Miguel Huezo Mixco
El Estado salvadoreño entregará el próximo
5 de noviembre el Premio Nacional de Cultura al pintor Carlos Cañas. Este
merecido reconocimiento debía haberse otorgado hace mucho tiempo. Lo importante
es que ha llegado y tenemos que celebrarlo.
Cañas es el pintor salvadoreño más
importante de todos los tiempos. Sus posiciones estéticas y políticas
provocaron controversia entre los años 70 y principios de los 80 del siglo
pasado, cuando los artistas plásticos tuvieron su momento estelar, y sus obras
se vendían como pan caliente, ya que los compradores abrigaban la veleidad de
especular a futuro con el valor de los cuadros. Curiosamente, esa época
coincidió con el momento en que se mataba a quien poseía libros en casa.
Los tiempos han cambiado, no sé si para
mejor. Ahora el arte importa menos que nunca y lo que diga un artista es como
oír llover. El rico tejido cultural integrado por autores, críticos y galerías
se hizo añicos. Por suerte, aquella ola hizo posible esa cueva luminosa, que es
el Museo de Arte de El Salvador (MARTE). En la colección del MARTE reside una
parte esencial de la memoria colectiva del país.
Cañas jamás escondió su manera de pensar.
Mientras algunos le tildaban de “peligroso comunista”, otros lo acusaban de ser
“un vil burgués”. Para el maestro Carlos Cañas arte y política nunca fueron dos
esferas rivales. Él sabe que un cuadro, como un poema, es el resultado de una
necesidad. Y que esa necesidad busca y adquiere una forma y un estilo. Así, la
obra de arte es un vínculo, uno de muchos, entre seres humanos, entre mundos,
entre épocas.
“Lo político en el pintor no es excluyente
de una voluntad de forma y estilo, ya que como modo estético denuncia las
anomalías de una sociedad injusta”, ha escrito. Quizás no todos se den cuenta,
su obra y su vida nos están dejando una lección: la de que reivindicar la
individualidad no es darle la espaldas a la transformación de la realidad del
país. El Salvador necesita, a gritos, transformaciones sociales, pero también
una lavativa de creatividad.
Cañas es, en todo el sentido de la palabra,
un virtuoso del arte pictórico. Su obra, repleta de belleza e intensidad,
constituye uno de los mejores testigos de nuestro tiempo. En él se proyectan de
forma privilegiada la realidad del mundo luminoso y la del mundo de la muerte,
recreadas por una paleta que nos ha dado representaciones tan maravillosas como
temibles.
No sé si esas ingrávidas mujeres contenidas
en sus cuadros representan el estereotipo de la mujer salvadoreña, como algunos
demandan con notable torpeza. No importa. De lo que sí estoy seguro es de
que los hombres y mujeres del futuro (si
hay futuro) podrán ver en ellas algo más que las imaginadas identidades que nos
apresan.
Gracias a su genio tenemos también algunas
estremecedoras representaciones del mal. Una de ellas es su “Sumpul”. Un cuadro
donde late el grito de una era, la nuestra, donde los cadáveres nos impidieron
una memoria gozosa, esa gozosa memoria de luz que Cañas insinúa en el arriesgado
juego cromático que reproduce la matanza.
Su obra, como él mismo la ha definido, es
el “grito que se reúne con otros gritos”. Cuando todos seamos polvo, ella
hablará de nosotros, de nuestras fugas, como esas piernas de su “Estudio para
el perseguido político”, provistas de energía y un atroz desconcierto; piernas
que son de persecución, de diáspora y de esperanza.
Alegrémonos, pobres habitantes de este
páramo. El premio para el maestro Cañas constituye un extraño caso de justicia.
(Publicado en La Prensa Gráfica, 25 de octubre de 2012)
Foto por Camaro27
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