miércoles, julio 23, 2008

Fábulas de trabajadores

¿Quién prefiere ser usted: la cigarra o la hormiga? ¿A usted le suena familiar que debemos convertirnos en un país de exportadores? En esta entrega, Talpajocote confabula para hablar sobre las dificultades que enfrentan los trabajadores en El Salvador. Miguel hace una lectura de la célebre fábula de los insectos a la luz del recién publicado Informe del PNUD. María narra los bemoles de una exportación masiva de productos artesanales a Alemania.

La cigarra y la hormiga

Miguel Huezo Mixco

“Cantó la cigarra durante todo el verano, retozó y descansó, y se ufanó de su arte, y al llegar el invierno se encontró sin nada: ni una mosca, ni un gusano”. Así dice la conocida fábula La cigarra y la hormiga, de La Fontaine (1621-1695), que cuenta la historia de cómo la hormiga trabajó y cosechó, mientras la cigarra moría de hambre por haberse dedicado a la juerga y el descanso.

Esta fábula suele ser recordada cuando se habla de la importancia del trabajar duro. Muchos salvadoreños se sienten plenamente identificados con la fábula. La caracterización de ser personas laboriosas, que salen adelante a pesar de las adversidades es, probablemente, la principal marca de identidad de esta sociedad.

Pero como lo señala el Informe sobre Desarrollo Humano 2007-2008, del PNUD, esta caracterización positiva ha ocultado la dura realidad del subempleo, y ha propiciado una actitud de tolerancia social hacia este fenómeno. En El Salvador, dice la publicación, cuatro de cada diez salvadoreños trabajan en lo que sea con tal de obtener algún ingreso, aunque no logren cubrir el costo de la canasta básica o trabajen menos de 40 horas semanales.

La mayoría de personas de este país afamado de ser tan trabajador no está cubierta por las redes de protección social de pensiones y salud. Los sistemas que funcionan con aportes de empleados y empleadores –el ISSS, el INPEP y las AFP – apenas cubren a una quinta parte de los trabajadores. Quienes están en peores condiciones son los jóvenes y las mujeres. Dos de cada tres jóvenes están desempleados o subempleados. Las mujeres no sólo están en desventaja respecto de los hombres por razones de su sexo, sino que además ganan salarios más bajos a pesar de que, como lo prueba la información disponible, ellas trabajan más que los hombres. Somos una sociedad de hormigas que trabajan sin parar, pero todo ese esfuerzo no le está arrojando dividendos claros a la mayoría de la gente.

Los salvadoreños no tenemos un gen especial que nos convierte en campeones del trabajo. Como apunta el Informe del PNUD, son las circunstancias históricas las que han moldeado nuestro carácter. Desde los remotos tiempos de la Colonia hasta nuestros días, el empleo ha sido visto como una manera de extraer la fuerza del trabajador con bajos costos para poder competir en mejores condiciones en el mercado internacional. Por muchos años se consideró a los trabajadores salvadoreños, y especialmente a los indígenas, como haraganes, hasta que los éxitos de los migrantes en Honduras, a principios del siglo pasado, cambiaron esa percepción.

Como advierte el Informe, detrás de la representación del “salvadoreño trabajador”, que tanto nos enorgullece, está el drama de millares de trabajadores en la ‘rebusca’ y de migrantes dispuestos a arriesgar su vida a cambio de mejores oportunidades. Y aunque trabajar duro es percibido como el principal mecanismo de superación, la realidad es que El Salvador es uno de los cinco países de América Latina donde existen menos expectativas de progreso, de acuerdo a Latinobarómetro.

En El Salvador necesitamos cambiar nuestra mentalidad de hormiguero. El trabajo duro nos debiera permitir ser también un poco como la cigarra de la fábula: sin abandonar ese carácter laborioso, necesitamos condiciones para cantar y soñar. Para no sufrir las adversidades de la mala fortuna se debe proveer al conjunto de la sociedad --y especialmente a los más necesitados-- de trabajos justamente remunerados y de instituciones de seguridad social que nos resguarden de los riesgos propios de vivir y trabajar. Ojalá llegue para El Salvador el tiempo de las cigarras.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 24 de julio de 2008)

Ilustración: M.C. Escher

El alemán que quiso una cuchilla industrial

María Tenorio

Érase un alemán que vino al país a observar, de primera mano, cómo se elaboraban unos azafates o bandejas de madera, pintados a mano, que había encargado para distribuir en tiendas exclusivas de su país. Cuando examinó las primeras decenas (de varios miles que compraría), se incomodó mucho porque los agarraderos de las bandejas no eran simétricos.

--Esto es muy fácil de hacer. Solo se prepara una plantilla perfecta y, luego, en la máquina de recortar madera, la cuchilla sigue la plantilla. Sencillo. No aceptaré piezas mal recortadas-- dijo a la dueña del taller donde pintaban los azafates.

La dueña consideró pertinente visitar al carpintero en compañía del alemán, para que ambos se pusieran de acuerdo sobre la forma de recortar los agarraderos de los azafates. Asistí a esa expedición en calidad de intérprete.

Cada azafate tenía un diseño distinto dibujado y pintado a mano.

Un martes por la mañana fue elegido para atravesar la ciudad e internarnos en uno de sus populosos municipios aledaños. Al cabo de media hora de viaje estacionamos frente a un pasaje peatonal, en una calle cuajada de baches. Caminamos unos doscientos metros de casas y llegamos al taller donde el carpintero nos esperaba.

La sorpresa no fue solo del alemán, he de confesar. El taller era un cuarto amplio apenas iluminado, húmedo y muy desprovisto de maquinaria. El alemán no encontraba el aparato de recortar madera que su europea mente le sugería como apropiado para hacer los agarraderos de los azafates. Y no lo encontró, pues el carpintero hacía los recortes con una cuchilla semi-industrial bastante rudimentaria y gastada, adosada a una banca rústica de dudosa fijeza.

--Es imposible lograr los cortes que yo quiero con la maquinaria de que dispone este hombre-- nos dijo el alemán a la dueña y a mí. --Él necesita una máquina industrial para producir las miles de piezas que quiero... yo la voy a comprar para él. Dígaselo-- me indicó.

Hablé con el carpintero y nos dirigimos todos --alemán, dueña, carpintero e intérprete-- hacia la ferretería grande más cercana en busca de la súper máquina industrial con banca incluida y juegos de cuchillas para hacer, con precisión, todo tipo de recortes en madera. Encontramos una muestra de la deseada cerca del monumento a la Constitución, pero estaba incompleta: sin juego de cuchillas.

La búsqueda siguió. Aquella memorable mañana visitamos establecimientos de dos casas ferreteras más; tras consultar sus bases de datos nos dijeron que la máquina solicitada por el europeo no existía en el mercado. Podía pedirse por catálogo y tardaría varias semanas en llegar, con seguridad más de un mes. Pero el pedido no podía esperar: el tiempo de producción estaba medido para que los miles de azafates llegaran a puerto alemán a inicios del verano, temporada en que debían comercializarse.

La infructuosa búsqueda de la tecnología adecuada para hacer los miles de recortes terminó en la compra de la segunda mejor opción: una máquina semi-industrial que no satisfacía del todo al alemán y que alegraba mucho al carpintero. Esa compra selló el compromiso del hombre de la madera y de la dueña de que los recortes artesanales de los agarraderos serían lo más industriales posibles.

Semanas después los varios miles de azafates fueron enviados a su destino transatlántico, pero allá el alemán rechazó un buen porcentaje de los mismos por no satisfacer los estándares. El rechazo significó el no pago de esas piezas. Ese no pago significó un déficit que el pequeño taller de artesanías de mi madre --la mencionada dueña-- no ha podido superar, dado el desfavorable clima económico que se vive en estos días. Es muy probable que antes de fin de año su pequeño negocio cierre sus puertas.