Miguel Huezo Mixco
Mi padre, lector incansable, era también un estupendo contador de anécdotas. Nuestros paseos familiares a bordo de un pequeño Fiat estaban siempre sazonados con sus historias. Un día, camino de Atecozol, detuvo el carrito a un lado de la carretera y nos señaló aquel imponente cono negro para contarnos que ese volcán, el Izalco, había eructado bombas de piedras, lava y ceniza ardiente, por siglos... cada 20 minutos. Nos contó que en 1955 se construyó un hotel en el Cerro Verde, la elevación que está hombro a hombro con el volcán. El Cerro en realidad es otro volcán que tiene más de un millón de años de existencia. En su cráter ha crecido un bosque donde anidan numerosas especies de aves vagabundas. Desde el mirador de aquel hotel, los visitantes tendrían una posición privilegiada para asistir a las convulsiones del Izalco. Pero, como por encanto, estas cesaron.
Alguna vez, el volcán reanudó brevemente sus erupciones, y fuimos a verlo. Vistas desde la carretera, aquellas no eran las espectaculares explosiones que le habían hecho merecer el sobrenombre de “Faro del Pacífico”. Sin embargo, nunca voy a olvidar la lava corriendo a un costado del volcán brillando en esa noche como un salivazo salido del infierno.
Volví el pasado fin de semana al Cerro Verde. Estuve allí, mucho antes de la guerra, alguna vez con el ornitólogo Walter Thurber, quien pasaba temporadas viviendo en su remolque, entre magnolias y bromelias, grabando los cantos de los pájaros y atrapándolos en finas redes para fotografiarlos y clasificarlos. Walter proclamaba que en esa elevación había más especies de colibríes que en todo Estados Unidos.
¿Qué se hizo Walter? Por causa suya, alguna vez me imaginé dedicado exclusivamente a observar las aves. Pero en alguna vuelta del destino perdí mis binoculares. A Walter también le perdí la pista, solo en cierto modo, pues he visto sus contribuciones en la prestigiosa National Audubon Society. Alguno de los senderos del Cerro debiera ser bautizado con su nombre... y hacerse una gran exposición permanente de fotografías de los pájaros que aquí habitan... Esto pensaba, empujando el cochecito donde dormitaba mi hija Azul.
(Igual que mi padre, pienso que uno, en su familia, debe ser un buen proveedor de historias. A esta familia mía, tan dispersa y diezmada por la vida, aspiro a reconstruirla en torno a nuestras historias: mapas gastronómicos, crónicas de un pueblito del norte, sagas en las que nuestros fracasos produzcan risas.)
Cuando ingresamos a la zona del hotel, debo aceptar que no esperaba encontrar aquel espectacular abandono. Creí que, tras la campaña y los éxitos del Ministerio de Turismo, aquel hotel, construido en el corazón de un bosque exquisito, se habría beneficiado de cierta prosperidad, como la que ahora puede verse en algunos sectores de la Ruta de las Flores.
No encontramos una cafetería, ni un rótulo que hable del lugar en donde estábamos parados. Las paredes están siendo devoradas poco a poco por el musgo. Puertas, bombas de agua, bardas, servicios sanitarios, lámparas: todo está roto y descompuesto. Los cristales están verdes, de tan sucios, y si no están sucios están rotos. A la entrada, donde se nos pidió el pago para ingresar, un rótulo decía: “Tus impuestos trabajando”. Parece que nuestras contribuciones apenas alcanzan para mantener vivos los jardines, en medio de aquella lamentable ruina.
La única señal que hizo clic con mi memoria fue el Izalco, ceñido en su bufanda de brumas. Listo para sobrevivir los próximos mil años, si para entonces queda mundo.
Publicado en La Prensa Gráfica, El Salvador
http://www.laprensagrafica.com/opinion/932860.asp
(Abajo, imágenes del estado actual del Hotel de Montaña).
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