miércoles, septiembre 02, 2009

Mis días con la Tita


María Tenorio

María Elena me esperaba en el aeropuerto para alojarme en su casa durante un mes. (Llegué al Fiumicino con un maletín de cuero y una carga de 5 libras de frijoles para mi anfitriona salvadoreña.) Luego del saludo de rigor, me preguntó si me gustaban los gatos. ¡Para nada!, le respondí con llaneza. En realidad me dan miedo, le dije, y le disparé la historia de aquel que atacó a mi hermana, tirándose tigrilmente sobre ella, en el lago de Atitlán, en Guatemala. Ese evento generó fobia familiar hacia esa especie, una suerte de pacto antifelino.

La gata que compartía el apartamento con María Elena y su marido, Giancarlo, se llamaba Tita. Era una gata normal, ni elegante ni vulgar, ni demasiado gorda ni muy delgada, ni tan grandota ni enana. No recuerdo ningún rasgo físico suyo en particular, ni el color de su pelo, si tenía la cola rayada o las orejas alargadas. Pero no crean, la primera y única gata de mi vida causó impresión en mí, a pesar de que su figura se haya borrado de mi memoria.

Recuerdo que, durante nuestras cuatro semanas de convivencia, la Tita se me enrollaba en los tobillos, describiendo un ocho alrededor de ellos, cada tarde que yo volvía de mis paseos romanos o italianos. María Elena, que mediaba en mi relación con su mascota, me explicaba que era una muestra de cariño o, digamos, de reconocimiento. La gata me aceptaba y accedía a compartir su espacio conmigo. A ella le gustaba pasar buena parte del día en el estudio, lugar que se me había asignado para dormir y dejar mi equipaje.

La Tita también nos acompañaba a mi anfitriona y a mí en la cocina durante la preparación de la cena. Entonces aprovechaba para demostrarnos que se puede ser a la vez animal y educado a la hora de comer: tomaba su leche y su alimento gatuno con absoluta discreción. Igual desaparecía por momentos, como para hacerse extrañar, y hacía sus necesidades en un depósito con arena, sin que los humanos nos diéramos cuenta.

A decir verdad, me llevé bien con la Tita. No tuve problemas con ella, tampoco me sentí agobiada por su presencia. Ella tenía una vida bastante independiente. Salía de casa por la ventana a dar sus paseos o a encontrarse con sus amigos o a buscar ratones. Quién sabe qué haría la gata afuera de la casa. Pero adentro era una dama. Tenía buen carácter, no era ruidosa ni en exceso melosa.

No tengo obsesión por los gatos, ni a favor ni en contra de ellos. Si bien mis días con la Tita me hicieron superar la fobia familiar, no me inclinaron al amor por los felinos. Hoy, quince años después de aquel mes italiano, me causa cierta ansiedad pensar en convivir de nuevo con uno de esa especie. Solo espero que en mi anunciado encuentro con felinos en las próximas semanas, la vida se muestre generosa con ellos y conmigo al compartir el mismo espacio.

1 comentario:

  1. ¡¡No sabía de tu historia gatuna, María!! :-)Pobre Tita, estaría despesperada esperando una caricia tuya.
    Tu indiferencia hacia la especie se acabará al conocer a Kissa... ¡no querrás separarte de él!

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