo que no imaginé en aquel momento, hace veinte años,
es que ese bar-café me seduciría hasta el punto de convertirse en mi sitio
nocturno favorito, tanto así que mi fiesta de bodas se celebraría en ese
“espacio abierto al tiempo, la magia y la imaginación”.
Frecuenté La Luna religiosamente los fines de semana y de
manera ocasional entre semana, durante los noventa. Se hizo tan mi casa que ha
sido el único antro al que me he atrevido a llegar sola. Me encantaban las
pinturas que aparecían en sus paredes, los móviles que reclamaban viento, las
sillas y las mesas pintadas a mano o decoradas con recortes de revistas.
Incluso llegué a portar un carnet que me acreditaba como “Amiga de La Luna” y
decía ser válido “toda la vida”. Era muy útil pues servía para no pagar la
entrada. Recuerdo haberlo recibido luego de la boda, en julio de 1995.
Estética lunar
La Luna generó un espacio propio a una estética que mezclaba
lo bohemio, lo urbano, lo jipi y, sobre todo, lo juguetón. Esa estética
alternativa, que huía de la seriedad, al dar nuevos y cambiantes significados a
las cosas cotidianas cuestionaba la rigidez de los conceptos que prevalecían en
el mundo de afuera. En ese sentido, significó una ruptura radical con la recién
terminada guerra donde, dependiendo de donde estuvieras, unos eran buenos y los
otros, malos. En La Luna las cosas podían ser no de otro modo, sino de otros
miles de modos.
Recuerdo, por ejemplo, que en el menú los sandwiches se
llamaban “brujas de arena” o sand witches. También inolvidables son los
programas mensuales que, en distintos formatos, anunciaban las actividades
culturales de cada día. Siempre estaban impresos en blanco y negro y sus
diseños eran hechos a mano, con dibujos y detalles creativos. Ningún otro sitio
hacía nada parecido.
Los selenitas
¿Quiénes estaban detrás de todos y cada uno de los detalles
creativos, artísticos o juguetones que aparecían en todos lados? No olvidaré un
desnudo estilo Matisse que decoraba las paredes de un baño de mujeres
habilitado en la entrada, que luego desaparecería para nunca más volver. Ese ha
sido mi favorito de todos los tiempos lunares.
De tanto llegar conocí a la Bea Alcaine, a la Gracia
Rusconi, la Carmen Elena Trigueros y a la Daniela Heredia, selenitas por
naturaleza; me hice amiga de Julito Molina, el encargado de la música. Conocí
también a Pedro Portillo, quien más de una vez me leyó el tarot. Tito Hasbún
fue otro amigo que hice allí. Escuché la música de Carlos Walter, Neto
Buitrago, Hugo Fajardo, Carlos Romero y tantos otros que habrán sido la tortura
de los vecinos de la calle Berlín.
Renovarse y morir
La Luna renovó la escena nocturna capitalina, convirtiéndose
en un polo de atracción para quienes buscaban diversión y para quienes
producían arte. Muchos conceptos desarrollados en su espacio lo trascendieron y
dieron fruto en otros bares, restaurantes y cafés. Lo creativo-juguetón fue
adoptado, sin miedos ni complejos, por otros sitios.
Hoy le ha llegado el momento de despedirse. Nos lo
anunciaron así, en un comunicado, los selenitas que la han mantenido en pie
durante los últimos años. No solo mi matrimonio acabó en divorcio. La Luna
cierra su ciclo este septiembre tras veinte años de posguerra.
(Publicado en ContraCultura, 27 de septiembre de 2012
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