Miguel Huezo Mixco
La fila de personas que ingresaba al estadio nacional la noche del viernes 29 de febrero se movía como la cola de una piscucha. El tráfico de las siete de la noche era intenso. Al llegar a la intersección entre la calle El Progreso y la 49, el taxista renunció a la posibilidad de dejarnos en la entrada principal. “Aquí voy a tener que dejarlos”, dijo. Mientras contaba los billetes por el pago de la carrera, preguntó: --Y este Silvio Rodríguez, ¿es un cantante de salsa?
No es fácil responder a una pregunta de esas. El trovador cubano no está en la órbita de Willie Colón, pero tampoco en la de Shakira. Aunque los cubanos tienen fama de bailadores, no me lo imagino contoneándose y cantando en inglés. Silvio ha calado en el público salvadoreño pese a que sus canciones –salvo alguna excepción— no han ocupado los primeros lugares en las radioemisoras locales.
Si se quiere una muestra de su popularidad, baste saber que sus discos están presentes en las ventas de CD pirateados. Cuando te piratean, sos un éxito. En los primeros años de la guerra Silvio se escuchaba casi en secreto y en círculos de iniciados. Sin embargo, no es un cantante para minorías. Tampoco es un agitador. Aunque ha intentado componer para la plaza pública, sus mejores canciones –con excepciones, de nuevo-- suelen tener imágenes complicadas y hasta surrealistas. Su propuesta –idealismo, rebeldía, sacrificio y lucha a muerte contra el desánimo-- no es muy “comercial”. Por ello, su presentación en San Salvador fue diferente. Aunque algunos digan que esa noche el estadio estaba en clímax, no es verdad: el suyo fue más bien el recital de un poeta. Casi aburrido pero intenso, como los poetas de verdad. Modesto en recursos. Carente de espectacularidad.
La primera vez que escuché su música fue en un acto estudiantil, en la UCA. La guerra ya enseñaba las uñas, pero yo de quien huía era de mi profesor de matemáticas. Al final de un discurso nada recordable, el escenario fue ocupado por una jovencita con una voz sencillamente celestial, que cantó una canción dulce y terrible. Por un momento pensé que era una adaptación de El Principito, de Saint-Exupéry.
El grupo que la interpretó se llamaba Nahui. Pregunté el nombre del autor. Y yo, que venía de escuchar el rock de Jethro Tull, me sentí fuera de onda. No sabía entonces que una estrofa de aquella canción, andando el tiempo, se volvería en mi sino. “Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”.
Después de Silvio, llegaron los discos de Quilapayún, Mercedes Sosa y Víctor Jara, llevados a mi casa por los amigos del Teatro Grupo Independiente, a quienes solía acompañar en sus presentaciones callejeras. Como en el circo de Orestes y Patagón, de la novela de Haroldo Conti, ninguno de nosotros sabía todo el riesgo que desataban aquellas actuaciones.
En las oscuras y luminosas tuberías de los años ochenta mi banda sonora tuvo como uno de sus intérpretes principales a Silvio Rodríguez (y a otros menos “contestatarios”, como Spandau Ballet y Joaquín Rodrigo). La mágica guerra de este músico-poeta consistió en mostrarnos que todo lenguaje comporta la posibilidad de afirmar... y de negar. A las conminaciones que nos ordenaban: “¡calla!”, “¡resígnate!”, Silvio nos enseñó a desobedecerlas con arreglos de guitarras. Que siempre es posible desobedecer y cantar.
Esperé mucho tiempo para ver a Silvio en El Salvador, sin embargo desde aquí, desde la Nicaragüita, me he transportado hacia allá y he ido a disfrutar el concierto acá. Gracias por tu texto, Miguel. Saludos,
ResponderEliminarAna Gabriela Padilla.