Miguel Huezo Mixco
Ningún grupo en El
Salvador padece ataques tan arteros como la población transexual. La cultura
dominante, la religión, los medios de comunicación, la escuela y a menudo hasta
sus mismas familias la estigmatizan, condenándola al desempleo y al irrespeto
de sus derechos básicos.
La transexualidad consiste
básicamente en que una persona se identifique y desee vivir y ser aceptada como
alguien del género opuesto. Expresa un desencuentro radical entre la identidad
de género y el sexo biológico. Ninguna minoría, insisto, ni siquiera los
indígenas, expresa con tanta vehemencia y desventaja el derecho a su identidad.
En nuestros días, pocas convicciones son tan subversivas y transgresoras como
esta. Desde que pude conocerlas de cerca me refiero a ellas, con todorespeto,
como “mis queridas trans”.
En estas cosas pensaba
mientras participaba, hace unas semanas, en una conversación con una docena de
transexuales, invitado por Claudia Morales, una experta que trabaja por el
reconocimiento de los derechos de la población LGBTI, sigla que sirve para
designar a lesbianas, gais, bisexuales y personas transgénero.
Antes de participar en la
charla revisé algunos trabajos relacionados con la estigmatización que sufre en
El Salvador la población LGBTI, incluyendo un documentado estudio
hemerográfico, realizado en 2012, sobre las representaciones que se hacen de la
población LGBTI en los dos principales periódicos de El Salvador.
Nada de eso me preparó
suficientemente para escuchar los testimonios de estas personas. La franqueza
con la que ellas hablaron me brindó la posibilidad de conocer un poco sobre su
mundo. Todas muestran una enorme valentía para enfrentar la abominable cultura
salvadoreña marcada por el machismo y la idea del pecado.
Sin embargo, esa decisión
de reivindicar su condición de mujeres, atrapadas en un cuerpo equivocado, hace
que muchas personas, mujeres y hombres, sean extremadamente agresivas con
ellas. Inclusive se les niega empleo y la mayoría de ellas no tienen otra
opción más que el trabajo sexual.
Una de las cosas que
consiguieron transmitirme con mucha fuerza es la importancia que tiene para
ellas el tema de la identidad. Todas, sin excepción, le otorgan un papel
crucial a la modificación de sus características sexuales externas. Este deseo
las lleva a pasar por una transición muy compleja, que incluye procesos
quirúrgicos, cuyo propósito es adaptar su cuerpo al género al cual se sienten
pertenecientes.
Esta legítima opción
identitaria (vestir, tener sexo y amar como mujer) se enfrenta a diario con
ataques encarnizados. En el curso de la conversación conocimos con bastante
detalle la manera en que se les maltrata en las alcaldías y clínicas de salud.
Con alguna frecuencia los funcionarios se niegan a llamarlas en las salas de
espera por el nombre que ellas han adoptado --nombres de mujeres-- y algunas
han preferido no realizar trámites ni pasar consulta médica con tal de no ser
agredidas en público.
Las autoridades policiales
tienen también una parte de responsabilidad. Cuando son detenidas, a menudo por
el solo hecho de estar en la calle ganándose la vida, los guardianes del orden
público las envían como carne de cañón a la sección de hombres, donde sufren
golpizas y abuso sexual, y son despojadas de sus pertenencias.
El mencionado estudio
sobre las representaciones de la población LGBTI en los principales medios de
comunicación revela la existencia de un “alto nivel de estigma y
discriminación” de parte de muchos periodistas. “Las notas periodísticas”,
concluye, “contienen un trasfondo de exclusión e ignorancia, al no reconocer el
derecho a la identidad y al nombre de las personas, cuando se abordan
situaciones donde la víctima es una mujer trans, pues se le reconoce como un
hombre así nacido”.
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