Miguel Huezo Mixco
El idioma español fue el resultado de un antiguo proceso en el que
concurrieron numerosas lenguas y dialectos. Hace unos mil años era solo una de
las variedades dialectales del romance hispano. Fue la gente “menos ilustrada”,
que asimilaba nuevas palabras y giros lingüísticos provenientes de otras
culturas y lenguas, la que hizo posible el idioma de Cervantes.
En nuestros días el idioma inglés, principalmente el de Estados Unidos,
se filtra en nuestra vida por muchos flancos: las nuevas tecnologías, la
publicidad, la investigación científica, los viajes, la industria del
entretenimiento, las migraciones... No pocos consideran que el uso de
expresiones del inglés en el habla cotidiana muestra los “complejos de inferioridad”,
“ignorancia” o “falta de identidad” de nuestras sociedades.
Periódicamente la Fundación del
español urgente (Fundéu) difunde adaptaciones al español de expresiones como clúster,
bróker, tuitear y resetear, bloguear, provenientes del inglés. “Ninguna lengua
dura tanto tiempo sin cambios”, sentencia Antonio Alatorre, un experto en la
historia del idioma español, autor del ameno y erudito libro “Los 1001 años de
la lengua española” (cuarta reimpresión, 2010) del cual me he beneficiado para
escribir este texto.
El latín, reconocido como la lengua madre de nuestro idioma, fue apenas
una de las muchas ramificaciones de la lengua indoeuropea, originada en el
extremo oriental de la península de Anatolia. Fue en esa zona donde se produjo
una de las revoluciones culturales más importantes de la humanidad: la
agricultura. Los excedentes de producción de los anatolios no solo se
tradujeron en riqueza y expansión geográfica. Explica Alatorre que a medida que
adoptaban la agricultura “iban aprendiendo a decir cómo se decía ‘sembrar’,
‘uncir los bueyes’, de la misma forma en que en nuestros días, al adoptar el
“fax”, añadimos a nuestro vocabulario español la palabra fax.
La evolución de las lenguas no se puede entender bien sin la comprensión
de la historia política en que se desenvuelven. Las invasiones visigodas de la
península ibérica introdujeron en el vocabulario corriente la palabra ‘guerra’
y una serie de conceptos asociados a la codicia de territorios y riqueza, como
‘robar’, ‘botín’, ‘devastar´, ‘esgrimir’, ‘blandir’... Para la mayoría de
estos conceptos, comenzando por el de guerra, existían palabras equivalentes en
latín (lengua impuesta, a su vez, por las anteriores invasiones romanas). Obviamente
los usos bélicos de los invasores penetraron muy hondo en la sensibilidad de
los sojuzgados, haciéndoles adoptar esas expresiones.
Siglos más adelante las invasiones árabes (los “moros”) introdujeron al
dialecto castellano al menos 4 mil arabismos en áreas como la decoración, la
jardinería, la horticultura y las obras de riego, que se corresponden a objetos
o conceptos para los que no había en español palabras para designarlos. Los
árabes, extraordinarios horticultores, expertos en equitación y tejedores, no
solo enseñaron sus destrezas a los hispanos, sino también su manera de nombrar
aquellos procesos y herramientas. ‘Añil’, ‘fanega’, ‘aceituna’, ‘almíbar’,
‘alfajor’ y ‘algoritmo’ son voces árabes. La noción misma de ‘cero’ se debe a
los “moros”, quienes obligaron a que toda Europa abandonara la rústica
numeración romana.
Las intrusiones del inglés en el lenguaje que usamos en nuestra vida
cotidiana pueden mover a la burla, a unos, y a otros, a la indignación. La
nuestra no es una lengua moribunda. Es la segunda más
hablada en Estados Unidos. De lo que no cabe duda es de que estamos
asistiendo a otro proceso de transformación del español. El espanglish es solo uno de los
retoños de esos cambios. Volveré sobre el tema en quince días.
(Publicado en La Prensa Gráfica, 3 de octubre de 2013)
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