miércoles, enero 19, 2011

Nieve en los trópicos


María Tenorio

¿Dónde está la nieve?, reclamó Santiago, mi sobrino de tres años. Frente a él se extendía el nacimiento que todas las navidades vemos en el parque central de Antiguo Cuscatlán. Aquí no hay nieve, le dijimos los adultos. ¿Por qué?, interrogó. Porque estamos en el trópico, le respondí, me respondí, sabiendo que su atención, en ese instante, estaría en otra cosa. Su pregunta me dejó pensando. Según mi interpretación, él percibía la ausencia de nieve como una “carencia” de aquel paisaje navideño ideal.

Tradicionalmente, la estampa de la navidad ha estado dominada por las figuras de Belén: Jesús en el pesebre, María y José inclinados sobre él, acompañados por la mula y el buey. Además de la familia nuclear, el nacimiento puede incluir las más variadas figuras que van desde ángeles hasta el Cipitío y la costurera, pasando por ovejitas y gansos.

No obstante, desde hace algunos años la Sagrada Familia ha cedido el protagonismo al barbado señor de traje rojo y blanco que habita junto a miles de duendes en el Polo Norte. Santa Claus, como le decimos en El Salvador, se ha vuelto el ícono humano de la navidad urbana. Digo humano porque el árbol de navidad sería el ícono vegetal que conforma el elemento clave de (casi) cualquier decorado navideño. En esa mudanza navideña desde las arenas desérticas del Oriente Próximo hasta el distante Norte, la nieve tiene un papel preponderante.

Y la nieve aparece en los espacios más inusitados. Hace unas cuantas noches se dio cita en mis sueños:caminaba con mi madre por una colonia de San Salvador cuando, al doblar una esquina, dimos con una casa con jardín delantero donde estaba nevando. Había nieve acumulada en las copas de los árboles, en el engramado y en la cochera. Un grupo de gente celebraba la blanca presencia que caía en pequeñas partículas desde el tejado, arrojada por personas distribuidas simétricamente sobre el mismo. Nos enteramos de que la nevada constituía la celebración de cumpleaños de uno de los miembros de la familia. Los padres del festejado habían contratado a una empresa que hacía nevar por unas horas. Me sentí sorprendida por esa práctica nunca antes vista y pensé que era un tema del cual debía escribir... y desperté.

El imaginario de la nieve nos ha invadido desde hace años, lustros, décadas, quizás siglos. Nos ha llegado por todos los medios posibles: desde los grabados en postales que evocan siglos anteriores, hasta las tarjetas electrónicas que se comparten por Internet. Las representaciones visuales nos han familiarizado con los muñecos de nieve, los techos chorreados, los osos polares, la chimenea y los duendes de Santa. Las vitrinas han sido un lugar privilegiado para exhibir la blancura navideña. En ellas la nieve adquiere un valor estético que linda con el romanticismo. ¡Qué bella y deseable es la nieve!, podremos decir o pensar ante aquel espectáculo empacado tras el vidrio.

La demanda de Santiago, que encontró espacio (o respuesta) en mi sueño, me mostró que se ha dado un paso más en la asimilación del imaginario de la nieve. El niño pide nieve aquí y ahora. Ella es parte del paisaje que quiere ver. Si está en los adornos de su casa, en las vitrinas, en los centros comerciales e, incluso, en su kínder, ¿por qué no la hay al aire libre, en Antiguo Cuscatlán?

Quiero entender ese fenómeno como el éxito de la campaña navideña en la que (casi todos) los adultos participamos con mayor o menor entusiasmo y de la que (casi) nadie puede escapar. Sea que nos dejemos llevar por el fervor de la época o que nos opongamos al mismo, el evento se nos impone durante el mes de diciembre. Y ese tiempo de excepción se ha vestido de blanco. Con el reinado de Santa Claus, cada diciembre “nieva” en los trópicos.

Ilustración: tarjeta postal de 1927

Mi 16 de enero

Miguel Huezo Mixco

El 16 de enero de 1992 tuvo lugar la firma de los Acuerdos de Paz que puso fin a la guerra interna de doce años. Digo doce años, y no diez, porque la guerra para mí comenzó en marzo de 1980, con el asesinato de Óscar Romero.

Esta fecha trascendental y simbólica con el paso de los años se ha venido convirtiendo en una ocasión para echar rollos: arengas, desquites y declaraciones de buena y mala voluntad.

El pasado necesita restaurarse a través de la memoria viva (diarios, cartas, recuerdos) antes de que la máquina destripadora del olvido transforme la fecha en el guión de un acto aburrido, con número "cultural" incluido.

La historia del 16 de enero comienza para mí el 31 de diciembre de 1991. Estoy con otros compañeros en una casa, en San Salvador, a pocos metros de la Alameda Roosevelt, escuchando las informaciones que se transmiten por las radios locales sobre la posibilidad de que ese día el Gobierno de El Salvador y el FMLN lleguen a un acuerdo sobre el fin de la guerra.

La noche avanza, el momento se vuelve más dramático. Veo el reloj. Pasan las 10. En casa me aguardan, mi compañera y mis hijos. Después de todo, es la fiesta de año nuevo. La posibilidad de ese esperado acuerdo ingresa en esa zona oscura en la que vivía el país entero: la zona del no es posible, la zona del esto no se arregla, la zona del todo seguirá igual.

Con algo de pena les digo a mis compañeros que debo marcharme. Alguno protesta, pero no hay remedio. Los abrazo, uno por uno, y me voy. Son tiempos de vacas flacas. La vida semiclandestina tiene sus rigores. En casa, mientras improvisamos una cena y llega la medianoche, pongo mi infaltable casete de Joaquín Sabina. Y como en el vecindario hay que parecer normales, salimos a lanzar silbadores y a chamuscar estrellitas.

Pasada la medianoche llegan mi hermano Eduardo y mis padres. Me abrazan efusivamente. “Felicidades”, me dicen, con los ojos llorosos. Yo no alcanzo a comprender la razón para tanta alegría. ¿Qué pasa?, pregunto. Se acabó la guerra. El Frente y el gobierno llegaron a un acuerdo, me dicen. Quedo pasmado. Enciendo la radio. Escucho la noticia. Es verdad.

Para mí, ese día algo se terminó de manera profunda e, inevitablemente, se abrió también una perspectiva incierta. Había dedicado catorce años a aquella lucha. Lo había dejado todo y había perdido tanto. Me había convertido en un sobreviviente. Sin embargo, aquella madrugada lo increíble llegó por primera vez a mi vida.

La experiencia de ese 1 de enero me dejó el dedo dulce. Confieso que detrás de mi habitual armadura de escepticismo pervive la carne blanda de un crédulo. “Es posible”, me digo a cada tramo, cuando veo cuanto hay que torcer, trocar, mudar, en la vida del país y en la mía propia. Es posible, me digo. Creo que ya nunca dejaré de ser iluso.


Dos semanas después llegó el 16 de enero con toda su liturgia. Sí, ese día también fui a la plaza Barrios. Me confundí entre la gente. Le canté a la patria. Senté a mi hija sobre mis hombros. Escuché los discursos. Quizás no puse tanta atención porque no recuerdo nada. Bajo la retórica de la lucha política existe también la lucha con uno mismo. Mi gran día no fue el 16 de enero.

Ilustración: Goya

(Publicado en La Prensa Gráfica, 20 enero 2011)

miércoles, enero 05, 2011

Lo mejor en arte y cultura 2010

Miguel Huezo Mixco

Si El Salvador se mira en el espejo de los recuentos noticiosos del finalizado 2010 la imagen que obtiene es la del desastre.

El país no es solo una entidad geográfica y política, sino también una comunidad aglomerada en torno a miedos e ilusiones similares. Miedos, muchos. De acuerdo con la prensa nacional, una serie de hechos abominables constituye lo más importante o recordable del año pasado. La calamidad pública y la ruina moral están moldeando nuestros imaginarios colectivos.

La cultura es central para construir un país distinto, más creativo y más libre. San Salvador posee una variada actividad cultural. Sin embargo, en los balances de fin de año apenas hubo espacio para destacar lo mejor que nos dieron las diferentes ramas artísticas. Propongo una lista de los siete eventos, a mi criterio, más importantes del 2010.

(1) El pájaro de la felicidad. Esta producción del Teatro Poma, bajo la dirección de Roberto Salomón, constituye uno de los mejores montajes de los últimos años. Trece actores nos ofrecen una maravillosa parábola sobre la búsqueda del poder y la ambición. Escrita por el veneciano Carlo Gozzi (1720-1806), la adaptación de Salomón tiene claras alusiones al mundo salvadoreño de nuestros días.

(2) Arquitectura de remesas. Fotógrafos, arquitectos, antropólogos y artistas compartieron sus particulares enfoques sobre las migraciones internacionales, un éxodo que ha transformado el metabolismo de nuestras sociedades. La exposición, auspiciada por la Red de Centros Culturales de España en Centroamérica, permaneció varias semanas en el Museo de Arte de El Salvador (MARTE). Es parte de un trabajo mayor de investigación que está contenida en un hermoso libro del mismo nombre.

(3) El regreso de Horacio Castellanos Moya. El 29 de julio, después de seis años de autoexilio, puso pie de nuevo en el país el novelista salvadoreño que goza de mayor reconocimiento internacional. Horacio participó en un conversatorio sobre su obra y trayectoria en el Centro Cultural de España e hizo una lectura en la embajada de México. El 14 de diciembre se publicó su libro de ensayos “Breves palabras impúdicas" (Revuelta, 2010).

(4) Publicación del suplemento Contracultura. El axioma vietnamita de "hacer mucho con lo poco" se cumple con esta publicación. El suplemento electrónico Contracultura pone sus ojos en los eventos de arte y literatura y también en el análisis de los procesos culturales. Cuenta con un directorio y un distinguido grupo de colaboradores que semanalmente ofrecen enfoques innovadores sobre temas relacionados con la cultura salvadoreña.

(5) Publicación de “Estética del cinismo” (F&G, 2010), de Beatriz Cortez. El libro es resultado de una década de lecturas, investigaciones y debates. La tesis de Beatriz es que la literatura centroamericana de nuestros días ha abandonado el espíritu romántico del periodo revolucionario para realizar retratos de sociedades sumergidas en el caos, la violencia y la corrupción.

(6) La irrupción de King Flyp. A partir de la publicación de su canción “Abandonado” en YouTube, este “bicho” salido de la nada arrastró a jóvenes y viejos a entonar sus canciones, se abrió espacio en periódicos, radios y televisoras importantes, y se puso en boca de todo mundo. Un fenómeno mediático protagonizado por un auténtico hijo del reguetón.

(7) “Cambio de frecuencia”. María Teresa Cornejo y Herbert (Ardhanari) Zometa pusieron en otro nivel el XI Festival Arte Joven. El trabajo de María Teresa y Herbert --una videodanza en stopmotion-- probó que las propuestas de los artistas visuales más jóvenes no siempre están dominadas por la improvisación y los deseos de figurar.

Veremos qué nos trae de bueno este 2011, al que se ha denominado como el año del Bicentenario de la Independencia.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 6 enero 2011)

Fotografía: Ardhanari Zometa y Carlos Violante colgando moscas para Cambio de frecuencia

La suma de los nombres: cómo nos llamamos los salvadoreños (y IV)

María Tenorio

Los apelativos Santos, Cruz y Jesús merecen consideración especial en la suma de los nombres que llevamos los salvadoreños. Más allá de su género gramatical, femenino o masculino, esas tres palabras –por lo general combinadas con otras– identifican a personas de ambos sexos. Las dos primeras, además, desempeñan la función de apellidos. Singular resulta el nombre del actual presidente de la Asamblea Legislativa, Ciro Cruz Zepeda, donde a simple vista no se sabe si la palabra intermedia es el primer apellido o el segundo nombre. Un vistazo a Wikipedia revela que se trata de esta última opción.

Comunes pero no ordinarios

La Ley del Nombre de la Persona Natural, vigente en el país desde hace veinte años, prohíbe que se asignen nombres de tres tipos: lesivos a la dignidad humana, impropios de personas y equívocos respecto del sexo. Sin embargo, este último caso contempla la excepción a la norma: se puede imponer un nombre propio que no identifique a simple vista el género de su portador siempre que “esté precedido de otro determinante del sexo”.

Nuestra onomástica posee varios nombres comunes, empleados por hombres y por mujeres. Hay que distinguir aquí, primero, los nombres femeninos usados por ellos en determinadas combinaciones, como es el caso de Juan Rosa, José Dolores y Jaime del Carmen; y, segundo, los nombres masculinos empleados por ellas como María Jesús y Marta Reneé (nótese que la grafía distingue el sexo en este nombre de origen francés). En los ejemplos presentados, ajustados a la ley, no hay lugar a confusión: el primer nombre define el sexo. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando un nombre no determina por sí mismo el sexo y se emplea con frecuencia en primera posición?

Tal es el caso del nombre Santos. Aunque listado en algunos sitios web como apelativo masculino de origen latino que significa “sagrado e íntegro”, en El Salvador se emplea para ambos sexos. Es frecuente que funcione como primer nombre, recayendo en el segundo la definición del sexo: Santos Zulema, Santos Marleny, Santos Gudiel, Santos Angel, Santos Ernestina y Santos Hermenejildo. En estos ejemplos, el uso es contrario a la mencionada ley, ya que el primer nombre es incapaz de determinar género del portador.

Otros usos que no se acoplan a la norma por no determinar sexo son: cuando el nombre Santos va solo (hay diez casos con el apellido Hernández y ocho, respectivamente, con López y con Martínez); cuando el segundo nombre es equívoco respecto del género, como en Santos Verelis, Santos Dolores, Santos de Jesús y Santos Halmer. La palabra Santos también es frecuente como apellido, prestándose a confusiones típicas de las palabras que desempeñan funciones de nombre propio y patronímico: Alfonso, Paz, Jaime, Alberto, Esperanza, Fermán y Leonor, entre otros.

Marcar el sexo con el nombre propio tiene alta relevancia en el mundo hispanohablante. Ya lo hemos visto en la legislación salvadoreña y así lo encontraremos en otras de países hispanoamericanos, como la argentina. Es indicativo que en España, por ejemplo, la admisión legal de la transexualidad “conllevará el cambio del nombre propio de la persona, a efectos de que no resulte discordante con su sexo registral”. En el mundo angloparlante, por el contrario, es común la categoría de gender neutral baby names: Alexis, Casey, Drew, Ryan, Sage y Tyler son algunos de ellos. Ahí no resulta extraña la indefinición del nombre de pila respecto del sexo, dice el estudioso de onomástica Josep M. Albaigés, como en el caso del actor Leslie Howard y la actriz Leslie Caron.

¿Cara o Cruz?

Pero, de regreso a nuestro país, examinemos otro caso semejante al de Santos. Cruz es un nombre que se usa para ambos sexos, muchas veces en posición de primer nombre: Cruz Alberto, Cruz Adilio, Cruz Arelí y Cruz Alejandrina. También se lleva solo (hay cinco casos con el apellido Hernández) aunque presumiblemente entonces se refiere a una mujer. Cruz también funciona como segundo nombre acompañado de la partícula "de la", como en José de la Cruz y Ofelina de la Cruz. En estos últimos casos no se infringe la Ley del Nombre de la Persona Natural pues el primer apelativo marca el sexo. Además, la palabra Cruz es usual en nuestra sociedad como apellido.

Otro nombre que comentaremos es Jesús. Masculino en su origen, su uso más frecuente se da en hombres, ya sea solo o en compañía: Jesús Antonio, Jesús Baltasar y Jesús Edgard. Menos usual es su empleo en mujeres como en Jesús Evelia y Jesús del Carmen. Su diminutivo –técnicamente llamado hipocorístico– marca claramente el sexo de quien lo porta: Chus y Chusita. De forma semejante a Cruz, Jesús también se emplea como segundo nombre precedido de la preposición "de": Juan de Jesús y María de Jesús sirvan como ejemplos.

Para concluir este ensayo, una reflexión sobre los nombres que (casi) no llevamos los salvadoreños y que serían esperables por nuestra herencia cultural: los de origen indígena. El directorio telefónico de Publicar 2010, fuente primaria de esta investigación, debe explorarse con lupa para dar con un apelativo náhuatl. Encontré, entre miles de José y María, entre cientos de William y Elizabeth, entre decenas de Marvin y Olimpia, a Florent Xochilt y a Soraya Xochilt. No obstante, a juzgar por Facebook, Xochilt (que quiere decir flor) es un nombre medianamente común en nuestro entorno. Menos frecuente es, según este sitio web, el nombre femenino Metzi o Mezti, que significa luna en náhuatl. El mestizaje cultural que tuvo lugar a partir del siglo XV desplazó prácticamente la onomástica de los pueblos nativos. No hay que olvidar que a la hora de darle nombre a un hijo, el prestigio social pesa mucho en la balanza de la elección.

Lea las tres primeras partes de este ensayo:

La suma de los nombres: cómo nos llamamos los salvadoreños (I)

La suma de los nombres: cómo nos llamamos los salvadoreños (II)

La suma de los nombres: cómo nos llamamos los salvadoreños (III)

Foto: Tumba de Eusebio Bracamonte, Cementerio de Los Ilustres, San Salvador, por Ivanfoto16