miércoles, febrero 20, 2013

Toponimias de El Salvador


Miguel Huezo Mixco

“Cuánta historia, cuánta leyenda o mito, cuánta riqueza lingüística se oculta detrás de cada uno de los topónimos aquí compilados”, comienza diciendo Joaquín Meza en la introducción a su “Diccionario toponímico de El Salvador” (2013), recientemente publicado. No le falta razón.

El bien organizado volumen de más de 600 páginas reúne y ordena la mayor parte de la toponimia procedente de los diversos grupos poblacionales prehispánicos que ocuparon el actual territorio salvadoreño. Las toponimias de origen náhuat, lenca y potón han estado dispersas en distintas publicaciones de carácter histórico y documental. Es hasta ahora, gracias a la curiosidad erudita de Joaquín, que se emprende un esfuerzo totalizador.

Por toponimia se entiende el estudio del origen y significación de los nombres propios de un lugar o una región geográfica. Al conocimiento de los nombres ancestrales de nuestros poblados, cerros, ríos, han contribuido en el pasado los estudios de Jorge Lardé y Larín, Pedro Geoffroy Rivas y del Instituto Geográfico Nacional, sin olvidar al filólogo mexicano Ángel María Garibay, entre otros.

¿Para qué investigar los nombres?, se preguntará más de uno. Pues porque ellos “constituyen el paralelo entre el simbolismo mental y el mundo físico real en el que habitamos y nos movemos”, escribe Rafael Ibarra en la presentación del Diccionario. Los nombres, agrega, atrapan memorias colectivas, nos vinculan con personas y lugares: “construyen y custodian historias”.

La presencia en esta publicación de Lito Ibarra, “el padre de la Internet en El Salvador”, me sugiere la fantasía de que el Diccionario podría “vaciarse”, con el apoyo de personas y empresas visionarias, en un formato georeferenciado, dotándolo de toda esa riqueza de recursos informativos y gráficos que ofrece la web.

Jorge Lemus, que también prologa el libro, detalla que el análisis de los topónimos se apoya en disciplinas como la lingüística, la geografía, la geología, la arqueología y la historia. En el caso salvadoreño, la mayoría de los topónimos de origen náhuat son palabras españolizadas e, inclusive, fueron adaptadas al náhuatl mexicano por los traductores tlaxcaltecas que acompañaron las expediciones de conquista de los españoles.

Como anoté arriba, el volumen está bien organizado. Los topónimos están agrupados por departamento. A su vez, cada una de estas secciones abre con un mapa del departamento, una tabla con sus municipios y una breve descripción que incluye límites geográficos, principales accidentes geográficos, un poco de  historia y datos sobre la población. Cuenta además con un útil índice que refiere cada nombre  a las páginas en donde es mencionado en el cuerpo de la obra.

Aunque Meza advierte la necesidad de que a futuro se emprendan investigaciones que confronten otros estudios similares que él no tuvo a la mano durante la redacción de su Diccionario, nadie pondrá en duda de que su trabajo es un parteaguas en el estudio de las toponimias salvadoreñas.

Joaquín Meza es poeta, escritor y humanista. Formó parte del grupo de jóvenes reunidos en torno a la revista Pasarraya. Es autor de libros de poesía. Con este “Diccionario toponímico de El Salvador” alcanza la estatura de un investigador riguroso. En 2008 nos había asombrado con la publicación del “Real diccionario de la vulgar lengua guanaca”, un libro que fija una porción importante del habla popular salvadoreña.

Joaquín es un guardián de las palabras de la tribu. Estos dos libros han sido posibles por su terquedad, y por la generosidad de personas que creen en su trabajo. No ha contado con el apoyo de presupuestos oficiales ni con la asesoría de esas formalísimas congregaciones académicas de la lengua o la historia. Gran lección la que nos deja.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 20 febrero de 2013)

miércoles, febrero 06, 2013

Pablo Antonio

Miguel Huezo Mixco

Pablo Antonio Cuadra vivió una época perturbadora y veloz. Entre las refriegas de Sandino contra los gringos, y la llegada de una edad que conoció por vez primera aparatos que desafiaban el entendimiento --la radio, la luz eléctrica y el automóvil--, escribió poemas que se cuentan entre los mejores de la lengua española.

Cuadra nació el
4 de noviembre de 1912 y murió un 2 de enero, hace once años. Fue el jefe de la Vanguardia, el movimiento literario que colocó a Nicaragua entre los países con las tradiciones poéticas más importantes de nuestra lengua. 

Sus escritos llenan ocho gruesos tomos. Están publicados en la Colección Cultural Centroamericana (Fundación Uno). Abarcan poesía, ensayos, crítica literaria, teatro y narrativa. Hay que buscarlos, ponerlos en la mesilla, bajo la lámpara, y devorarlos.

Los dos volúmenes que compilan sus poemas pueden leerse como a uno le dé su real gana. De atrás para adelante o saltando de un libro a otro. De cualquier forma, el goce está asegurado. El lector mirará asomar entre las páginas animales, árboles e insectos, y también el brillo y los sonidos de las ciudades magníficas que el poeta visitó.

Cuadra hundió su nariz en el folklore nicaragüense. Su poemario “Canciones de pájaro y señora”, diría él, fue resultado del “cortocircuito de dos infancias: la mía y la de mi pueblo”. Uno lo lee y da la impresión de que era un hombre de caminar con la mirada baja, como si buscara signos entre las piedras y las aguas. Mira a la selva como una novia, y al Tiempo como un dios hecho de momentos.

La Vanguardia... Es verdad que en ese nombre hay un eco de los movimientos artísticos europeos de los que fueron contemporáneos Cuadra y su pandilla. El mundo les importaba mucho, pero les importaba más Nicaragua. Así, ese grupo de zapadores, formado por los poetas José Coronel Urtecho, Manolo Cuadra, Luis Alberto Cabrales y Joaquín Pasos, dirigieron la mirada hacia su país. No todo fue de su gusto.

Cuadra regresó de Sudamérica a Nicaragua en 1934, apenas unos pocos días después del asesinato de Sandino. Este mes de febrero se cumplirán 79 años de la muerte espantosa, fría, a traición, de aquel héroe. Alberto Guerra Trigueros dejó dicho que, por causa de ese crimen, sobre ese pueblo alegre y bullanguero cayó una maldición que no se borrará en todos los siglos de los siglos.
 
Abro al azar el tomo I de la poesía de Cuadra. El poema se llama Agosto. Está dedicado al elefante de un circo que en su día pasó por el norteño municipio de Comalapa, en Chontales. En la escena emerge de pronto un elefante, que se mueve entre la gente con la corpulencia del Orden. El pueblo lo ataca “Con gritos / con piedras / con antorchas” (...) “Costó vidas su muerte. / Como antaño aplausos...”. Al final, miraron hundirse a aquella mole, por efecto de su propio peso, del mismo modo en que caen los tiranos.

Como el viejo pescador o el carpintero, Pablo Antonio arroja la red, golpea con el mazo y el cincel. Sonríe con una ligera mueca, sosteniendo apenas su encorvada estatura. Sus gafas de miope apuntan al trágico azul de Nicaragua. Se escucha el grito de una garza planeando sobre el agua. Pablo Antonio Cuadra enciende una relumbrosa lámpara y entra a la noche arrastrando los pies. El capitán de la Vanguardia suspira al mirar el paso vertiginoso de los tiburones en el lago.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 7 de febrero de 2013)
Foto: Pablo Antonio Cuadra