Miguel Huezo Mixco
Las sociedades hablan a través de sus muros. La nuestra también. Por suerte, en ellos no todo es alambre espigado y publicidad. En los últimos años se viene produciendo, de forma casi inadvertida, una corriente de “muralismo” que expresa los sentires de la gente. Rachel Heidenry,una becaria Fulbright, ha recorrido buena parte del país fotografiándolos. Su trabajo está produciendo el registro más completo del muralismo salvadoreño.
Cuando se habla de “muralismo” se piensa de inmediato en el movimiento mexicano que tuvo lugar a principios del siglo XX. Recogiendo el legado cultural prehispánico, artistas como Diego Rivera y José Clemente Orozco usaron las fachadas e interiores de edificios públicos para exaltar los triunfos de la Revolución mexicana, y darles protagonismo a indígenas, campesinos y mestizos.
El muralismo en El Salvador comenzó a tomar auge tras el fin de la guerra interna. Desde luego que antes de 1992 hubo murales, pero fue hasta después de esa fecha que comenzó a configurarse una tendencia gráfica y artística en la que participaron tanto artistas de la elite como artistas populares anónimos. Esto es explicable. El muralismo que no tiene funciones decorativas, sino que sirve para plasmar la memoria y los conflictos que se viven, solo es posible en sociedades abiertas. Y fuera de algunos momentos excepcionales, el siglo XX salvadoreño estuvo marcado por la represión y la intolerancia.
Rachel Heidenry ha viajado de oriente a occidente, y de norte a sur, cazando murales producidos por artistas populares, en Quezaltepeque, Santa Ana, El Paisnal, Arcatao, Perquín y La Palma, entre otros lugares. Su registro incluye los trabajos de artistas y colectivos más tecnificados, como el que se aprecia en la pared principal del mercado San Miguelito, en San Salvador, sobre la avenida España, o el que puede verse al final de la avenida Constitución, en dirección norte, dedicado a las migraciones.
A menudo decimos que El Salvador es un país sin memoria. Esto no es completamente cierto si vemos el enorme esfuerzo de decenas de comunidades organizadas en el interior del país, que utilizan los muros para fijar eventos que marcaron sus vidas.
En muchos casos los murales están asociados a la religiosidad popular y son parte de un esfuerzo consistente para dejar huella de las injusticias y colocar de manera visible a las personas que encarnan su dolor y esperanza. Para el caso, en la iglesia de Arcatao los misterios del Vía Crucis se ilustran con dibujos que rememoran los sacrificios que vivió aquella comunidad chalateca.
El personaje más invocado y representado es Óscar Romero, el obispo mártir. Su figura aparece en innumerables lugares. En Perquín, Morazán, ocupa la posición central en una colorida y bien elaborada versión de La última cena, rodeado de hombres y mujeres de razas diversas. El sacerdote Rutilio Grande, asesinado en 1977, es otro de los personajes más reiterados.
Los murales han comenzado a plasmar también una realidad nueva: el deterioro del medio ambiente. Esto es evidente en municipios predominantemente rurales y donde existen conflictos por el uso de los recursos naturales. Por ejemplo, en Cabañas, el rechazo a la minería ya se expresa en murales. Existen también murales que exaltan las tradiciones culturales y el sacrificio de los que migran a Estados Unidos. El muralismo salvadoreño, por supuesto, no se agota en estos ejemplos.
Rachel Heidenry hizo en 2011 su tesis de grado sobre el muralismo de El Salvador. Ese mismo año obtuvo una beca Fulbright para continuar sus investigaciones. A partir del 28 de abril presentará fotografías sobre sus hallazgos en el Centro Arte para La Paz, en Suchitoto.
Imagen: La última cena. Perquín, Morazán.
El blog de Rachel Heindenry, Vistazos
(Publicado en La Prensa Gráfica, 12 de abril de 2012)
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