Miguel Huezo Mixco
“Nunca antes había estado en esta Iglesia”, pensé, mientras caminaba hacia el altar donde mataron a Oscar Romero. Aquí resonó el estampido que lo hundió en la agonía. Aquí dio su campanada la mala hora. Aquí rubricó con sangre su elección: correr la misma suerte de los pobres a quienes les dio voz. Santo histórico y moralista social, como lo llamó el poeta Francisco Andrés Escobar, el obispo ha despertado un culto espontáneo que se esparce hasta los sótanos del Vaticano.
La pequeña y limpia iglesia del hospital Divina Providencia, donde la muerte lo transfiguró en un mártir, es solo una estación del gran “vía crucis” de la historia salvadoreña. Como este, en toda la ciudad y el país se encuentran otros sitios de memoria, unos mejor recordados y otros muy olvidados. Con ellos podría hacerse un mapa de los lugares donde se produjeron esos eventos que sacudieron nuestra sensibilidad y moldearon la “personalidad” del país.
Visitarlos, recorrerlos y palpar los objetos (fotografías, placas, monumentos) que condensan aquellos sucesos. Recrearlos y, por qué no, disfrutarlos, por dolorosos que sean, exponiéndonos a la poderosa radiación que ellos emanan, debiera ser parte de nuestra formación básica como país. Los lugares de memoria, en vez de cimentar el odio, debieran darnos nuevos motivos para reflexionar sobre el pasado y el futuro del país.
Si hablamos de la historia reciente, la que ha sido marcada por la guerra civil, el Monumento a la Verdad y la Memoria, ubicado en el Parque Cuscatlán de San Salvador, es una pieza fundamental para la reconciliación nacional. Fue construido en 2003 gracias al esfuerzo de familiares de las víctimas y de numerosas organizaciones civiles y públicas.
Goza, además, de un entorno excepcional. A unos pocos pasos se encuentra la Sala Nacional de Exposiciones, la que fundó Salarrué, donde tienen lugar significativos actos artísticos y culturales. En dirección sur poniente está el Museo Tin Marín, uno de los proyectos educativos más innovadores. Y en el extremo poniente, el artista Julio Reyes ha realizado un magnífico mural que recoge hitos de la historia salvadoreña. Las autoridades municipales debieran mejorar el aseo, prohibir el ingreso de vehículos y realizar un empedrado que evite las polvaredas.
Erigir este Monumento fue una de las recomendaciones de la Comisión de la Verdad nombrada por Naciones Unidas. Consta de un muro construido con más de cuarenta piezas de mármol grabadas con los nombres de unos 30 mil salvadoreños y salvadoreñas que perecieron en el marco del conflicto armado. Allí, los nombres del sacerdote Rutilio Grande, el ex canciller Mauricio Borgonovo, el poeta Roque Dalton y el empresario Roberto Poma se mezclan con otros miles de sacrificados.
Faltan nombres, sin duda, y muchos. Pero en el espíritu de las recomendaciones de la ONU, ese Monumento debe ser, no un espacio partidario, sino un lugar emblemático capaz de convocar a toda la sociedad independientemente de su color político.
Las autoridades nacionales han preferido no asomarse por ese lugar y evitar cualquier gesto de reconocimiento a esa magnífica obra. Por el bien del país, los herederos del gobierno de Alfredo Cristiani, bajo cuya administración se firmaron los Acuerdos de Paz, debieran desembarazarse, de una vez por todas, de los compromisos con un pasado sobre el cual ha caído un baldón universal. Honrar a las víctimas de la guerra nos interesa a todos.
(Publicado en La Prensa Gráfica, 20 de marzo, 2008)
Vínculo de interés
"El muro de la memoria y la dignidad", Contrapunto
Yo fui a la inauguración del monumento. Una señora llevaba flores y la foto de 3 hijos y su marido cuyos nombres estaban en ese enorme y doloroso listado. Me dijo: 'Ahora ya tengo dónde enflorarlos'. Esa es nuestra historia. Reconocer el pasado, con el dolor que este nos pueda causar, nos permite ser más dueños de nuestro propio proyecto de nación. Que así sea. Abrazos.
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