Miguel Huezo Mixco
Ahora sabemos más sobre Alberto Masferrer
gracias a su pequeño libro “En Costa Rica. Notas rápidas”, reeditado
recientemente en aquel país.
Masferrer llegó por primera vez a Costa
Rica en 1885. Tendría unos 17 años de edad. Volvió en 1896 con el cargo de
Cónsul General de El Salvador. De acuerdo con el ensayo del historiador Iván
Molina Jiménez, que precede el citado volumen, en aquel país Masferrer
participó en la creación de al menos tres publicaciones periódicas: La Revista
Nueva, Repertorio de Costa Rica y Diario de Costa Rica.
Si nos atenemos a sus cifras, Costa Rica
tendría entonces unos trescientos mil habitantes. Sesenta mil de ellos vivían
en las ciudades. El resto eran campesinos, agricultores y labradores
“desinteresados de la política”, afirma. Masferrer los conoció en el primero de
sus viajes: prósperos, sanos, alegres. Durante su segunda estancia le tocó
presenciar los estragos que produjo en la economía costarricense la crisis por
la caída de los precios del café y el levantamiento popular de 1889.
Las “Notas” muestran a un Masferrer que no
se corresponde con el luchador social que en sus días fue señalado por los
conservadores de la derecha como un peligroso comunista, y como un vulgar
reformista por los ortodoxos de la izquierda.
En las primeras líneas de su texto,
escribe: (En Costa Rica) “...Apenas hay indios fuera de los degenerados
talamancas”. Describe al rey indígena Santiago Mayas como un “pobre diablo
vestido de persona”.
Masferrer hace una fina y detallada crónica
de las costumbres de las familias acomodadas urbanas. Describe con bastante
detalle sus paseos por la pacífica ciudad de San José. “Descendemos por la
Avenida de las Damas, alameda bordeada por bonitos chalets, donde vive la
aristrocracia josefina; por el Parque de la estación, el Edificio Metálico y el
lindo Parque de Morazán, sombreado por grandes árboles”, describe.
La gente, dice, parece siempre “vestida de fiesta”: los niños, las criadas, los jóvenes. “Pero no hay tal fiesta: esa es la vida normal de San José”.
Con las mujeres, que mira confinadas al espacio
doméstico, Masferrer se muestra galante. Aquí dejo una pequeña muestra: “yo no
sé si las ticas son señoras de la belleza; pero respondo que son adorables. Ese
cuidado minucioso y constante de la persona; ese arte profundo del afeite; esa
coquetería sutil de que las parisienses tienen el cetro y en que las josefinas
son maestras”, escribe.
No tarda en descubrir que Costa Rica “va
por senda diversa de la que nosotros recorremos” (...) “tiene otros ideales, y
tendencias diferentes”. Esto es posible, asegura, por tres factores: el clima,
la raza y la educación. Ello explica “la natural repugnancia de ese pueblo a
mezclarse, aunque sea indirectamente en los asuntos de sus vecinos”. “Un pueblo
así”, dice, “no puede correr aventuras; para él una guerra es la ruina”.
En 1932, Masferrer, exiliado, pobre,
desencantado y horrorizado por la matanza, justificó el
levantamiento indígena y campesino provocado por la desesperación y la
injusticia.
El pequeño volumen llegó a mis manos
gracias a Sebastián Vaquerano, editor y voraz lector, que se desempeña como
embajador salvadoreño en Costa Rica. Fue publicado por La Nación con el número
190 de una colección de pequeñas obras que el diario josefino entrega a sus
lectores desde hace algunos años. Una
iniciativa que algún periódico nacional debiera imitar.
(Publicado en La Prensa Gráfica, 11 de octubre de 2012)
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