Miguel Huezo Mixco
El 16 de enero de 1992 tuvo lugar la firma de los Acuerdos de Paz que puso fin a la guerra interna de doce años. Digo doce años, y no diez, porque la guerra para mí comenzó en marzo de 1980, con el asesinato de Óscar Romero.
Esta fecha trascendental y simbólica con el paso de los años se ha venido convirtiendo en una ocasión para echar rollos: arengas, desquites y declaraciones de buena y mala voluntad.
El pasado necesita restaurarse a través de la memoria viva (diarios, cartas, recuerdos) antes de que la máquina destripadora del olvido transforme la fecha en el guión de un acto aburrido, con número "cultural" incluido.
La historia del 16 de enero comienza para mí el 31 de diciembre de 1991. Estoy con otros compañeros en una casa, en San Salvador, a pocos metros de la Alameda Roosevelt, escuchando las informaciones que se transmiten por las radios locales sobre la posibilidad de que ese día el Gobierno de El Salvador y el FMLN lleguen a un acuerdo sobre el fin de la guerra.
La noche avanza, el momento se vuelve más dramático. Veo el reloj. Pasan las 10. En casa me aguardan, mi compañera y mis hijos. Después de todo, es la fiesta de año nuevo. La posibilidad de ese esperado acuerdo ingresa en esa zona oscura en la que vivía el país entero: la zona del no es posible, la zona del esto no se arregla, la zona del todo seguirá igual.
Con algo de pena les digo a mis compañeros que debo marcharme. Alguno protesta, pero no hay remedio. Los abrazo, uno por uno, y me voy. Son tiempos de vacas flacas. La vida semiclandestina tiene sus rigores. En casa, mientras improvisamos una cena y llega la medianoche, pongo mi infaltable casete de Joaquín Sabina. Y como en el vecindario hay que parecer normales, salimos a lanzar silbadores y a chamuscar estrellitas.
Pasada la medianoche llegan mi hermano Eduardo y mis padres. Me abrazan efusivamente. “Felicidades”, me dicen, con los ojos llorosos. Yo no alcanzo a comprender la razón para tanta alegría. ¿Qué pasa?, pregunto. Se acabó la guerra. El Frente y el gobierno llegaron a un acuerdo, me dicen. Quedo pasmado. Enciendo la radio. Escucho la noticia. Es verdad.
Para mí, ese día algo se terminó de manera profunda e, inevitablemente, se abrió también una perspectiva incierta. Había dedicado catorce años a aquella lucha. Lo había dejado todo y había perdido tanto. Me había convertido en un sobreviviente. Sin embargo, aquella madrugada lo increíble llegó por primera vez a mi vida.
La experiencia de ese 1 de enero me dejó el dedo dulce. Confieso que detrás de mi habitual armadura de escepticismo pervive la carne blanda de un crédulo. “Es posible”, me digo a cada tramo, cuando veo cuanto hay que torcer, trocar, mudar, en la vida del país y en la mía propia. Es posible, me digo. Creo que ya nunca dejaré de ser iluso.
Dos semanas después llegó el 16 de enero con toda su liturgia. Sí, ese día también fui a la plaza Barrios. Me confundí entre la gente. Le canté a la patria. Senté a mi hija sobre mis hombros. Escuché los discursos. Quizás no puse tanta atención porque no recuerdo nada. Bajo la retórica de la lucha política existe también la lucha con uno mismo. Mi gran día no fue el 16 de enero.
Ilustración: Goya
(Publicado en La Prensa Gráfica, 20 enero 2011)
Disfrute de su recuerdo de esa primera quincena de enero del 92. Cordial saludo.
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