Miguel Huezo Mixco
En este país la lectura ha pasado a ser un lujo. Cada vez se importan menos libros. Basta mirar los estantes de las librerías de San Salvador. Sin embargo, siempre es posible arreglárselas. Los amigos que van y vienen, los viajes ocasionales y las descargas electrónicas hacen el milagro.
En esta y en mi próxima columna escribiré sobre algunos de los libros que más disfruté en 2012.
Comenzaré con “Los hijos de Nobodaddy” (2012) de Arno Schmidt (1914-1979). El libro compila tres novelas originalmente publicadas entre 1951 y 1953. En conjunto, arrojan una mirada cáustica a la experiencia de la guerra, que Schmidt vivió en carne propia: en 1941 fue llamado a filas por el ejército nazi. Más tarde fue confinado a un campo de prisioneros.
Schmidt es uno de los escritores más importantes de la Alemania de posguerra, aunque su obra no haya gozado de la popularidad de sus contemporáneos Günther Grass (“El tambor de hojalata”) y Heinrich Böll (“Confesiones de un payaso”).
Ateo redomado, Schmidt destila una visión del Infierno en clave de vida cotidiana. Como dice uno de sus personajes: el Cielo no es más que “una ficción inventada por el diablo” para atormentar mejor a la humanidad. (Expresión emparentada con aquella de Juan Carlos Onetti, según la cual “Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre”).
La primera de las tres novelas, “Momentos de la vida de un fauno”, narra la vida de un empleado (en realidad, un erudito encubierto) que se aventura a investigar la vida de un desertor de las guerras napoleónicas. Düring, tal es su nombre, reporta detalladamente el monótono mundo de su oficina donde hasta los civiles están obligados a rendirle al Führer culto y saludo militar.
“El brezal de Brand” relata las andanzas de Blakenhof, un sobreviviente de un campo de prisioneros inglés que se refugia en una remota aldea sumergida en las privaciones, las humillaciones y el caos de la derrotada Alemania. Las evocaciones de la guerra emergen en todo momento. En medio de las atrocidades de una vida civil perturbada por las matanzas aparece Lore, una de las encargadas de la lavandería, que despierta las fantasías del miserable exprisionero.
La tercera novela, “Espejos negros”, transcurre en el futuro. El protagonista cree ser el último ser que puebla el planeta. La civilización ha sucumbido a la destrucción. El hombre recorre las ruinas a bordo de una bicicleta. El mundo todavía tiene sorpresas que ofrecerle: “De pronto algo apestó tanto que de inmediato bajé el rifle: esto no podía provenir de una planta decente, ¡solo en zoología algo puede oler de esa manera!”, dice, alarmado.
Las tres novelas están escritas con una ironía radical. Sus protagonistas son solitarios, empobrecidos y medio torcidos: hijos de la guerra, al fin. Desde ningún punto de vista son libros convencionales. No cuentan historias lineales. La trama se enrolla como una hiedra que va adhiriéndose a la sensibilidad del lector, amenazándolo con asfixiarlo.
“Los hijos de Nobodaddy” no es de lectura fácil. Estoy seguro de que nunca será uno de esos best seller. La prosa de Schmidt no es camino llano, sino una montaña agreste formada por árboles, basura, ruinas y paisajes lunares. Una obra fuera de serie que sacude de principio a fin.
En mi próxima columna les contaré de otro de mis favoritos de este año, que leí con retraso. Un libro muy diferente al que me ha ocupado ahora, y que alcanza otro tipo de grandeza: “El olvido que seremos”, de Héctor Abad Faciolince.
Foto: Arno Schmidt
(Publicado en La Prensa Gráfica, 6 de diciembre del 2012)
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