María Tenorio
Yo había cumplido recién los 20 años cuando en todo San Salvador, capital del país en aquel momento, comenzó a faltar el agua. Lo recuerdo bien: fue en mayo del 2011. Los periódicos lo pusieron en primera plana, con declaraciones del presidente, funcionarios y empresarios. La gente estaba indignada.
En aquel entonces me había mudado desde mi Santa Ana natal a Ciudad Merliot en el Gran San Salvador, a una casa compartida con cuatro becarios de la universidad. Ahí comenzó a faltar el agua de manera crónica. Cada día caían apenas unas gotas que no ajustaban para nuestras necesidades. Las reservas que juntábamos en un barril y la pila eran insuficientes. Tampoco nos alcanzaba el dinero para comprar, a diario, garrafas de agua purificada. Nos defendíamos con lo poquito que teníamos. Agua para beber era la primera prioridad, luego venía todo lo demás. Aquellos días adquirimos la costumbre de bañarnos salteado y usar la misma ropa cuatro o cinco veces antes de lavarla. El agua corriente en nuestros chorros era más un anhelo que una realidad.
En cierto modo, nosotros teníamos la ventaja de venir de hogares donde se vivía con escasez. Los cinco becarios éramos de origen humilde, como se dice eufemísticamente. Estábamos acostumbrados a racionar todo. Los frijoles, el jabón, el gas propano y, por supuesto, el agua. En la casa de mi madre, por ejemplo, solo caía agua de noche, lo que nos obligaba a llenar varios depósitos para poder bañarnos por la mañana y preparar los alimentos del día siguiente. Otros de los becarios recogían agua de pozo o de chorro público.
Pero la gente de dinero echó en falta bien pronto todas las comodidades. El precio del agua, ofrecida por camiones cisterna, se fue por las nubes. Muy pocos podían adquirirla. San Salvador se fue volviendo un lugar invivible, inhóspito, apestoso. Al cabo de unas semanas hubo un éxodo de familias hacia otras ciudades donde el agua fluía normalmente en los inodoros, las duchas y los lavaderos. El gobierno, luego de unos meses de escasez de agua, trasladó sus oficinas. Lo mismo hicieron hospitales, restaurantes y empresas de todo tipo. El mercado inmobiliario en Santa Ana y San Miguel, destinos favoritos de los nuevos migrantes, se disparó. La industria de la construcción abrió miles de plazas en esas zonas, con lo cual migraron miles de obreros. San Salvador se fue vaciando. Algunos comparaban el fenómeno con el abandono de las ciudades de los mayas.
No recuerdo si fue en el 2018, pero tras una discusión que dejó varios muertos, la capital se estableció en Santa Ana. San Miguel fue rechazada en la Asamblea Legislativa por su clima extremadamente cálido. La geografía política y económica del país se reconfiguró de la forma como la vemos hoy día. La ciudad de San Salvador quedó en manos de los pobres, quienes impregnaron las casas y edificios que ocuparon con su curtiembre y su hediondez. La tubería madre de Nejapa no volvió a funcionar. Su colapso fue total. Muchos técnicos fueron despedidos de sus trabajos y hubo uno que optó por el suicidio. En pocos años San Salvador se convirtió en una ciudad fantasma, en esta ruina arqueológica que visitamos esta mañana y que nos explica tanto sobre la historia de este país.
(Publicado en Contracultura, 25 mayo 2011)
Ilustración: "Apocalipsis", ca. 1380, por un pintor francés anónimo.
Muy buena reflexión sobre nuestra responsabilidad actual. ¿Qué de próspero le estamos dejando a nuestros salvadoreños?
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