
Esta mañana, los jóvenes ganadores del certamen literario Letras Nuevas de La Prensa Gráfica, despertaron con el sabor del triunfo todavía fresco. Quizás es bueno recordarles que un premio literario es como un golpe de suerte, que a veces puede convertirse en un golpe bajo. Por eso les recordaré un cuento de Jack London, titulado “Por un bistec”.
Pero antes, si los ganadores me pidieran recomendaciones, les diría que no crean en los maestros. Los mejores maestros son los que ya están muertos. Les seguiría diciendo que no crean en la originalidad. Les aconsejaría que imiten a los autores que les gusten: róbenles ideas, argumentos, como hacen todos los escritores. Ah, y no se olviden de botar al basurero todo lo que puedan: no acumulen basura, no se enamoren de sus palabras ni de sí mismos. Como en el ejercicio, mucho de lo que se escribe es solo sudor.
La lista de los “no” es extensa: No crean en su vocación; ni se sientan obligados a seguir siendo escritores por la simple razón de que alguna vez publicaron versos o porque alguien les dio un diploma. No alberguen fantasías sobre eso. No le pidan al país que los patrocine y los defienda. Y, por favor, no utilicen la pluma como un puñal de asalto contra el pueblo.
Me apresuro a decir que los premios también son buenos. Y que serían mejores si estuvieran articulados a esfuerzos que brinden espacios donde se publiquen y se promuevan las producciones emergentes, y a escuelas o talleres donde se pueda aprender el arte de la escritura en un mundo donde conviven el papel y la electrónica. Pero no debemos hacernos ilusiones. En este país las escuelas de letras fueron masacradas en plena posguerra, hasta en las universidades más “visionarias”. Repítanse como un mantra: las letras pueden ser muy divertidas, pero no van a cambiar el mundo. A veces, los premios simplemente abren la puerta para encontrar un empleo, lo cual ya es una bendición en un país como este. Y esto me lleva al cuento de London.
“Por un bistec” es la historia de un boxeador en la noche de una gran pelea. Comienza así: "Tom King rebañó el plato con el último trozo de pan y masticó aquel bocado lentamente y con semblante pensativo. Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre". Él era el único que había cenado en su casa. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Su mujer lo miraba desde la cocina. King iba a fajarse a golpes en el ring. Aquel gigante ya no luchaba por la gloria, ni por leer su nombre en los periódicos al día siguiente, sino para ganarse treinta libras esterlinas. Esa noche salía en busca de comida. Antes de subir al cuadrilátero, cerrando sus grandes puños murmuró para sus adentro: "¡Lo que daría yo por un buen bistec!", y se dirigió al cuadrilátero. La historia tiene un final inesperado, que no voy a contarles aquí.
Lo que quería decirles es que la vida --la del escritor, la de cualquiera-- es como la del boxeador del cuento: luchar por salirse siempre de la esquina, a puñetazo limpio, conectando demoledores golpes a la mandíbula del contrincante, provocando la gritería de la concurrencia, pero sabiendo que después de que el réferi decrete el final del combate siempre se volverá a los vestidores a encontrarse a solas. En el fondo, más allá de la vanidad, todo se reduce a eso: a dar la pelea, así sea por un bistec.
(Ilustración del Chilam Balam de Chumayel, Princeton University Library, Digital Collections)
(Publicado en La Prensa Gráfica, El Salvador, 19 febrero 2009)