miércoles, febrero 20, 2008

Romeo Galdámez, o la algarabía de la diversidad

Miguel Huezo Mixco

A lo largo de una carrera que da vértigo, Romeo Galdámez ha plasmado como pocos artistas la abigarrada mezcla de signos, objetos y prácticas que definen a las sociedades de nuestros días: la identidad como una ficción-montaje, la verdad como discurso y la imagen como espectáculo de lo real.

La obra de Galdámez, expuesta en el Centro Cultural de España desde el martes 5 de febrero, es la celebración de la diversidad. Figuras indígenas, exvotos y santos paganos, caligrafías y postales; íconos que emergen de las sagas revolucionarias y de los platós de Hollywood, encaramados en una sintaxis robada de la televisión y la música popular, de la algarabía de los mercados, los supermercados y las ferreterías, de la prensa y la arquitectura; un retablo del mundo cuyas raíces están en el gran arte y en la estética publicitaria.

Sus serigrafías son verdaderos monumentos de historia y vida cotidiana. Transpiran emociones humanas y sociales. Han andado, asombrando y cautivando, por muchas partes del mundo —en unos 50 países, para decirlo pronto. Y ahora vienen a este pequeño mapa manchado de sangre y crayolas.

Romeo Galdámez (Cinquera, 1956) tuvo su primera formación en el Centro Nacional de Artes (CENAR), de donde se graduó con honores. Allí se enroló a una generación de alucinados y tomó contacto con un grupo de personalidades jóvenes y brillantes: Roberto Galicia, Roberto Huezo y Roberto Salomón, que le dejarían huella.

Debido a sus altas calificaciones, Romeo accedió a una beca que le llevó a Porto Alegre, Brasil, donde tuvo sus primeras experiencias en colectivos vinculados al mundo de la gráfica, en especial al movimiento de Arte-Correo, un movimiento planetario de intercambio y comunicación a través del sistema postal, nacido en los años 60, que fusiona arte y comunicación.

Cuando la beca termina, en 1977, decide volver a El Salvador. Romeo emprende por tierra un viaje maravilloso por varios países de Latinoamérica. Su América Latina, acelerada, bulliciosa. “Ese viaje fue un gran encuentro con mi cultura”, dice, cada vez que recuerda aquellos años.

Camino de El Salvador, llega a Santiago de Chile y respira la atmósfera opresora de la dictadura. Cruza el desierto de Atacama, donde la soledad puede pulverizarse en partículas finísimas que hacen llorar. Llega a Medellín y mira a los militares husmeando entre los sostenes de las gordas de Botero. Los acentos, los ritmos, las noticias, los himnos y los fados de esa América, le afinan el ojo y el oído.

Ingresa a El Salvador. Sus amigos entrañables, César Menéndez, David (el Papo) Méndez y Ricardo Miranda, están meciendo sus trapecios para lanzarse a la vida o la muerte. Se encuentra con su familia, que ha extrañado. Con el país convulsionado. Tras una breve estancia, regresa a Brasil para finalizar su carrera. Nuevamente, se gradúa con altas calificaciones. Para entonces, se ha colocado el anillo de compromiso con la gráfica. Regresa al país, por el que siente urgencia, pero al volver todo parece estar sumergido en la crisis.

El país se encaminaba a la guerra. Unos pocos obstinados, en un país que parece solo entenderse a trompadas y balazos, se afanan por mantener viva la actividad artística e intelectual. Esto, desde luego, los vuelve doblemente sospechosos. Decenas de artistas salen al exilio, otros son secuestrados y asesinados. Galdámez tampoco escapará a este sino.

II

Cuando Romeo Galdámez regresa a El Salvador, se encuentra al país al borde la guerra civil. Marina Rodríguez de Arocha lo coloca al frente de la Dirección de Publicaciones. El Paraíso huele a tinta y papel. Pero el Infierno queda en la misma vecindad. Una mañana es de luz, otra de tinieblas.

Un contingente de soldados del Cuartel San Carlos llega a la imprenta. Alguien ha dicho que allí se está imprimiendo “propaganda subversiva”. Ninguno escucha el reclamo de inocencia de Romeo. La noche del 9 de enero de 1981, y las noches de las tres semanas que siguieron, durmió en las bartolinas de la Policía Nacional, en el “Castillo Negro”, catedral del miedo. Al día siguiente, el movimiento armado lanza la primera ofensiva nacional. La guerra ha comenzado.

Lo trasladan al penal de Santa Tecla. Allí asiste a una ceremonia insólita: el Consejo Superior Universitario preside, tras las rejas, la graduación de un grupo de abogados. Entre tanto, sus colegas de la red internacional de Arte-Correo levantan una campaña a favor de su liberación. En marzo de ese mismo año le conceden la libertad. Antes de echarlo a la calle, un oficial le repite una orden, parecida a la que Juan Aberle le diera a Darío, pero con menos cordialidad: “—Váyase de aquí”.

En pocas horas está a bordo de un avión, rumbo a México. Al llegar, pide el asilo político. Buscándose la vida, se va a Puebla. Después a Michoacán. Más tarde a Morelia, como maestro de comunicación gráfica. Fueron 22 años dedicados a la docencia y al despliegue de su energía creativa. Romeo se refiere a toda esa época como de “una verdadera catarsis gráfica”. Mira, huele, recorta, hace fotos, imprime, raya, toca, investiga, viaja, expone: conjugaciones todas del verbo vivir.

Pocos meses después de su llegada a México, expone en el Museo Universitario del Chopo, de la UNAM. Y luego en la Pinacoteca de la Universidad de Puebla. De allí, su obra viaja hasta Uruguay, de la mano del respetado Instituto Cultural El Galpón. En los años 90, incursiona en el mundo artístico canadiense con una exposición deslumbrante que titula “Magia, nuevos mitos y contradicciones”. La hoja de servicios de Romeo es enorme. Ha montado en Belgrado, Toronto, Miami y en las estaciones Zapata, Coyoacán y Copilco del Metro de la ciudad de México; en Quito, Osaka y muchos otros lugares.

Para celebrar sus veinte años de vida artística, publicó su sorprendente libro Co (razón) Collage: Fin de una etapa (1998), auténtico libro-objeto, intensamente lúdico, pieza grafico-escultórica, codiciada por coleccionistas de todo el mundo. Su utopía es acabar con la monarquía de la pintura y vencer el “prestigio” de la obra única. Resultado y paradoja: Galdámez ha convertido la serigrafía en un producto pictórico.

Romeo volvió a El Salvador en agosto de 2003. Silencioso gato, con la algarabía de sus grabados. El maestro ha regresado convertido en un viajero. No se le encontrará en las páginas amarillas del arte nacional. La retrospectiva de su obra, reunida en el Centro Cultural de España desde inicios de febrero, es una especie de “rendición de cuentas” al país-agujero negro de su universo visual, híbrido entre los híbridos, mojón del kilómetro cero donde se cruzan lo local y lo global, chingaste donde se refleja la fragmentación de nuestra Identidad.com(partida).

Para conocer más sobre la obra de Galdámez, ingresa: http://www.romeogaldamez.com/

Gato en extinción

María Tenorio

Un carro lo movió de lugar. Seguro lo impulsó con sus llantas, con su velocidad. Hoy al mediodía me di cuenta del cambio: el bulto alargado estaba en posición perpendicular a la pared central que corta la calle. La primera vez que lo vi, hace unos diez días, el cadáver del gato color champán estaba alineado en paralelo con el muro divisorio que sostiene el puente del bulevar Venezuela.

Nadie lo reclamó. Nadie lo recogió. Nadie lo enterró. ¿Habrá sido un gato sin dueño? ¿Un gato callejero? Los vehículos que transitan por la calle Las Amapolas o Francisco Gavidia se están tomando el trabajo de aplanarlo, de aplastarlo, de aplacarlo. Ayudan a deshidratar el cuerpo del gato que cada día parece más cartón que carne, aunque todavía conserva su felina cola rayada. El tiempo se está encargando de borrarlo de la faz de la calle, de la orilla del muro, de debajo del puente.

El primer día que lo vi, el cuerpo del animal estaba como inflado. No vi rastros de sangre. Dudé si se trataba de un perro. Incluso dudé si ya era difunto. Claro que mi visión fue muy rápida pues no detuve la marcha. Al cabo de cien metros ya había olvidado todo. Volví a pasar horas después, lo declaré gato y lo declaré occiso. “Algún vehículo debe haberlo matado”, me dije. “Ha de oler mal ahí afuera”.

Desde ese día el pequeño cadáver atrae mi mirada el par de veces al día que paso en mi carro por esa calle, al lado de ese muro, bajo ese puente. No puedo evitar mirarlo. El morbo. Le he ido siguiendo la pista al objeto que desafía a transeúntes y conductores con su estampa de cadáver sin ave de rapiña. Gato expuesto a los ratones y las miradas de curiosos, como yo. Gato que no merece la atención de las autoridades capitalinas. Gato en extinción.

Su cuerpo tieso y sucio me ha seguido más allá de los cien metros de mi memoria de corto plazo. Me ha acompañado hasta mi casa. Me ha hecho hablar de él en la sobremesa. Me ha hecho ir ex profeso al lugar de la muerte a hacerle una foto para colgar en el blog junto a este texto. Me impresionó el gato muerto. Quizás no su muerte en sí, sino la persistencia de su cadáver en la carretera. He sido testigo involuntario de su entiesamiento y de su abandono.

(¿Ya lo vio usted? Si pasa por Las Amapolas, en dirección al Estadio Cuscatlán, lo encontrará a su mano izquierda, sobre la calle, junto al muro divisorio, bajo el puente del Venezuela.)

Presumo que ahí estará mañana y pasadomañana. Hasta convertirse en irregular hoja de papel color asfalto. Hasta desintegrarse y fundirse con la madre carretera. Pobre gato urbano que no alcanza la categoría de basura. Que algún día descanse en paz.

martes, febrero 05, 2008

Estás leyendo esto

María Tenorio

“aun lo que está usted haciendo en este momento –leer- no es, pese a la promesa de Valery-Larbaud, un acto impune.” Rosario Castellanos.

Estás leyendo esto. ¿Ves cómo las letras van desfilando ante tu vista? ¡Estás leyendo esto! Te vas llenando con las palabras que hormiguean sobre la superficie gris. Las palabras van invadiéndote, van distribuyéndose por tus miembros, por tus órganos; algunas ya querrán llegar hasta los dedos de tus pies, otras andan apenas revoloteando por tu nariz o la oreja derecha.

Estás leyendo esto y seguís haciéndolo, porque si solo pensaras que estás leyendo mientras no leés o si, al contrario, leyeras pensando solamente que pensás que estás leyendo pues entonces te recomendaría que fueras a ver a... vos ya sabés, una persona instruida en la ciencia de entender tu cuerpo y –si es que creés en eso– tu alma. Pero no es el caso, no, tranquilizate, estás leyendo esto. Los pies sobre la tierra, la mirada sobre la superficie de un monitor de computadora.

Tal vez no sea posible saber con certeza nada, ni siquiera la idea de Dios como sugiere Descartes ni mucho menos la idea para él tan clara y distinta de un yo pensante. El Descartes era demasiado... confiado en la correspondencia entre las palabras y las cosas, entre el lenguaje y la realidad. Sí, es bonito pensarlo, pero resulta irrealista o ingenuo... no sé, me cuesta encontrar palabras que me satisfagan porque estoy pensando en vos, en vos que estás leyendo esto y que no sabés a que atenerte, qué pensar sobre esto, por qué seguís leyéndolo, por qué has mantenido hasta ahora tu mirada fija y concentrada sobre las palabras que te interpelan (y ahora hablemos de prepotencia).

Lo que te quiero decir, después de tantas vueltas y rodeos, es que podés afirmar con toda contundencia que en este preciso momento estás leyendo esto. ¿No te da acaso cierta paz saber que hay, en este momento al menos, en este momento acaso, una verdad clara y distinta? ¡Estás leyendo esto!

Hace unos pocos minutos que estás leyendo esto y sí, es perfectamente razonable, te lo dice el papel –vos creele– que pensés que estás leyendo esto mientras tus ojos van siguiendo línea tras línea, en movimientos horizontales de izquierda a derecha que se repiten –se han repetido quizás sin que te dieras cuenta– y se repiten, ¡qué maravilla! ¡Es un lujo! No cualquiera se da ese lujo en estos días, te podés imaginar, de usar la vista para esto, para estar leyendo y, aquí no me malinterpretés, no me refiero a la maravilla de leer "esto" sino a la de "leer", aunque sea esto.